Литмир - Электронная Библиотека

Cuando le conté a don Juan la dificultad de encontrar un profesor con quien trabajar, su reacción fue, a mi parecer, violenta. Dijo que era un verdadero pedo y cosas peores. Me dijo lo que ya sabía; que si no fuera tan tieso podría trabajar a gusto con cualquiera en el mundo académico o en el mundo de los negocios.

– Los guerreros-viajeros no se quejan -prosiguió don Juan-. Toman todo lo que les da el infinito como desafío. Un desafío es eso, un desafío. No es personal. No puede interpretarse como maldición o bendición. Un guerrero-viajero o gana el desafío o el desafío acaba con él. Es mucho más excitante ganar, así es que ¡gana!

Le dije que era facilísimo que él lo dijera, pero que llevarlo a cabo era otro asunto y que mis tribulaciones eran insolubles porque se originaban en la incapacidad por parte de mis congéneres de ser consistentes.

– Los que te rodean no tienen la culpa -me dijo-. No tienen otra salida. La culpa es tuya, porque puedes contenerte, pero insistes en juzgarlos, desde un profundo nivel de silencio. Cualquier idiota puede juzgar. Si los juzgas, sólo puedes recibir lo peor de ellos. Todos nosotros como seres humanos estamos presos y es esa prisión la que nos hace comportarnos de tan mísera manera. Tu desafío es de aceptar a la gente como es. ¡Déjalos en paz!

– Está usted totalmente equivocado esta vez, don Juan -le dije-. Créame, no tengo ningún interés en juzgarlos o en involucrarme con ellos de ninguna manera.

– Pero sí comprendes lo que te estoy diciendo -insistió con determinación-. Si no eres consciente de que quieres juzgarlos -continuó-, estás en peor estado de lo que me imaginaba. Ésa es la falla del guerrero-viajero cuando empieza a emprender su viaje. Se pone arrogante, fuera de quicio.

Tuve que admitir que mis quejas eran de una mezquindad extrema. Eso, por lo menos, lo sabía. Le dije que me enfrentaba con sucesos cotidianos, sucesos que tenían la característica nefaria de quitarme toda mi decisión, y que me daba vergüenza contarle a él los acontecimientos que tanto me pesaban.

– Ya -me dijo en tono urgente-. ¡Dilo! No andes con secretos conmigo. Soy un tubo vacío. Lo que me digas saldrá directamente al infinito.

– Lo único que traigo son míseras quejas -le dije-. Soy exactamente como la gente que conozco. No hay manera de hablarle a ninguno sin oír una queja abierta o velada.

Le conté a don Juan la manera en que el diálogo más sencillo mis amigos hacían por introducir innumerables quejas como en este diálogo:

– ¿Cómo te va, Jim?

– Oh, bien, bien, Cal -seguido por un larguísimo silencio.

Me sentía obligado a decir:

– Pero, ¿te pasa algo, Jim?

– ¡No! Todo está de maravilla. Tengo un problemita con Mel, pero ya sabes cómo es de egoísta, una mierda. Pero hay que aceptar a los amigos tal como son, ¿no? Claro que podría ser un poco más considerado. Pero qué carajo, así es. Siempre te echa la carga encima: acéptame o déjame. Lo ha hecho desde que teníamos doce años, así es que es culpa mía. ¿Por qué carajo lo tengo que aguantar?

– Bueno, tienes razón, Jim. Sabes, Mel es muy difícil, no cabe duda.

– Pero hablando de jodidos, tú le puedes dar lecciones a Mel, Cal. Nunca puedo contar contigo, etc., etc.

Otro diálogo clásico era:

– ¿Cómo te va, Alex? ¿Cómo te va en tu vida matrimonial?

– Oh, muy bien. Por primera vez, estoy comiendo a tiempo, como comida casera, pero estoy engordando. No hago nada más que ver la tele. Antes parrandeaba con ustedes, pero ahora no puedo. No me deja Teresa. Claro que podría decirle que se vaya al carajo, pero no quiero herirla. Me siento feliz, pero a la vez, miserable.

Y Alex había sido el tipo más miserable antes de casarse. Su chiste clásico era decirles a sus amigos cada vez que nos veía:

– Oye, ven a mi auto, quiero presentarte a mi perra puta.

Estaba encantado cuando nuestras expectativas se fueron por los suelos y vimos que lo que traía en su coche era una perra. Presentaba a su «perra puta» a todos sus amigos. Nos asombramos cuando se casó con Teresa, una atleta de maratón. Se habían conocido en un maratón cuando Alex se desmayó. Estaban en la montaña y Teresa tuvo que revivirlo como podía, y le echó una meada en la cara. Después de eso, Alex era su prisionero. Había marcado su territorio. Sus amigos le decían «mamón meado». Sus amigos creían que era una verdadera perra que había convertido al raro de Alex en un perro gordo.

Don Juan y yo nos reímos un rato. Entonces me miró con una expresión seria.

– Éstos son los vaivenes de la vida cotidiana -dijo don Juan-. Ganas y pierdes, y no sabes cuándo ganas y cuándo pierdes. Éste es el precio que se paga por vivir bajo el domino del auto-reflejo. No hay nada que te pueda decir, y no hay nada que puedas decirte a ti mismo. Sólo te recomiendo que no te sientas culpable porque eres un culo, pero que trates de terminar con el dominio del auto-reflejo. Regresa a la universidad. No te des por vencido todavía.

Mi interés en quedarme en el mundo académico declinó más y más. Empecé a vivir en piloto automático. Me sentía pesado, deprimido. Sin embargo, eso no afectaba mi mente. No hacía cálculos y no tenía metas o expectativas de ninguna índole. Mis pensamientos no eran obsesivos, pero sí mis sentimientos. Traté de conceptualizar la dicotomía entre la mente quieta y los sentimientos alborotados. Fue que con este ánimo de un vacío mental y sentimientos abrumados que salí un día de Haines Hall, donde se encontraba el departamento de antropología, camino de la cafetería, a almorzar.

De pronto me acosó algo que sacudió todo mi cuerpo. Pensé que me iba a desmayar y me senté en unos escalones de ladrillo. Delante de mí, vi unas manchas amarillas. Tenía la sensación de que estaba girando. De seguro, pensé, voy a enfermarme del estómago. Se me borró la vista hasta que no pude ver nada. Mi incomodidad física fue tan total y tan intensa que no daba lugar a ningún pensamiento. Sólo sentía sensaciones de terror y ansiedad mezcladas con alegría y un sentimiento de que estaba al borde de un suceso gigantesco. Eran sensaciones sin contrapunto de pensamiento. En un momento dado, no supe si estaba de pie o sentado. Estaba rodeado de la negrura más impenetrable que se pudiera imaginar, y entonces vi energía tal como fluye en el universo.

Vi una sucesión de esferas luminosas que caminaban hacia mí o que se alejaban de mí. Las vi, una por una tal como me había dicho don Juan que siempre se ven. Sabía que se trataba de individuos diferentes por los tamaños. Examiné los detalles de sus estructuras. Su luminosidad y su redondez consistía en fibras que estaban pegadas una a la otra. Eran delgadas y gruesas. Cada una de estas figuras luminosas tenía encima una cobertura gruesa y lanosa. Parecían extraños animales peludos y luminosos, o gigantes insectos redondos cubiertos de pelo luminoso.

Lo más asombroso es que me di cuenta de que había visto estos insectos peludos toda mi vida. Cada ocasión que don Juan deliberadamente me hizo verlos, se me hizo en aquel momento, como un desvío que había tomado con él. Recordé cada instancia en que me había ayudado a ver a la gente como esferas luminosas, y todas esas instancias se apartaban de la masa de ver, a lo que ahora tenía acceso. Supe entonces, sin duda alguna, que había percibido energía tal como fluye en el universo, toda mi vida, yo solo, sin la ayuda de nadie.

Tal comprensión me abrumó. Me sentí frágil, vulnerable. Busqué acobijarme, esconderme en alguna parte. Era exactamente como uno de esos sueños que todos tenemos en un momento u otro en que nos encontramos desnudos y no sabemos qué hacer. Me sentía más que desnudo; me sentía desamparado, débil y aterrado de regresar a mi estado normal. De manera vaga sentí que estaba acostado. Me esforcé para regresar a la normalidad. Concebí la idea de que me iba a encontrar tirado sobre un camino de ladrillo, en estado convulsivo, rodeado de una rueda de espectadores.

49
{"b":"125175","o":1}