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– ¿Qué quiere usted que haga, don Juan? -pregunté.

– Tienes que viajar deliberadamente por el oscuro mar de la conciencia -contestó-, pero nunca sabrás cómo se hace. Vamos a decir que lo hace el silencio interno, siguiendo caminos inexplicables, caminos que no pueden ser comprendidos, sino sólo practicados.

Don Juan hizo que me sentara en la cama y adoptara la postura que traía el silencio interno. El tomar esa postura siempre aseguraba que me durmiera en seguida. Sin embargo, cuando estaba don Juan, su presencia me imposibilitaba dormir; por el contrario, entraba en un estado de completa quietud. Esta vez, después de un instante de silencio, me encontré caminando. Don Juan me guiaba, llevándome del brazo mientras caminábamos.

Ya no estábamos en su casa; caminábamos por un pueblo yaqui donde nunca había estado. Sabía que existía el pueblo; había estado en sus alrededores muchísimas veces, pero había tenido que alejarme por la hostilidad tan aparente de la gente que lo rodeaba. Era un pueblo donde resultaba imposible que entrara un extraño. Los únicos que tenían acceso libre a este pueblo y que no eran yaquis eran los supervisores del banco federal, simplemente porque eran los que les compraban las cosechas a los agricultores yaquis. Las negociaciones interminables de los agricultores yaquis giraban alrededor de conseguir dinero por adelantado de los bancos sobre la base de futuras cosechas, un proceso de cuasi-especulación.

Reconocí instantáneamente el pueblo a través de las descripciones de la gente que allí había estado. Como para acrecentar mi asombro, don Juan me dijo al oído que estábamos en ese pueblo yaqui. Quería preguntarle cómo habíamos llegado allí, pero no podía articular mis palabras. Había un gran número de indios hablando en voces alteradas; el enojo se acrecentaba. No entendía ni pizca de lo que estaban diciendo, pero al momento que concebía yo un pensamiento algo se aclaraba. Era como si se esparciera más luz sobre la escena. Las cosas se definieron y se ordenaron, y comprendí lo que decía la gente aunque no sabía cómo; no hablaba su idioma. Las palabras me eran comprensibles sin ninguna duda, no una por una, sino en unidades, como si mi mente pudiera recoger esquemas totales de pensamiento.

Podría decir con toda sinceridad que tuve el susto de mi vida, no tanto porque comprendiera lo que decían, sino por lo que estaban diciendo. Esta gente era de veras belicosa. De ninguna manera podían considerarse hombres occidentales. Sus propósitos eran conflictivos, de tácticas de guerra, de estrategia. Estaban midiendo su fuerza, sus recursos de ataque, y lamentando que no tenían la potencia de atacar. Sentí en mi cuerpo la angustia de su impotencia. Contaban sólo con piedras y palos para luchar contra armas de alta tecnología. Lamentaban el hecho de carecer de líderes. Codiciaban más de lo que pudiera uno imaginar la presencia de un luchador carismático que pudiera unirlos.

Oí entonces la voz del cinismo; uno de ellos expresó una idea que devastó a todos de igual manera, a mí también porque parecía yo ser parte indivisible de ellos. Dijo que estaban vencidos sin salvación alguna, porque si en un momento debido cualquiera de ellos tuviera el carisma de levantarse y unirlos, sería traicionado a causa de la envidia, los celos y los malos sentimientos.

Quería hacerle un comentario a don Juan sobre lo que me sucedía, pero no podía articular una sola palabra. Don Juan era el único que podía hablar.

– El ser mezquino no se limita a los yaquis -me dijo al oído-. Es una condición en que está atrapado el ser humano, una condición que ni siquiera es humana, sino que se impone desde afuera.

Sentía que la boca se me abría y cerraba involuntariamente al esforzarme, desesperadamente, a hacer una pregunta que ni siquiera podía concebir. Mi mente estaba vacía, sin pensamiento alguno. Don Juan y yo estábamos en medio de una rueda de gente, pero ninguno de ellos se había percatado de nosotros. No noté ningún movimiento, reacción o mirada furtiva que indicara que estaban conscientes de nosotros.

Un instante después, me encontré en un pueblo mexicano construido alrededor de una estación de ferrocarril, un pueblo que quedaba aproximadamente a dos kilómetros de donde vivía don Juan. Estábamos don Juan y yo en medio de la calle junto al banco del gobierno. Inmediatamente después, vi una de las cosas más extrañas que atestigüé en el mundo de don Juan. Veía energía tal como fluye en el universo, pero no veía a los seres humanos como gotas de energía esféricas o alargadas. La gente que me rodeaba eran, por un instante, seres normales de la vida cotidiana, y un instante después, eran criaturas extrañas. Era como si la bola de energía que somos fuera transparente; un halo rodeando un núcleo como de insecto. Este núcleo no tenía forma de primate. No había esqueleto, no estaba viendo a la gente como si tuviera visión de rayos equis que penetra el núcleo hasta el hueso. En el corazón-núcleo de esta gente, había más bien formas geométricas de lo que parecían ser vibraciones duras de materia. Ese núcleo era como las letras del alfabeto; una T mayúscula parecía ser el soporte principal. Una gruesa letra L invertida, estaba suspendida delante de la T; la letra griega, delta, llegaba casi hasta el piso, y estaba al final de la barra vertical de la T, y parecía ser el soporte para la estructura entera. Encima de la letra T, vi una hebra como de cuerda, de unos tres centímetros de grosor; pasaba por encima de la esfera luminosa, como si lo que estaba viendo fuera una cuenta gigantesca que colgaba desde arriba como un colgante de piedras preciosas.

Una vez, don Juan me había presentado una metáfora para describir la unión energética entre hebras de seres humanos. Dijo que los chamanes del México antiguo describían estas hebras como una cortina hecha de cuentas ensartadas en un hilo. Había tomado esta descripción literalmente, y pensaba que el hilo pasaba por la conglomeración de campos energéticos que es lo que somos, de pies a cabeza. El hilo atado que estaba viendo hacía que la forma redonda de los campos energéticos de los seres humanos más bien pareciera un colgante. No vi, sin embargo, a otra criatura atada a ese mismo hilo. Cada criatura que vi era un ser de un patrón geométrico que tenía una especie de hilo en la parte superior de su aureola esférica. El hilo me recordó inmensamente a esas formas como gusanos segmentados que algunos de nosotros vemos al sol cuando medio cerramos los párpados.

Don Juan y yo caminamos por el pueblo de un extremo al otro, y vi literalmente montones de criaturas de patrón geométrico. Mi aptitud de verlos era inestable al extremo. Los veía por un instante, y luego los perdía de vista y me enfrentaba con gente normal.

Pronto me fatigué y sólo podía ver gente normal. Don Juan dijo que era tiempo de regresar a casa, y otra vez algo en mí perdió su sentido normal de continuidad. Me encontré de nuevo en casa de don Juan sin la menor noción de cómo había cruzado la distancia desde el pueblo a la casa. Me acosté en mi cama y desesperadamente traté de recordar, de evocar a mi memoria, de llegar hasta el fondo de mi propio ser para encontrar la clave de cómo fui al pueblo yaqui y al pueblo de la estación del ferrocarril. No creía que fueran sueños-fantasías, porque las escenas tenían demasiados detalles para no ser reales, y a la vez, no era posible que lo fueran.

– Estás perdiendo el tiempo -me dijo riendo, don Juan-. Te puedo garantizar que nunca vas a saber cómo llegamos de la casa al pueblo yaqui y desde el pueblo yaqui a la estación de ferrocarril y de la estación de ferrocarril a la casa. Hay una ruptura en la continuidad del tiempo. Es lo que hace el silencio interno.

Me explicó con gran paciencia que la brujería es la interrupción de ese fluir de continuidad que hace el mundo comprensible para nosotros. Comentó que había viajado ese día por el oscuro mar de la conciencia, y que había visto la gente como es, involucrada en sus asuntos. Y que entonces había visto la cuerda de energía que ata a ciertos seres humanos entre sí, y que había seleccionado esos aspectos por el acto de haberlo intentado. Hizo hincapié en el hecho de que este intento por mi parte no era algo consciente o de mi propia voluntad; el intento había sucedido a un nivel profundo y había sido regido por la necesidad. Necesitaba conocer algunas de las posibilidades del viaje por el oscuro mar de la conciencia, y mi silencio interno había servido de guía al intento, una fuerza perenne del universo, para cumplir con esa necesidad.

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