Bárbara contra la muerte
El tarro tenía cuerpo de vidrio esmerilado, y una tapa hermética de metal pintada de blanco. Más allá de sus paredes, marcadas por la aspereza de una pelusa grisácea -herencia de sucesivos fracasos, los lavados que no habían conseguido desprender del todo las huellas de la etiqueta adhesiva que identificó una vez su contenido-, se distinguían aún algunos restos de mermelada de moras, pequeñas gotas brillantes de color púrpura, como dicen que es la sangre de los negros, hacia las que trepaban los diminutos gusanos de cuerpo translúcido que saben caminar sobre muros de cristal.
El abuelo, que llenaba su mochila de mimbre con mucha parsimonia, levantó una esquinita de un envoltorio de papel de plata para confirmar que, en lugar del filete de ternera que había pedido, la abuela le había vuelto a preparar un bocadillo de queso, y tras emitir un templado juramento, hizo ademán de coger el tarro y reunirlo con el resto de los objetos hasta entonces desperdigados por la mesa, pero yo detuve su brazo a tiempo.
– Oye, abuelo -dije, arrebatándole suavemente el recipiente de cristal donde se agitaban los viscosos hilos vivos-, ¿por qué no has dejado que la abuela lavara el tarro por dentro? Tiene mermelada, todavía…
Él se encogió de hombros y ni siquiera me miró, como preguntándose qué demonios me importaría a mí todo aquello. Yo, al contrario que mis hermanos varones, nunca me había interesado por la pesca.
– Pues no sé… -contestó después de un rato-. Parece que les gusta. Pobrecillos, para lo que van a vivir, mejor que disfruten un poco, ¿no?
– Porque se los van a comer los peces…
– Con un poco de suerte… Eso espero.
Me besó en la sien -ese lugar tan raro donde sólo me besa él-, y giró sobre sus talones sin decir una palabra más. Estaba ya en el umbral de la puerta cuando eché a correr para alcanzarle.
– Oye, abuelo… ¿Puedo ir contigo?
– ¿Tú, Bárbara? -Fruncía las cejas como un signo de estupor.
– Sí, yo -afirmé con la voz y la cabeza al mismo tiempo-. No he ido nunca.
– Bueno, si quieres…
Le seguí sin hablar por el camino salpicado de sombra. El viento soplaba a rachas para agitar las ramas de los chopos, que, cuajadas aún de hojas plateadas, me saludaban en su temblor como muchos brazos de señoras gordas y enjoyadas, blandas y felices, tan distintas de los famélicos esqueletos de madera que contemplaba en invierno tras las ventanas del colegio.
Siempre he pensado que el chopo es un árbol con mala suerte, todos los árboles que pierden la hoja en invierno me lo parecen, y casi puedo sentir el frío que ha mordido su corteza durante la noche cuando me levanto y descubro en su tronco las huellas de la última helada. Aquella mañana estaría pensando en eso, o en cualquier tontería por el estilo, cuando escuché a la madre Ana, eventual profesora de dibujo, que me llamaba casi a gritos desde la tarima. Volví la cabeza con los ojos bajos para encontrarla, su voluminosa figura envuelta en aquel hábito blanco que me daba tanto miedo, los brazos en jarras, el enfado pintado en los ojos y multiplicado por dos gruesas lentes bifocales.
– ¡Ya está bien, Bárbara! Esta es la tercera vez que te llamo, andas siempre en la luna de Valencia… ¿Te pasa algo?
– No, madre, qué va… -contesté, ganando un tiempo que no fui capaz de invertir en una excusa convincente-. Es que Sócrates no se me da muy bien… -señalé vagamente la máscara de escayola que colgaba de un clavo, su barbilla rozando la pizarra-. Estaba mirando por la ventana.
– Siempre estás mirando por la ventana, hija mía, no sé qué misterio le encuentras al paisaje. ¡Si por lo menos fueras capaz de dibujar bien el patio…! Anda, hazme un favor. Ve a mi despacho y tráeme una caja de tizas de colores. Están en el armario, nada más entrar a la derecha.
– Pero es que no sé dónde está su despacho.
– ¿No? Ya… -Una niña de la primera fila se acercó a su mesa con un dibujo ya terminado, y ella empezó a corregirlo sin dejar de hablarme-. Es muy fácil. Sales al hall, coges el pasillo de la derecha, tuerces otra vez a la derecha después de pasar por las clases de Jardín de Infancia… Esta nariz no me gusta nada, Cristina, tendría que ser más afilada por aquí…, y a cambio más ancha por aquí… ¿lo ves? Bueno, Bárbara, pues eso, luego subes por las escaleras del gimnasio y, a la izquierda, abres una puerta blanca que da a un pasillo. La tercera habitación a la derecha es mi despacho.
Me levanté, y salí de clase convencida de haber memorizado correctamente el camino, porque ella dijo izquierda, tuvo que decir izquierda, por eso no le di importancia al amenazador letrero que distinguía la puerta cuyo picaporte empuñé con mano firme de la situada exactamente enfrente, ambas blancas, con cristales pintados de blanco, idénticas, se contaban historias terribles de aquella palabra maldita, peligrosa y oscura como un maleficio, pero yo no me fijé, no la leí apenas, porque ella había dicho izquierda, tenía que haber dicho izquierda, y atravesé el umbral sin vacilar para no hallar pasillo alguno, sólo un vestíbulo parecido al recibidor de una casa cualquiera, y allí, a una monja vieja, muy vieja y desconocida para mí, que se inclinaba con esfuerzo sobre las macetas de geranios, sosteniendo entre las manos una regadera de plástico. Tenía cara de hombre, como las brujas de las pesadillas, y creí poder escuchar cómo crujían sus huesos, tan torcida, tan decrépita estaba que al principio me dio pena, hasta que se volvió hacia mí, se me quedó mirando, sonrió para mostrarme sus encías negras, y me increpó con voz ronca, arruinada.
– Has entrado en Clausura. Nunca saldrás de aquí.
Al principio me limité a cabecear suavemente, atreviéndome a negar con la cabeza, la boca muda, mientras me decía a mí misma que aquello sería una broma, una simple y repugnante broma sin una pizca de gracia, sois todas unas hijas de puta, recordé, y pronuncié sin mover los labios ese horrible juramento, el ingenuo sortilegio al que me aferraba cada mañana -como se aferra un escudo, una espada, el legítimo instinto de sobrevivir- al entrar en el colegio, la torpe maldición que guiaba mis pasos de vuelta a casa, cada tarde, la fórmula que repetía en cada cambio de clase, casi insensiblemente, como una letanía o el canto de un preso bien amarrado a su cuerda, sois todas unas hijas de puta, y no era verdad, porque las había buenas, magnánimas, amables, yo quería de corazón a muchas de ellas, pero todas juntas daban vida al enemigo, y sólo se conjura a un enemigo con palabras terribles, así que lo repetí para mí, por última vez, sois todas unas hijas de puta y yo no me voy a quedar aquí… Entonces ella me miró, una sonrisa terca en sus labios descarnados, ¿qué pasa, no dices nada…?, será que te gusta la idea, concluyó, y el pánico me devolvió la voz, y abrió mi boca para colocar en ella palabras desafiantes, por supuesto que saldré de aquí, dije, yo no quiero ser monja, yo quiero casarme y tener muchos hijos, ella rió al escucharme, una carcajada afilada, hiriente como una flecha que da en el blanco, pues claro que te casarás, hija, con el Señor, igual que yo, y habrá muchas niñas que te llamarán madre, todas las alumnas del colegio… Movió vagamente el brazo para designar el espacio que se abría a su alrededor, un reino tan mísero, y siguió hablando, pero yo ya no la escuchaba, cuando las tetas me crezcan del todo me compraré sujetadores de encaje transparente con flores bordadas de muchos colores, me decía, muy horteras, pero preciosos, y me pondré medias negras con una costura atrás, tan fina que sea casi imposible llevarla recta, y zapatos de tacón alto, altísimo, eso haré, me pintaré los labios de rojo oscuro, y tendré la piel muy suave y oleré bien, muy muy bien, como huele mamá ahora, y los tíos se desplomarán a mis pies, todos los tíos, y yo me portaré fatal con ellos, lo siento, pero eso es lo que voy a hacer, coquetear con todos a la vez, y luego, si no llega alguno que sea estupendo, pero estupendo del todo, de verdad, como los novios de las películas, escoger al que tenga un descapotable, rojo, si puede ser, o amarillo, a lo mejor…, no, me apetece más ir en un descapotable rojo, con un sombrero, y un pañuelo de puntas muy largas enrollado en el cuello, y unas gafas de sol enormes, oscuras… Tuve que interrumpir aquel reconfortante discurso, el único artificio capaz de mantener la memoria del calor dentro de mi cuerpo, porque ella venía hacia mí, esgrimiendo el puño cerrado sobre su cabeza como el anuncio de una violencia más furiosa que los golpes, no volverás a ver a tus padres sino detrás de la reja, bramaba, serás monja de clausura, has entrado aquí por tu propio pie y no podrás salir, nadie ha salido nunca de aquí, sólo las monjas muertas, todo eso me dijo, y yo ya no pude responder, estaba muda, y notaba que los ojos me escocían… Las mayores contaban historias espantosas de aquellas pocas habitaciones prohibidas, la insospechada cárcel aislada como una isla en el centro de un moderno edificio acristalado, con carpintería de aluminio, laboratorio de idiomas y piscina cubierta, clausura, allí se lavaban con jabón Lagarto, yo lo sabía bien, tenían prohibido el jabón perfumado y dormían envueltas en camisones de arpillera basta, como la tela de los sacos de patatas… Sentí que una lágrima recorría mi mejilla al recordar el misterio del peso de mi amante, el tibio secreto contra el que me estrellaba todas las noches desde que vi los ojos húmedos de aquella actriz en una serie de televisión, y era una chica muy guapa, lista y fuerte, una persona con carácter, como diría mi madre, pero hacía el papel de una mujer abandonada, y por eso, a pesar de ser tan guapa, y tan lista, y tan fuerte, estaba todo el rato a punto de llorar, porque él se había marchado, y le contaba a una amiga que por las noches no podía dormir, eso era lo peor, que se le hacía de día con los ojos abiertos porque echaba de menos el peso de su cuerpo, y desde entonces, cada noche, yo doblaba la manta en tres y amontonaba encima la colcha, doblada igual, y me quedaba muy quieta, el embozo justo debajo de la nariz, sintiendo la presión de la tela sobre mi cuerpo, calculando cuál sería el peso de un hombre de verdad, mientras murmuraba muy bajito unas pocas frases deslumbrantes como un castillo de fuegos artificiales, las paganas oraciones que había aprendido en ciertas películas, ciertos libros capaces de arder, vete, márchate si quieres salvarme, no debería ceder, pero el deseo es superior a mis fuerzas, apiádate de mí, si no conozco más vida que tú, tu amor es lo único bueno que me ha pasado en la vida, ¡mátame!, acaba conmigo ya, de una vez, pero ¿por qué no me matas…?, recitaba aquello y sacudía levemente los hombros bajo las sábanas, como si los brazos de un dios me aplastaran contra la cama, y me quedaba dormida enseguida, pero ahora sentía la garra de aquella vieja clavándose en mi hombro y lloraba, ya sólo podía llorar, y ella parecía cada vez más furiosa, ¡desgraciada!, me gritaba, ¿por qué lloras?, si en el mundo no dejas nada, sólo locura y pecado, ¿qué lamentas?, y sus uñas se hundían en mi piel mientras gritaba cada vez más fuerte, si tú no eres nada, ¡nada!, y no serás nada, apenas un puñado de polvo, un banquete para los gusanos… Me zafé como pude y conseguí llegar hasta la puerta, pero ella, en un alarde de agilidad inconcebible, logró inmovilizar mi mano con la suya sobre el picaporte, váyase, chillé, déjeme, no me quedaré aquí, yo no, yo nunca seré como usted… Sus ojos centellearon al escucharme, eres mala, gritó, ¡mala y soberbia!, te crees guapa y eres joven, por eso me desprecias, insensata, entonces acercó su cara a la mía hasta que nuestras narices se rozaron, mírame, decía, mírame bien porque mis arrugas son la enseñanza más grande que jamás recibirás de nadie, mira mi cara, mis manos… ¿Sabes cómo se llaman estas manchas? Flores de cementerio, así se llaman, y apréndetelo bien porque muy pronto, mucho antes de lo que te imaginas, crecerán por toda tu piel como han crecido en la mía, y al rato ya no serás nada, sólo comida para los gusanos, que llenarán tu boca, y se pasearán por las cuencas de tus ojos, y se meterán debajo de tus uñas, y devorarán tu carne… Luego la presión de su mano se relajó, y se hizo al fin el silencio, y ya no escuché más que mi propio llanto, cerré los ojos para no verla y me resigné a morir sin haber llegado a saber nunca cuánto pesa un hombre de verdad, y quise morirme ya, cuanto antes, morirme antes que verme vestida de blanco, entonces oí el eco de unos pasos que se acercaban, y el picaporte giró bajo mi mano laxa, mientras una voz familiar repetía mi nombre con acento angustiado, al otro lado del cristal.