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– Claro. ¡Serafín, trae la furgoneta! Balbino se va a llevar los restos.

– Los restos no, señorita. Yo solamente a éste. Yo, al asesino de mi primo, no me lo llevo.

– Oye, Matías, lo siento mucho. De verdad. No habría querido molestar a tu padre por nada del mundo.

– Déjelo estar, doctora.

– Pero es que, hace ya tantos años… Ni siquiera es para tanto, ¿no?

– Si es que no es eso, doctora, no es eso…

– Entonces, ¿qué es?

– Es que ella…, la chica… era retrasada mental. No subnormal del todo, pero un poco tarda, ¿comprende?

– ¿Y?

– Y además, no fue Orencio quien la mató. Ella vino aquí en su busca, eso sí, pero él ni siquiera llegó a verla.

– ¿Y tú cómo lo sabes?

– Orencio no tenía una herida en el brazo, doctora, sino en la pierna. Una bala le había atravesado el muslo de punta a punta, muy cerca de la ingle. No se puede andar con una herida así.

– Pero tu padre…

– Mi padre no lo sabía, doctora, nadie lo supo hasta después, cuando el Victoriano y los otros contaron la verdad. El hombre aquel mintió, mintió en eso y en muchas otras cosas. A la mañana siguiente, su viuda, ¿sabe usted?, salió para ir a misa con una blusa verde. Dijo que se había quitado el luto porque su hija ya descansaba en paz, el asesino ya había muerto. Pero deberías llevarlo por tu marido, le dijeron. Y ella contestó que era por su marido por quien se lo había quitado.

– ¡Qué barbaridad!

– Pues sí, pero eso contó la mujer, y las vecinas murmuraron que no era la primera vez que él abusaba de la chica, ellos sabrían… Pero no le diga nunca a mi padre que se lo he contado, por favor se lo pido. No ha vuelto a dormir bien desde entonces, y hoy ha perdido su última oportunidad, ya lo ha visto… No ha querido hablar, le meterán en la tumba convencido de que fue él, y nadie más que él, quien mató a su primo Orencio.

Y luego hubo que aguantar a la Gregoria, claro, a la Gregoria dándose pisto de que ella lo sabía todo, que si esto, que si lo otro, mal rayo la parta, maldita sea, si es que la doctora parece tonta de puro buena, que la ha echado ya media docena de veces desde que estoy yo aquí y luego se arrepiente siempre… Orencio, me contó Gregoria que se llamaba, y me dijo que era un violador y que por eso había matado al otro que estaba con él en la misma fosa. Ahí metí la pata yo, hasta el fondo metí la pata, porque estaba muy nerviosa y me dio por decir que no, que él no podía ser un violador, que de ninguna manera, y Gregoria me miró raro, pero luego, como ella también se debe de pensar que estoy loca, pues se largó, y nos dejó en paz sin decirle nada a Migue, menos mal que ella no se enteró de nada… Pero, si es que era verdad, ¿cómo iba a ser un criminal ese bendito, si a ella le cambiaba la cara sólo con verle aparecer por la puerta? ¿Cómo iba a haber matado a nadie, si entre todo el mundo, y teniéndome a mí, que hay que ver cómo estoy todavía, que me lo dice el doctor cada vez que me lo encuentro, tan a mano, había elegido precisamente a la infeliz de Migue, que además de mongólica es ya casi cuarentona? No puede ser, no, es imposible, y además, pensé luego, si le da por violar también a Miguela, pues mejor, y eso que se llevará puesta la criatura, que me da a mí que ella nunca… Pero, qué va, si no tenía ni carne en la cara… ¿la va a tener ahí?, pues no, ya se ve clarísimo que no… El caso es que dejó de aparecerse desde aquel día, cuando le sacaron del jardín, ya no volvió más, y Migue se quedó como muerta, igual que una muerta se me quedó, que no quería comer, ni dormir, ni salir fuera, todo el día mirando a la ventana estaba, con el espejo en la mano, y hacíamos de todo para intentar entretenerla, pero nada, que ni los dibujos animados de la tele le gustaban ya, con lo que reía antes con ellos, y yo una vez hasta le quité la estrella del cuello, me lo pidió la doctora, que se la quitara para ver lo que pasaba, y ni protestó siquiera… Entonces me dio por llamarle, ahora que sabía su nombre le llamaba a todas horas, Orencio, ¿dónde estás?, Orencio, vuelve. Me recorrí la casa de arriba abajo, llamándole, buscándole, pero no le encontré, no volvió, y lo de Migue fue de mal en peor. Irascible dijeron que se había vuelto, inestable y violenta, le venían ataques, gritaba y le daba por romperlo todo, de repente, y luego era como si se muriera otra vez, quieta y sola, como sola por dentro. Nadie se explicaba lo que le pasaba, pero yo sí, yo lo sabía, que se miraba en el espejo y el cristal ya sólo la reflejaba tal cual era, y se tocaba los párpados y los tenía tirantes, y se miraba en el espejo y los veía tirantes también, y no podía soportarlo, no podía, porque ella quería ser guapa, quería ser lista otra vez, reírse con su otra risa, acariciar su otra cara, sus ojos redondos, pero era imposible, porque él ya no la miraba, él ya no estaba ahí para mirarla… Y no sé cómo no se me ocurrió, cómo no adiviné lo que iba a pasar, porque la culpa fue mía, solamente mía, yo había estado con ella toda la mañana, yo la vi mirarse en el espejo y ponerse cada vez peor, más triste, más furiosa, tiró el espejo al suelo y no hice nada, apenas chillarla, regañarla como una imbécil que soy, y luego llegué tarde, la vi recoger el pedazo más grande y mirar el filo con ojos de loca, y no hice nada, pasó un dedo por el canto y se hizo sangre, pero yo no adiviné, no fui capaz de evitarlo, y cuando quise ya era tarde, cuando pude correr ella ya se había rajado los párpados con aquel maldito espejo, ya tenía dos rayitas rojas sobre las mejillas, como esas que se pintan los payasos, y los ojos rotos, rotos, pero no redondos…

– ¿Cómo está, cómo está Miguela, doctora?

– En general, muy bien. Pero ha perdido la visión… en los dos ojos.

– ¿Ciega? ¡Ay, Dios mío, Dios mío! Y es todo culpa mía, culpa mía, que no sirvo para nada, maldita sea, si todo lo que toco se estropea…

– Vamos, Queti, no te pongas así, mujer. Esto no es culpa de nadie.

– Sí, es culpa mía, que se me mueren todos mis hijos, como Rafa, que me pedía dinero y yo se lo daba, se lo daba a escondidas para que estuviera contento, y lo estaba matando, ¿sabe?, lo maté yo, con mi dinero.

– No digas eso, Queti, por favor, no vuelvas a decirlo nunca más. Gracias, Fernando… Mira, el doctor te ha traído una tila. Tómatela, anda.

– No la quiero.

– Sí la quieres y te la vas a beber. Mira, Queti, nadie sabe lo que pasó por la cabeza de Miguela cuando se hirió con el espejo, yo no lo sé, tú no lo sabes, y no lo sabe nadie, ¿entiendes? Y ahora es cuando tienes que demostrarle que la quieres, ahora vamos a tener que ayudarla entre todos, habrá que darle de comer, vestirla y desnudarla, consolarla y entretenerla, porque no se la puede enseñar, como a otros ciegos, así, con su síndrome y tan mayor, nunca aprendería…

En eso tuvo razón la doctora, ¿ves?, más razón que un santo tuvo, porque Miguela no aprendió, no le dio la gana de aprender a hacer nada, era lo mismo que regar una planta, yo la vestía, la daba de desayunar, la sacaba de paseo, y ella, ¡hala!, tan contenta o tan triste, que de las dos maneras se puede decir, porque le daba lo mismo ocho que ochenta, carne o pescado, que la lavara o no, ya todo le daba igual, vivir o morirse. ¡Y el Orencio en Babia! Eso era lo que más rabia me daba, que seguía en Babia el tío, sin asomar una punta por ninguna parte. Yo al principio todavía tuve esperanzas, si antes era capaz de volverla normal, pensaba, ahora podrá arreglarle lo de los ojos, es que era lo mínimo, vamos, porque yo estaba segura de que se había rajado los párpados para ver si se le volvían flojos, lisos, pues claro, igual que una tela, debió de pensar ella, si se me aflojan los párpados, se me agrandan los ojos, y si vuelvo a tener los ojos grandes, él volverá, eso debió de pensar Migue, con la pizca de seso que tenía, pero qué va, si todos los hombres son iguales, eso va a misa, todos iguales, a ver si no, y además, las cosas no son lo mismo del derecho que del revés, y los milagros, que no existen, pues no te digo ya cómo son, que uno no puede hacerlos así, cuando le viene en gana… Lo que pasa es que a mí se me encogía el corazón sólo de verla, cada vez más delgadita, con esas gafas de plástico negro que la pusieron, que parecía que iba a vender los veinte iguales cualquier tarde, pobrecita, si es que no había derecho, jolín, que no había derecho, que el Orencio era un cabrón, que para qué la había mimado tanto, a ver, tantos besos y tanta leche, si ella de mongólica no estaba mal, si había sido así toda su vida, no conocía otra cosa, pobre Migue. ¡Pues para dejarla tirada después!, ¿para qué iba a ser si no?, para eso la había enamorado el Orencio, las cosas como son, y los hombres, todos, una partida de cabrones, vivos o muertos, que lo mismo da. Así pensaba yo, con el cariño que había llegado a cogerle antes, fíjate, que ya hasta le perdonaba toda la mugre que llevaba encima, pero es que a lo mejor no podía venir, como ya no estaba enterrado en el jardín de casa… Total, que aquella tarde yo ya no sabía qué pensar, pero eso sí, cuando Gregoria anunció que nos íbamos al pueblo de paseo, que había fiestas, dije que yo a Migue me la llevaba y me la llevé. Lo que son las cosas, ¿por qué me pondría yo tan pesada esa tarde?, vete a saber, si a ella ni siquiera le apetecía, pero yo me empeñé, y buena soy yo cuando me empeño… Estaba raro el aire aquella tarde. Yo me di cuenta nada más salir, nunca me había pasado nada parecido, y Migue también lo notó, se puso más tiesa, como si le volvieran las ganas de repente, no sé lo que era, no lo sé, como no me lo explico todavía, yo lo digo así, que estaba raro el aire. El paseo fue bien, me aguantó el paso a pie firme, oye, no se quejó pero es que nada, y ya me figuraba yo que el cabrón ese andaba por ahí, porque a mitad de la cuesta Migue empezó a tocarse la estrella, a jugar con ella, como antes. Pasamos al lado de la iglesia y empezó a oler a churros, sonaba la música, creo que fue entonces cuando vi una mancha roja con el rabillo del ojo, sólo una mancha al principio, y no quise mirar aunque Miguela me tiraba del brazo cada vez más fuerte, hasta que volví la cabeza y le vi, claro, a Orencio, a quién si no, sujetando una bandera, de pie en la tapia del cementerio, con dos o tres desharrapados más. Y ella también le vio, y empezó a dar gritos de esos que daba cuando se ponía contenta, y a saltar encima de la acera como una condenada, ciega y todo, hay que ver, yo no me lo explico, que con los ojos rotos le viera Migue y los demás ni siquiera se enteraran. El doctor Salgado se me acercó, ¿qué le pasa a Miguela?, dijo, yo me quedé muy sorprendida, ¿pero es que usted no lo ve?, contesté, y él me miró raro, entonces comprendí que a Orencio sólo le veíamos nosotras dos y le dije al doctor que si no veía que estaba contenta, nada más. Me dio mucho apuro, porque, claro, era una situación muy comprometida, y al final le pedí al doctor que se adelantaran, no sólo por no quitarle a Migue el gusto de verle, porque desde luego le veía, no sé cómo, pero le veía, sino porque, además, me di cuenta de que no iba a poder llevármela de allí ni queriendo. Sólo cuando los otros ya se habían alejado unos pasos, me atreví a echarme a Orencio a la cara, le miré a los ojos y fue como si me hablara, lo que son las cosas, no movió los labios y, sin embargo, yo sentí que me hablaba, y no llegué a contestar, pero apenas había decidido que le iba a decir que no, que de ninguna manera, cuando me lo pidió otra vez, y miré a Miguela, como él me dijo, y estaba contenta, tan contenta que yo nunca la había visto así, y entonces pensé que a lo mejor él tenía razón, porque mongólica, y ciega, y tan triste… Ahora, que al que algo quiere, algo le cuesta, pensé, para que él me oyera, así, sin hablar, y en aquel momento hicimos el trato, bueno, yo siempre creí que habíamos hecho un trato, aunque él ni asintió con la cabeza ni nada, y miré a Miguela otra vez, para darme fuerzas, y la escuché reír con su risa de mujer de mundo, y cuando apareció el camión a lo lejos, la besé en la frente para despedirme, ella no se dio ni cuenta, y luego, mientras aquella mole blanca venía hacia nosotras cada vez más deprisa, esperé sólo un instante, Orencio levantó enseguida la bandera, entonces la empujé. Yo creía que no iba a poder, pero no me costó trabajo, ya ves, las dieciséis ruedas le pasaron por encima antes de que quisiera darse cuenta. Murió sin ningún dolor, en el acto, según dijo la doctora…

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