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Le entregué a Lucas Coronado unos regalos que le había traído y le compré tres máscaras, un bastón exquisitamente labrado, y un par de polainas de cascabel hechas de los capullos de unos insectos del desierto, polainas que utilizaban los yaquis en sus danzas tradicionales. Luego lo llevé a Guaymas a cenar.

Lo vi todos los días durante los cinco días que permanecí en el área, y me facilitó infinita información sobre los yaquis: su historia, su organización social y el sentido y la naturaleza de sus festividades. Estaba gozando tanto haciendo mi trabajo de campo que hasta me sentí cohibido de preguntarle sobre el viejo chamán. Sobreponiéndome a mis dudas, finalmente le pregunté a Lucas Coronado si conocía al viejo que Jorge Campos me había asegurado era un conocido chamán. Lucas Coronado parecía estar perplejo. Me afirmó que hasta donde él sabía tal hombre no existía en esa región, y que Jorge Campos era un estafador que sólo quería robarme mi dinero.

Al oír a Lucas Coronado negar la existencia de ese viejo, se me vino encima algo terrible. En un instante, se me hizo evidente que no me importaba un pepino el trabajo de campo. Lo único que me importaba era encontrar a ese viejo. Supe entonces que el conocer al viejo chamán había sido indudablemente la culminación de algo que nada tenía que ver con mis deseos, mis ambiciones o hasta mis pensamientos como antropólogo.

Me inquietaba más que nunca saber quién diablos era ese viejo. Sin ninguna inhibición, empecé a desvariar y a gritar de frustración. Di de patadas sobre el piso. Lucas Coronado se asombró al verme. Primero me miró, confuso, y luego empezó a reír. Me disculpé con él por mi arranque de enojo y frustración. No podía explicar por qué estaba tan enfadado. Lucas Coronado aparentemente comprendía mi situación.

– Pasan cosas así por acá -dijo.

No tenía idea a qué se refería, ni le quería preguntar. Estaba mortalmente aterrado de la facilidad con que se ofendía. Una peculiaridad de los yaqui era la facilidad que poseían para sentirse ofendidos. Parecían siempre estar alertas, buscando insultos que fueran demasiado sutiles para ser percibidos por otros.

– Hay seres mágicos que viven en las montañas en los alrededores -continuó-, y actúan sobre la gente. Hacen que se vuelvan verdaderamente locos. Desvarían y divagan bajo su influencia, y cuando finalmente se tranquilizan, ya exhaustos, ni tienen idea de por qué se alocaron.

– ¿Cree usted que eso es lo que me pasó? -pregunté.

– Claro -me dijo totalmente convencido-. Usted está predispuesto a alocarse de lo que fuera, pero también es usted muy contenido. Hoy se le fue la cuerda. Se alocó por nada.

– No es por nada -le afirmé-. No lo supe hasta ahora, pero para mí ese viejo es el impulso de todos mis esfuerzos.

Lucas Coronado se quedó callado, como si pensara profundamente. Entonces empezó a caminar de un lado a otro.

– ¿Sabe de algún viejo que vive por aquí, pero que no es en realidad de aquí? -le pregunté.

No entendió mi pregunta. Tuve que explicarle que el viejo que había conocido era posiblemente, como Jorge Campos, un yaqui que vivía en otra parte. Lucas Coronado me explicó que el apellido «Matus» era bastante común en la región, pero que no conocía a ningún Matus con nombre de pila «Juan». Parecía desanimado. De pronto, le vino un momento de iluminación y dijo que al ser un hombre viejo, podría tener otro nombre, y que era muy probable que me hubiera dado un nombre de trabajo y no su verdadero nombre.

– El único viejo que conozco -siguió- es el padre de Ignacio Flores. Viene a ver a su hijo de cuando en cuando, pero viene de la Ciudad de México. Y se me ocurre que aunque es el padre de Ignacio, no parece estar tan viejo. Pero es viejo. Ignacio también es viejo. Pero el padre parece más joven.

Se rió al percatarse de lo que había dicho. Aparentemente, nunca había pensado que el viejo era joven hasta ese momento. Seguía moviendo la cabeza como si no lo creyera. Yo, por otra parte, estaba eufórico.

– ¡Es él! -grité, sin saber por qué.

Lucas Coronado no sabía dónde vivía Ignacio Flores, pero muy amablemente me dirigió a que manejara hasta un pueblo yaqui cercano, donde encontró al hombre.

Ignacio Flores era un hombre grande, corpulento, de unos sesenta y tantos años. Lucas Coronado me advirtió que el hombrazo había hecho la carrera de soldado durante su juventud, y aún tenía el porte de un militar. Ignacio Flores tenía un enorme bigote; eso y la ferocidad de sus ojos lo transformaba, para mí, en la personificación de un soldado feroz. Era de tez oscura. El pelo todavía lo tenía negro azabache a pesar de sus años. Su voz ronca y fuerte parecía haber sido entrenada exclusivamente para dar órdenes. Tuve la impresión de que había sido soldado de caballería. Caminaba como si todavía trajera espuelas, y por alguna razón, imposible de comprender, oía espuelas cuando caminaba.

Lucas Coronado me presentó y le dijo que había venido de Arizona a ver a su padre, a quien yo había conocido en Nogales. Ignacio Flores no se sorprendió para nada.

– Oh, sí -dijo-. Mi padre viaja muchísimo. Sin mayores preliminares, nos explicó dónde podríamos encontrar a su padre. No nos acompañó, yo pensé que por cortesía. Se disculpó y se alejó, marchando como si estuviera en un desfile.

Me preparé para ir a la casa del viejo con Lucas Coronado, pero declinó la invitación; quería que lo llevara de vuelta a su casa.

– Creo que usted ya encontró al hombre que buscaba, y siento que debe usted estar solo -dijo.

Me maravillé de lo extraordinariamente correctos que eran estos yaquis y a la vez, tan feroces. Me habían contado que los yaquis eran salvajes, que no tenían ningún escrúpulo en matar a alguien; pero en lo que a mí concernía, sus características más notables eran su cortesía y su consideración.

Manejé hasta la casa del padre de Ignacio Flores, y allí encontré al hombre que buscaba.

– Me pregunto por qué mintió Jorge Campos, diciéndome que lo conocía -dije al final de mi relato.

– No te mintió -dijo don Juan con la firmeza de alguien que aprobaba la conducta de Jorge Campos-. Ni siquiera falseó sus palabras. Te consideró un tonto y te iba a estafar. Sin embargo, no pudo llevar a cabo su plan porque el infinito lo venció. ¿Sabes que desapareció poco después de conocerte, y que nunca lo encontraron? Jorge Campos fue un personaje de mucho significado para ti -continuó-. Encontrarás en lo que sucedió entre ustedes una especie de esquema que te servirá de guía, porque él es la representación de tu vida.

– ¿Porqué? ¡Yo no soy un estafador! -protesté.

Se rió como si supiera algo que yo no sabía. Al instante, me encontré en medio de una extensa explicación acerca de mis acciones, mis ideales, mis expectativas. Sin embargo, un extraño pensamiento me exhortó a considerar, con el mismo fervor con el que me estaba justificando, el hecho de que bajo ciertas circunstancias yo podría llegar a ser como Jorge Campos. Encontré ese pensamiento inadmisible, y utilicé toda mi energía disponible para refutarlo. Sin embargo, en lo profundo de mí, no me interesaba disculparme si era como Jorge Campos.

Cuando di voz a mi dilema, don Juan se rió con tantas ganas que casi se ahogó varias veces.

– Si yo fuera tú -me comentó-, escucharía lo que me dice esa voz interior. ¡Qué importaría si fueras, como Jorge Campos, un estafador barato! Sí, era un estafador barato. Tú eres más complicado. Ése es el poder del recuento. Por eso lo utilizan los chamanes. Te pone en contacto con algo que ni siquiera sospechabas que existía en ti.

Quería marcharme al momento. Don Juan sabía exactamente lo que estaba sintiendo.

– No escuches a esa voz superficial que te hace sentir rabia -me dijo con voz imponente-. Escucha a esa voz más profunda que desde ahora en adelante te va a guiar, la voz qué se está riendo. ¡Escúchala! ¡Ríete! ¡Ríete!

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