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Pensaba que la prueba empezaría con un sencillo paradigma en el que intentaran comprender y retener un texto escrito que iban a estar leyendo mientras jugaban al póquer. La prueba iba a intensificarse, para medir, por ejemplo, su capacidad de enfocar su cognición sobre cosas complejas que se les dirían mientras dormían, etc. El profesor Lorca quería que se llevara a cabo un análisis lingüístico de lo que emitían. Quería una medida real de sus respuestas en términos de su velocidad y precisión, y otras variables que se hicieran manifiestas al progresar el proyecto.

Don Juan verdaderamente se partió de risa cuando le conté de las propuestas del profesor Lorca de medir la cognición de los chamanes.

– Ahora sí que me gusta tu profesor -dijo-. Pero no puedes hablar en serio de esta idea de medir nuestra cognición. ¿Qué sacaría tu profesor de medir nuestras respuestas? Llegará a la conclusión de que somos un montón de idiotas, porque es lo que somos. No podemos ser más inteligentes, más veloces que el hombre ordinario. No es culpa de él, sin embargo, pensar que puede hacer medidas de cognición de un mundo al otro. La culpa es tuya. Has fallado al no expresarle a tu profesor que cuando los chamanes hablan del mundo cognitivo de los chamanes del México antiguo, están hablando de cosas que no tienen un equivalente en el mundo cotidiano.

»Por ejemplo, percibir la energía directamente como fluye en el universo es una unidad de cognición por la cual los chamanes viven. Ven cómo fluye la energía y siguen su flujo. Si su flujo se encuentra con obstáculos, se alejan o hacen algo totalmente diferente. Los chamanes ven líneas en el universo. Su arte, o su tarea, es escoger la línea que los va a conducir, en términos de percepción, a regiones sin nombre. Podrías decir que los chamanes reaccionan inmediatamente a las líneas del universo. Ven a los seres humanos como bolas luminosas, y buscan en ellos su flujo de energía. Desde luego, reaccionan al instante al ver esto. Es parte de su cognición.

Le dije a don Juan que para nada podía hablarle al profesor Lorca de esto, porque no había hecho ninguna de las cosas que él estaba describiendo. Mi cognición seguía igual.

– ¡Ah! -exclamó-. Es que simplemente no has tenido tiempo todavía para incorporar las unidades de cognición del mundo de los chamanes.

Salí de la casa de don Juan más confuso que nunca. Había una voz dentro de mí que verdaderamente me exigía terminar mis tratos con el profesor Lorca. Comprendí cuánta razón tenía don Juan al decirme que las practicalidades en que se interesaban los científicos eran conducentes a construir máquinas cada vez más complejas. No eran las practicalidades que cambian el curso de la vida de un individuo desde adentro. No estaban hechas para alcanzar la vastedad del universo como un asunto personal, experimental. Las estupendas máquinas que existen o las que están en proceso, eran asuntos culturales, y los logros tenían que disfrutarse indirectamente, aun por los creadores de las máquinas mismas. Su única ganancia era económica.

Al señalarme todo esto, don Juan había logrado colocarme en un estado de ánimo de mayor curiosidad. Empecé realmente a cuestionar las ideas del profesor Lorca, algo que no había hecho hasta entonces. A la vez, el profesor Lorca emitía verdades asombrosas sobre la cognición. Cada declaración era más severa que la que la precedía y, como resultado, más penetrante.

Al final de mi segundo semestre con el profesor Lorca, había llegado a un callejón sin salida. No había manera en el mundo que creara un puente entre dos líneas de pensamiento; la de don Juan y la del profesor Lorca. Iban por senderos paralelos. Comprendí el objetivo del profesor Lorca de querer cualificar y cuantificar el estudio de la cognición. La Cibernética se asomaba como nueva disciplina y el aspecto práctico de los estudios de la cognición era una realidad. Pero también lo era el mundo de don Juan, que no podía medirse con las herramientas normales de la cognición. Había tenido el privilegio de atestiguarlo en las acciones de don Juan, pero no lo había experimentado yo mismo. Sentía que esto era el obstáculo que hacía que el puente entre estos dos mundos fuera imposible.

Le comenté todo esto a don Juan durante una de mis visitas. Dijo que lo que yo consideraba como obstáculo, y por consecuencia, el factor que hacía imposible el puente entre estos dos mundos, no era acertado. A su manera de ver, la falla era algo que abarcaba mucho más que las circunstancias individuales de un solo hombre.

– Quizá puedas acordarte de lo que te dije acerca de una de las mayores fallas que tenemos como seres humanos ordinarios -dijo.

No podía recordar nada en particular. Me había señalado tantas fallas que nos afectaban como seres humanos ordinarios que la mente me daba vueltas.

– Usted está exigiendo algo muy específico -dije-, y no puedo dar con ello.

– La gran falla a la que me refiero -dijo-, es algo que tienes que recordar en cada segundo de tu existencia. Para mí, es la cuestión de las cuestiones, que te voy a repetir una y otra vez, hasta que se te salga por las orejas.

Después de un largo minuto, me di por vencido.

– Somos seres que vamos camino a la muerte -dijo-. No somos inmortales, pero nos comportamos como si lo fuéramos. Ésta es la falla que nos tumba como individuos y nos va a tumbar como especie algún día.

Don Juan declaró que la ventaja que tienen los chamanes sobre sus congéneres comunes es que los chamanes saben que son seres que van camino a la muerte y no se permiten desviarse de ese conocimiento. Enfatizó que un esfuerzo enorme tiene que emplearse para obtener y mantener ese conocimiento como certeza total.

– Pero, ¿por qué es tan difícil admitir algo que es tan verdadero? -pregunté, confundido por la magnitud de nuestra contradicción interna.

– No es en realidad la culpa del hombre -dijo en tono conciliatorio-. Algún día te contaré más acerca de las fuerzas que llevan al hombre a comportarse como buey.

No había nada más que decir. El silencio que siguió fue siniestro. Ni siquiera quería saber a qué fuerzas se refería don Juan.

– No es una proeza maravillosa evaluar a tu profesor a la distancia -siguió don Juan.

»Es un científico inmortal. Nunca va a morirse. Y cuando se trata de las preocupaciones de la muerte, estoy seguro de que ya se ocupó de todo. Tiene su parcela en el cementerio, y una fuerte póliza de seguros para su familia. Habiendo cumplido con esos dos mandatos, ya no tiene que pensar en la muerte. Sólo piensa en su trabajo.

»El profesor Lorca es sensato cuando habla -continuó don Juan-, porque tiene la preparación para usar las palabras acertadamente. Pero no está preparado para tomarse en serio como un hombre que va a morir. Como es inmortal, no sabría hacerlo. No hace ninguna diferencia que los científicos construyan máquinas complejas. Las máquinas no pueden de ninguna manera ayudarle a nadie a enfrentarse a la cita inevitable: la cita con el infinito.

»El nagual Julián me contaba -siguió-, de los generales conquistadores de la Roma antigua. Cuando regresaban victoriosos, se organizaban desfiles gigantescos para rendirles honores. Mostrando los tesoros que habían ganado, y los pueblos derrotados que habían convertido en esclavos, los conquistadores desfilaban llevados en sus carrozas de guerra. Acompañándolos, había siempre un esclavo, cuya faena era susurrarles al oído que toda fama y toda gloria es simplemente transitoria.

»Si somos victoriosos de alguna manera -continuó-, no tenemos a nadie que nos vaya susurrando que nuestras victorias son fugaces. Los chamanes sin embargo tienen una ventaja: como seres camino a la muerte, tienen a alguien susurrándoles en el oído que todo es efímero. El susurrador es la muerte, la consejera infalible, la única que nunca te va a mentir.

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