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En aquellas semanas de otoño, los dos descubrieron la excitación dulce y cálida que nacía de acariciar una mejilla y pasear juntos; de besar unos labios y ver una película; de leer poesía y tomar un café con leche; de musitarse palabras de amor y perseguirse corriendo por un parque. Se querían y por ello cualquier mirada, cualquier palabra que venía del otro tenía la prodigiosa virtud de convertirlos en inmensamente felices.

Terminó el otoño y llegó un invierno frío y destemplado, que no preocupó a los enamorados, porque les proporcionaba la excusa perfecta para apretarse más el uno contra el otro y comunicarse un calor que nacía de lo más profundo de su corazón. De esta manera, cuando las hojas cobrizas de los árboles fueron sustituidas por el blanco lechoso de la nieve, disfrutaron de un nuevo escenario para su querer.

Sólo la Navidad se convirtió en un breve obstáculo. Rose siempre la había vivido con su familia, disfrutándola, mientras que Eric la había pasado al lado de su tía, pensando siempre en cómo habría sido de contar con unos padres, como tenían todos sus compañeros. Aquel año de 1937, los dos habrían ansiado vivir unas Navidades distintas, aunque lo único diferente en realidad se hubiera reducido al hecho de estar juntos. Sin embargo, no fue posible y, mientras la muchacha se quedaba en Viena, el estudiante partió hacia su pueblo.

Los días de vacaciones les resultaron, al revés que otros años, largos, aburridos y, sobre todo, solitarios. A Rose no le apetecía salir de su casa, donde se pasaba las horas escuchando música en el gramófono o en la radio, al tiempo que veía una y otra vez los dibujos que le había dado Eric. Por su parte, el muchacho -privado de la posibilidad de llamar por teléfono a Rose, ya que su tía carecía del dinero indispensable para costear tan avanzado aparato- apenas salió a pasear por un campo que siempre le había resultado entrañable y que ahora se había convertido en solitario e inhóspito.

Mientras que Rose no deseaba pasar por aquellas partes de la ciudad que había recorrido acompañada de Eric, éste contemplaba los lápices, las carpetas y las plumillas que había utilizado para dibujarla y se sentía preso de una insoportable melancolía. Día a día, sin darse cuenta de ello, se les había hecho más necesario compartir cada momento y ahora, separados por unas vacaciones que todos sus compañeros hubieran deseado más largas, sólo ansiaban que llegara el momento en que tendrían que regresar a la Academia de Bellas Artes y podrían verse de nuevo.

Volvieron a encontrarse cuando el paro seguía aumentando en Austria y millares de familias no tenían ni pan ni lumbre en sus casas, cuando España entraba en su tercer año de despiadada guerra civil, cuando Stalin enviaba a centenares de miles de inocentes a morir en los campos de concentración de la Unión Soviética, cuando Hitler proseguía con su amenazador programa de rearme y cuando las democracias pensaban que la mejor manera de enfrentarse al terror era dialogar con él y realizar concesiones. Sin embargo, nada de aquello importaba a Rose y a Eric porque nunca hubieran pensado que la gran Historia pudiera desviar el rumbo marcado por sus corazones.

Entonces, a mediados de enero, aquella pareja dichosa, amante del arte y despreocupada, recordó que tenía un buen amigo en un escritor llamado Karl Lebendig y decidió visitarlo, porque, siquiera en el fondo, sabía que su amor debía mucho a su intervención. No se trató de una decisión meditada. Por el contrario, obedeció no poco a la casualidad. Caminaban desde la Academia de Bellas Artes hasta la casa de Rose cuando, sin reparar en ello, dejaron el camino por el que iban y, mientras Eric hablaba del uso del color en Miguel Ángel y Rose alegaba que prefería su tratamiento de los espacios, se desviaron por otra calle. Apenas habían recorrido unos metros cuando Rose dijo:

– ¿No vive cerca de aquí Lebendig?

Eric apartó la mirada y se dio cuenta en ese momento de dónde se encontraba. Era en efecto la calle que en las últimas semanas había visitado únicamente para que el escritor le proporcionara las poesías destinadas a Rose.

– Sí… -dijo Eric, espantado por primera vez ante la idea de que alguna vez la muchacha pudiera descubrir que no era el autor de aquellas líneas que tanto le gustaban.

– Podríamos visitarlo -dijo Rose súbitamente animada.

– No sé… -comentó desangelado el estudiante-. No sé yo si es correcto, y más sin avisarle antes.

– Bueno, no se trata de que nos invitemos a comer… Sólo subimos y le saludamos y, si no le molesta, nos quedamos un ratito nada más.

De buena gana, Eric habría torcido la primera esquina y se habría alejado lo más rápidamente posible de aquella calle. Sin embargo, no deseaba contradecir a Rose. En realidad, sentía un especial gusto cuando la complacía en cosas pequeñas, y se había acostumbrado a pasear por los lugares que ella deseaba, a sentarse en los cafés que le agradaban y a escuchar las piezas que le atraían. Se reflejaba tanta alegría en el rostro de la muchacha en esos momentos que Eric no lamentaba tragarse románticas películas americanas, comer apfelstrudel o pasear inacabablemente por el Ring. Todo lo contrario. Su sonrisa le compensaba; pero ¿qué sucedería si llegaba a averiguar quién era el verdadero autor de los versos?

Cogido de la mano de Rose y sumido en los más negros pensamientos, llegó hasta el portal de la casa de Lebendig. Una vez allí, cruzaron el umbral y alcanzaron la portería. Luego torcieron a la derecha y comenzaron a subir las escaleras.

– ¿El portero de esta casa es comunista? -preguntó Rose.

– No tengo ni idea -respondió sorprendido Eric-. ¿Por qué lo dices?

– Tiene colgada una bandera roja con la hoz y el martillo dentro de la portería -respondió Rose- y no creo que sea por razones artísticas…

Eric desanduvo los peldaños y dirigió la mirada hacia la taquilla. La puerta estaba dividida en dos partes, de las que la inferior permanecía cerrada, mientras que la de arriba estaba abierta hacia dentro, permitiendo ver el respaldo de una silla y un trozo de muro. En éste, efectivamente, se podía distinguir parte de una bandera roja en la que casi destellaban una hoz y un martillo cruzados.

– ¿Es ésa la bandera comunista? -preguntó Eric.

– La de la Unión Soviética -dijo Rose-, pero como todos los comunistas están convencidos de que es su patria…

El muchacho guardó silencio. Nunca le había interesado la política y tenía dificultades para entender las diferencias entre algunos grupos. Por ejemplo, nunca había conseguido comprender los distintos socialismos. Los miembros del partido socialista -muy pocos desde hacía ya tiempo- decían que eran los únicos defensores de aquella doctrina política. Hasta ahí bien, pero es que también lo afirmaban los comunistas, que además insistían en que el socialismo sólo se estaba llevando a la práctica en Rusia. Por si hubiera poca confusión, los seguidores de Hitler también se presentaban como socialistas, aunque insistían en que su socialismo era nacional. Por lo visto, el portero creía que el socialismo bueno era el ruso.

– Mi padre tiene una pésima opinión de los comunistas -dijo Rose, mientras reemprendían la subida-. No para de decir que en Rusia asesinaron al zar y a su familia, que cierran iglesias, que asesinan a gente inocente…

– Ya, ¿y tú qué piensas? -preguntó Eric.

La muchacha no respondió. Acababa de llegar ante la puerta de Lebendig y de tocar el timbre. El sonido no se había aún extinguido cuando la hoja de madera se abrió.

– ¡Rose! ¡Y Eric! -dijo Lebendig con aquella sonrisa tan especial que le caracterizaba-. ¿Qué hacéis por aquí?

– Paseábamos cerca… -comenzó a decir Eric con un tonillo de excusa.

– … y decidisteis venir a verme -concluyó Lebendig-. Muy bien, muy bien. Me parece estupendo, pero no os quedéis ahí parados. ¡Pasad! ¡Pasad!

Los muchachos obedecieron la invitación del escritor e inmediatamente percibieron un aroma delicado que procedía de la cocina.

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