Era Andrés, naturalmente. Cuando consiguió detener la húmeda avalancha que, más que recompensarla, la castigaba cruelmente por tantos años de espera, consiguió ya reconocer en aquel rostro abotargado y envilecido por la edad -tan implacable siempre con la gente estúpida-, algunos leves matices del enloquecedor adolescente al que nunca jamás había dejado de amar. Ahí, ocultos por una desagradable maraña entrecana, estaban los labios finísimos, apenas sugeridos, que ella había querido interpretar siempre como la tácita insinuación de un amante pérfido y experto, los labios cuya sola visión fuera antes capaz de desencadenar una incontrolable sucesión de escalofríos, calientes y helados a un tiempo, en el exacto centro de su columna vertebral. Y ahí estaba también todo lo demás, las delicadas ojeras -que se habían convertido en una bolsa, encima de otra bolsa, encima de otra bolsa-, la barbilla afilada -ahora rechoncha génesis de una blanda papada-, las enormes y huesudas manos de dedos largos -pero hinchados ya como percebes norteafricanos- y el cuerpo, el frágil y adorable cuerpo de antaño, el objeto único de un deseo espeso y oscuro como la sangre, doloroso, total, cebado en soledad durante casi treinta años para disolverse ahora, en un instante, ante la visión de ese grueso embutido mal cocido que resultaba ser Andrés, después de todo.
Coqueteó con él toda la noche, sin embargo, lanzándose con determinación a la reconquista de cualquier guiño, cualquier brillo, cualquier clavo ardiendo del que suspender siquiera la punta de una uña para desde allí recuperar el vértigo perdido. No halló nada de su eterno amor en él, pero aceptó a cambio una oferta sórdida, de puro vulgar -¿por qué no me invitas a tu casa, y nos tomamos la última en la cama?-, porque creyó debérselo a sí misma, a su traicionada memoria. Pero fue todo un desastre. No sólo resultó nulamente pérfido y desoladoramente inexperto, sino que, además, apenas se comportó como un amante. Se limitó a desplomarse sobre su cuerpo sin haber llegado a desnudarse del todo, y esperó todo el tiempo que hizo falta a que ella comprendiera que carecía de cualquier intención de conjugar el participio activo. Luego sonrió satisfecho, tosió un par de veces, y se durmió.
Para ella no fue tan fácil conciliar el sueño. Sentada en la cama, fumando un pitillo detrás de otro, sentía que le ardían los riñones, todos sus músculos doloridos, exhaustos por el esfuerzo de propulsar rítmicamente hacia arriba, sin apenas ayuda, la grosera alegoría de hombre a la que ahora, por obra del más injusto destino, parecía abocada su vida. Había vivido esperando a Andrés y por fin lo tenía durmiendo a su lado, roncando como un hipopótamo enfermo de asma. El futuro no parecía muy halagüeño. Tratando de olvidarlo, de vez en cuando se tumbaba, ablandaba la almohada, se ponía de perfil, luego de frente, probaba el lado contrario y se sentaba otra vez, para encender el penúltimo pitillo, desesperada. Hasta que una sonrisa iluminó su rostro un instante antes de animar su cuerpo. Completamente desnuda y sudorosa, se levantó de la cama de un salto, llegó hasta el baño y, en lugar de elegir sólo un pulsador, como tantas otras veces, oprimió de un manotazo los tres interruptores que regulaban otros tantos focos halógenos, feroces, la intratable iluminación cenital del espejo. Mantuvo los ojos bien abiertos todo el tiempo, ya no había motivo para mirarse en la penumbra, favorecida por la escasa luz lateral y el parpadeo de unas pestañas indecisas. Ahora necesitaba todo lo contrario, y más que verse bien, verse destruida. Decidió que era así precisamente como estaba. Tenía delante el cuerpo fofo, añoso, de una mujer de cuarenta y seis años, los pechos caídos, el vientre dilatado, venas varicosas en las piernas y caderas a punto de derrumbarse. Su sonrisa se amplió hasta adquirir las proporciones de una mueca forzada mientras su mano derecha se cerraba en el aire, y entonces lo dijo bien claro, en voz alta, mañana vuelvo a comer.
Dejé de comer a los quince años, ¿sabe usted? A los quince años empecé a alimentarme, a ingerir lo estrictamente necesario para ir tirando, verdura hervida, carne hervida, pescado hervido, vida hervida… Y todo por amor, que ya es triste, lo imbéciles que podemos llegar a ser las mujeres, pero es que aquella tarde, yo no sé si usted lo entenderá, pero aquella tarde, jugando a la botella, yo creía que me moría, que me moría de pena, y de asco, y de ganas de Andrés…
Una botella de color miel, que apenas quince minutos antes había contenido un litro de cerveza Mahou, daba vueltas y vueltas sobre el piso de cemento, sin rozar siquiera los pies de la veintena de adolescentes bronceados que, sentados en el suelo, formando un corro, la miraban sin pestañear, en sus rostros cierta juvenil ansiedad. Allí, un poco apartada porque le daba vergüenza cruzar las piernas a lo indio, igual que los demás, estaba también ella, Malena, quince años recién cumplidos, ciento setenta y tres centímetros de altura, ochenta y dos kilos de peso, una auténtica vaca. Llevaba un traje suelto de algodón amarillo, con un bordado diminuto en el delantero y un canesú muy marcado, que sus amigas encontraban gracioso porque parecía un modelo pre-mamá. Era un modelo pre-mamá, el último recurso, aunque ella se habría dejado ahorcar antes que confesarlo. No conocía tortura más atroz que salir de compras, ni milagro más auténtico que una falda de su talla, y tan sólo un par de semanas antes, su madre, una mujer muy hermosa, se había echado a llorar al contemplarla desnuda en el ambiente más hostil -un diminuto probador de El Corte Inglés- mientras ella se embutía a presión en un bañador negro, con aros en el pecho y refuerzos en las caderas, que finalmente habían encontrado en el último rincón de la planta de señoras, ¡PROMOCIÓN ESPECIAL!, TURISMO PARA LA TERCERA EDAD, ANÍMESE, MUJER. LA VIDA EMPIEZA AHORA… Su madre lloraba y ella, el bañador encajado sólo a medias, los tirantes enrollados sobre la cintura y la lengua fuera, por el esfuerzo, la miraba sin entender muy bien lo que pasaba. Pero, mírate bien, hija mía, había escuchado al final, entre sollozos, pero si parece que tienes cuarenta años…
Luego, cuando la brusca pérdida del aire acondicionado, el asfalto ardiendo bajo las suelas de esparto, hizo aún más irrespirable para ambas el sofocante aire del junio madrileño, su madre volvió a la carga con lo de siempre, ponte a régimen, hija, todavía estás a tiempo, al fin y al cabo eres una niña, luego te costará mucho más trabajo, hazme caso, por favor, Malena, vamos a un médico… Ella se había hecho la sueca, como siempre, pero no se había atrevido a pedir un helado de chocolate con trocitos de chocolate en cucurucho de chocolate, su favorito, porque la crisis materna parecía más profunda que otras veces. Y ahora estaba allí, sentada en el suelo del garaje de Milagros con las piernas estiradas, escrutando ansiosamente la dirección que tomaba la boquilla de la botella de cerveza, el signo de un azar que parecía haberse encoñado sin remedio con Andrés, aquella tarde.
Se detuvo una vez más a sus pies, y el corazón le dio un vuelco, porque le tocaba, esta vez le tenía que tocar, no había discusión posible. Las reglas del juego prohibían repetir beso, y Andrés ya había besado a las otras siete chicas de la pandilla, de la más guapa a la más fea, con la única excepción de Milagros, que era la novia de su hermano mellizo y hasta ahí podíamos llegar, así que ahora le tocaba a ella, sólo quedaba ella, y sin embargo, y sin ningún titubeo, él eligió a Silvia por segunda vez. Alguien protestó, es que ya no queda ninguna más, explicó él, claro, es verdad, los demás le dieron la razón y ella no se atrevió a decir nada, porque nadie la miraba, nadie la mencionaba, nadie parecía darse cuenta de que aún quedaba ella, intacta, sola, muda. Andrés tomó la mano de aquella escueta versión de tradicional calientapollas mística que tan locos parecía volverles a todos, y se la llevó a un rincón para besarla. Ella aprovechó la escena para escurrirse sin ser vista, y abandonó el garaje. Pasó toda la tarde mirando al río, sentada en una peña, meditando, y cuando llegó a casa, mucho antes de la hora límite, encontró a su madre en el porche, haciendo ese puzzle que no se acababa nunca. He decidido ponerme a régimen, mamá, dijo solamente. Ella le sonrió, la abrazó, y le habló bajito, ya verás como todo sale bien, ya lo verás, qué guapa te vas a poner, Malena…