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Así que por fin fui a Madrid con mamá, a ver a un médico, un endocrino muy joven que me miró a la cara con expresión de lástima y me lo dijo bien claro: mira, hija, tu problema es que eres una gorda congénita. Te voy a poner un régimen muy duro. Si lo haces a rajatabla, adelgazarás, y te quedarás con buen tipo, eso seguro. Pero tienes que cambiar de mentalidad, y de manera de vivir, porque no es que tengas un índice metabólico negativo. Es más bien que, prácticamente, tu organismo carece de metabolismo basal, reina, ya puedes ir haciéndote a la idea…

El mejor día era el domingo, porque incluía un tercio de Coca-Cola con un suizo relleno de jamón de York a media mañana, y medio tomate crudo, con un cuarto de pollo asado y una manzana de comida, no estaban mal los domingos, no. Pero los martes y los sábados sólo podía comer fruta, y de cena, todas las noches, verdura hervida sin sal de primer plato. Y sin embargo, lo hizo, cumplió con el régimen a rajatabla, sin flaquear jamás, y adelgazó, le costaba trabajo creérselo, pero estaba adelgazando, se pesaba todas las mañanas después de ducharse con un gel anticelulítico fabricado a base de algas que impregnaba su piel de un aroma apestoso, y cada día la aguja de la báscula tardaba un poco menos en detenerse sobre la cifra, cada día un poco más baja. Los demás aún no se daban mucha cuenta, todavía no, porque aún llevaba la misma ropa, los mismos vestidos de pre-mamá, los mismos bañadores de post-menopáusica, pero ella caminaba todas las tardes durante media hora, desafiando al sol más cruel, para acelerar el ritmo de la digestión, y se miraba desnuda en el espejo todas las noches, envolviéndose luego en la cortina de tela roja, brillante, ciñéndola a su cuerpo como si fuera un traje de noche para saborear una cintura inédita, una tripa que prometía volverse plana, unos pechos que destacaban por fin nítidamente sobre un estómago tras el que, con un poco de esfuerzo, podía vislumbrar hasta la silueta de sus propias costillas, esas tenaces desconocidas. Todo esto hacía, y se aguantaba el hambre, que no era insoportable, todavía no, porque aún estaba fresco en su memoria el último festín, la despedida, cuatro ensaimadas, dos tabletas de chocolate con leche y almendras, una lata de sardinas en tomate y medio bote de leche condensada, la descabellada merienda que se había zampado en veintiséis minutos exactos, justo la tarde previa al comienzo del régimen, después de que Andrés, tras recibir la noticia de su heroica decisión, le pagara con una novedad aún más sorprendente, el lunes me voy a la mili, ¿sabes?, a Ceuta, voluntario…

Al principio pensé que así sería mejor, porque cuando él volviera de la mili, yo ya estaría imponente, espléndida, hecha una sílfide, vamos. Porque… ¿quién habría podido suponer que él fuera a dedicarse a hacer el imbécil de esa manera? Y fue entonces, mientras Andrés estaba en el hospital, cuando empecé a pasar hambre, un hambre horrorosa, tremenda, mortal, aquello era el infierno, señor juez, el infierno, una tortura que nadie puede imaginar siquiera…

Bueno, la verdad es que sílfide, lo que se dice sílfide, no estuvo nunca. Delgada sí, pero siempre dentro de los límites tipológicos de la jamona nacional, estampa mediterránea, como un viejo anuncio de aceite de oliva. Y comprendió enseguida que aquello no tenía solución, porque no había transcurrido ni siquiera un año y medio desde el principio de su tormento cuando se atrevió a traspasar por fin las puertas del templo de la felicidad suprema, una boutique presidida por una gigantesca foto de Twiggy, el sofisticado calabozo donde escucharía nuevamente la sentencia a la que creía haber escapado para siempre, lo siento, pero no tenemos talla para ti…

El pavimento de la calle Serrano sobrevivía milagrosamente a la potencia de sus pisadas mientras ella se concentraba en invocar una muerte cruel, cualquier interminable agonía dolorosa, para la desteñida dependienta de talla 36 que se había atrevido a mirarla con cara de lástima. Mejor la lepra, pensaba, cuando el inconfundible aroma de los croissants recién hechos la paralizó en medio de la acera. Miró a su derecha para encontrar la esencia del bienestar resumida en una vitrina, el escaparate de una pastelería de lujo desde el que la virtud y el pecado, el infierno y la gloria, la tentaban con pareja insistencia. Ahora entro, y me compro una palmera glaseada, y voy, y me la como, se dijo, y no ocurrió nada. ¿A que entro, y me compro una palmera glaseada, y voy, y me la como?, repitió en voz baja, pero no se movió, se quedó parada en la acera, apurando el aroma de la mantequilla sobre el hojaldre recién tostado hasta que el hechizo se desvaneció por completo. Luego se metió en el metro y se marchó directamente a casa, muy satisfecha de sí misma, pensando en Andrés, saboreando de antemano el triunfo que algún día sería definitivo.

Quizá fue esa misma tarde cuando Milagros la llamó por teléfono para contarle con pelos y señales la tragedia del soldado voluntario. No te lo vas a creer, anunció antes de empezar, y la verdad es que a ella le costó trabajo aceptarlo, digerir la inconcebible hazaña de aquel idiota.

– Mira, hija, lo que pasó es que, por lo visto, cogieron a un novato, le desnudaron, le amarraron los brazos a una columna, y se lo dijeron allí mismo, hasta que no te empalmes, no te soltamos, rico… Pero como Andrés es gilipollas perdido, por mucho que te guste, Malena, y aunque vaya a ser mi cuñado, es que ese chaval es gilipollas, en serio, pues no se le ocurrió otra cosa mejor que dejar al tío calzado y con los pies libres, total, que cuando se acercó un poco, el otro le arreó una patada en el hígado con la bota reglamentaria que le tiró al suelo… Bueno, al suelo no, porque le paró el mango de una fregona, que se le clavó en la espalda. Cayó de lado, se le disparó la pistola y se hirió en el pecho. Está en un hospital militar, medio muerto. Si sale, tiene para largo…

Cuando colgó el teléfono, bajó corriendo a la calle y se compró una palmera glaseada en la panadería de la esquina. La engulló en tres mordiscos y se echó a llorar.

Y yo no sé por qué, no entiendo lo que me pasaba, pero a medida que aquel cretino se iba enredando en todas las estupideces posibles, yo tenía cada vez más hambre, y no podía comer, no podía, ¿comprende usted?, hasta que él volviera, y no volvía, estaba demasiado ocupado en trabajarse el Guiness, el récord de individuo más tonto de todos los tiempos, fue entonces cuando empecé con lo de las manías sustitutorias, es difícil de explicar, usted a lo mejor no lo entiende, pero yo me consolaba…

Andrés no murió. Salió del hospital bastante mal parado, con un eterno programa de rehabilitación por delante, pero vivo. Mientras tanto, ella había empezado ya a asignar un sabor y un olor determinados a cada persona, y se esforzaba por recordarlos con precisión cada vez que se tropezaba con cualquiera de sus portadores. Su madre sabía a tarta de limón con merengue tostado por encima, su padre a callos recién hechos y un poco picantes, su hermano mayor a besugo asado a la espalda, con mucho ajo… La ilusión se suspendía solamente los martes y los sábados a la hora de comer, porque ella había conservado el hábito de tomar solamente fruta durante esos días y, sobre todo en invierno, cuando no había más que naranjas, mandarinas, peras y manzanas -los plátanos y las uvas engordan-, era demasiado duro masticar la pulpa aburrida y fría, estando rodeada de un festín viviente.

No engordaba o, si acaso, lo hacía muy lenta, imperceptiblemente. Empezó la carrera y empezó a obtener ciertos frutos de su perseverancia. Al principio estaba muy sorprendida, porque ella seguía viéndose a sí misma como una chica gorda, poco atractiva, la virgen de la botella todavía, pero con el tiempo y la terquedad de las miradas masculinas, se acabó acostumbrando a formar parte de la nómina de las alumnas académicamente deseables, y algunas de sus compañeras empezaron a chismorrear que sacaba buenas notas solamente porque era guapa. La verdad es que a ella le daba igual lo que contaran, porque al fin y al cabo nadie podría decir jamás que su belleza no tenía mérito.

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