Sin embargo, por razones que ignoraba, lo que en verdad lo hacía diferente no era su apariencia física ni su erudición, sino su modo de hablar. Pronunciaba cada palabra con una claridad sin par, haciendo énfasis en ciertas palabras al alargarlas. Tenía una entonación marcadamente extranjera, pero sabía yo que era una afectación. Pronunciaba ciertas frases como un inglés, y otras como un predicador fundamentalista.
A pesar de su tremenda pomposidad, me fascinó desde un principio. Su importancia personal era tan obvia, que dejaba de ser problema pasados los primeros cinco minutos de clase, las cuales siempre eran muestras rimbombantes de conocimiento, basadas en las aserciones más descaradas de sí mismo. Su dominio sobre el foro era estupendo. Todos los estudiantes con los que hablé le tenían la más grande admiración a este extraordinario hombre. Sinceramente, pensé que todo iba muy bien y que el cambio a otra universidad y a otra ciudad iba ser fácil e inocuo, pero totalmente positivo. Me gustó mi nuevo ambiente.
En el trabajo, me entregué totalmente a escuchar las grabaciones; a tal extremo, que me metía a escondidas en la oficina para escuchar, no los extractos, sino las grabaciones enteras. Lo que al principio me fascinó sin medida, era el hecho de que me oía a mí mismo en cada grabación. Al correr de las semanas y al haber escuchado más grabaciones, mi fascinación se convirtió en horror. Cada oración que se decía, incluso las preguntas del psiquiatra, era mía. Esas personas hablaban desde mis entrañas. La repugnancia que experimentaba era algo nuevo para mí. Nunca había imaginado que yo podía ser repetido interminablemente en cada hombre o mujer que oía hablar en esas grabaciones. El sentido de individualidad que se me había inculcado desde el momento de nacer, se desmoronó sin esperanza alguna bajo el impacto de este descubrimiento colosal.
Empecé entonces el proceso odioso de tratar de restaurarme a mí mismo. Inconscientemente, hice un torpe intento de introspección; traté de salir de mi estado hablando a solas interminablemente. Repasé mentalmente todas las racionalizaciones posibles que apoyaran mi sentimiento de unicidad, y luego me hablé en voz alta acerca de ellas. Hasta experimenté algo bastante revolucionario; me despertaba a mí mismo hablando en voz alta en mis sueños, discutiendo mi valor y mi unicidad. Luego, un día horripilante, sufrí otro golpe mortal. Durante la madrugada, me despertó un insistente golpe en la puerta. No era un toque tímido, gentil, sino lo que mis amigos llamaban un «golpe Gestapo». La puerta estaba por caerse. Salté de la cama y espié por la ranura. La persona que tocaba era mi jefe, el psiquiatra. Como yo era amigo de su hermano menor, se había creado una vía de comunicación con él. Se había vuelto mi amigo sin más ni más, y allí estaba, en mi umbral. Encendí las luces y abrí la puerta.
– Por favor, pase -dije-. ¿Qué pasó?
Eran las tres de la mañana y, por su aspecto lívido y sus ojos hundidos, sabía que algo andaba mal. Entró y se sentó. Su orgullo y deleite, la cabellera de largo pelo negro, le caía sobre la cara. No hizo ningún esfuerzo por peinarse, como siempre lo hacía. Me gustaba mucho porque era la versión mayor de mi amigo en Los Ángeles, con sus cejas negras y gruesas, sus ojos penetrantes color castaño, su mandíbula cuadrada y sus labios gruesos. Su labio superior parecía tener un pliegue doble por dentro y a veces, cuando sonreía, parecía tener un doble labio superior. Siempre hablaba de la forma de su nariz, que describía como nariz impertinente y agresiva. Yo lo veía como alguien que tenía muchísima confianza en sí mismo. Según él, esas cualidades eran lo importante en su profesión.
– ¡Qué pasó! -repitió en tono de burla, el doble labio superior temblándole incontrolablemente-. Cualquiera puede ver que esta noche me pasó todo.
Se sentó en una silla. Parecía estar mareado, desorientado, buscando palabras. Se levantó y se fue al sofá, casi cayendo sobre él.
– No sólo me cargo la responsabilidad de mis pacientes -siguió-, la de mi beca de investigación, la de mi mujer y mis hijos, sino que ahora se me viene encima otro maldito problema, y lo que me jode es que es por mi propia culpa, por mi estupidez en poner mi confianza en una puta de mierda.
»Escúchame bien, Carlos -continuó-, no hay nada más horrendo, repugnante, asqueroso, carajo, que la insensibilidad de las mujeres. ¡Yo no odio a las mujeres, tú bien lo sabes! Pero en este momento, me parece que todos los coños son eso, simplemente coños. Hipócritas y viles.
No sabía qué decir. Lo que me estaba diciendo no se podía ni afirmar ni contradecir. De cualquier manera, no me hubiera atrevido a contradecirlo. No tenía las armas. Estaba muy cansado. Quería volverme a dormir, pero él seguía hablando como si de ello le dependiera la vida.
– Conoces a Teresa Manning, ¿no? -me preguntó de una manera agresiva y acusatoria.
Por un instante, creí que me acusaba de andar en líos con su hermosa y joven estudiante-secretaria. Sin darme tiempo para responder, siguió hablando.
– Teresa Manning es un culo. ¡Es una babosa! Una idiota desconsiderada que no tiene otra meta en la vida que cogerse a alguien que tenga un poco de fama o notoriedad. Yo la creía inteligente y sensible. Yo creía que tenía algo, alguna comprensión, alguna empatía, algo que uno quisiera compartir o mantener como algo precioso sólo para sí. No sé, pero ésa es la imagen que ella creó para mí, cuando en realidad es obscena y degenerada, y hasta pudiera añadir, irremediablemente grosera.
Mientras continuaba hablando, una extraña visión empezó a formarse. Evidentemente el psiquiatra acababa de sufrir una mala experiencia con su secretaria.
– Desde el día que vino a trabajar conmigo -siguió-, sabía que tenía una fuerte atracción sexual por mí, pero nunca se atrevió a decir nada. Se quedaba todo en insinuaciones y miradas. ¡Pero carajo! Esta tarde me cansé de todas las indirectas y las insinuaciones y me fui al grano. Me acerqué a su escritorio y le dije: «Yo sé lo que quieres y tú sabes lo que quiero”.
Se enredó en un recuento elaborado de cuán agresivamente le había dicho que lo esperara en su apartamento frente a la universidad a las 11.30 p.m., y que él no cambiaba sus rutinas para nadie, que leía y trabajaba y bebía su vino hasta la una, y a esa hora se retiraba a su alcoba. Tenía un apartamento en la ciudad además de su casa en las afueras, en la cual vivía con su mujer y sus hijos.
– Tenía yo tal confianza en que este asunto iba a salir de maravilla, ser algo verdaderamente memorable -dijo con un hondo suspiro. Su voz adquirió el tono de alguien que está relatando algo íntimo-. Hasta le di la llave del apartamento -siguió y se le quebró la voz.
»Muy sumisamente, llegó a las once y media -continuó-. Entró sola, con su propia llave, y como sombrita se metió a la alcoba. Eso me excitó terriblemente. Sabía que no me iba a dar nada de lata. Ella sabía el papel que le correspondía. A lo mejor se durmió sobre la cama. O se quedó mirando la tele. Yo me metí en mi trabajo y no me importó un pedo lo que hacía. Sabía que la tenía presa.
»Pero al momento que entré en la alcoba -continuó, la voz tensa y contraída como si estuviera mortalmente ofendido-, Teresa saltó sobre mí como un animal y trató de agarrarme el pincho. Ni me dio tiempo de dejar a un lado la botella y las dos copas que llevaba.
Tuve suficiente cordura de dejar mis dos copas de cristal Baccarat sobre el piso sin romperlas. La botella saltó por el cuarto al agarrarme ella los cojones como si fueran piedras. Quería golpearla. Hasta lancé un grito de dolor, pero eso no la detuvo. Empezó a reír insensatamente porque creyó que yo me hacía el sexy y el gracioso. Lo dijo como para calmarme.
Moviendo la cabeza con rabia contenida, dijo que la mujer estaba tan endemoniadamente ávida y era tan egoísta que ni siquiera tomó en cuenta que un hombre necesita un momento de reposo, necesita sentirse a gusto, en casa, en un ambiente agradable. En vez de demostrar la consideración y comprensión que su papel exigía, Teresa Manning le sacó los órganos sexuales del pantalón con la mano experta de alguien que lo ha hecho cientos de veces.