Pablito de nuevo intentó hablar de mi relación con Silvio Manuel. Lo interrumpí. Dije que cuando todos nosotros nos hallábamos en el puente tratando de cruzarlo, no pude reconocer que yo -y posiblemente todos ellos- había entrado en un estado de realidad no-ordinaria. Sólo me di cuenta del cambio cuando advertí que no había otra gente en el puente. Nosotros éramos los únicos que habíamos estado allí. Era un día despejado, pero de súbito los cielos se nublaron y la luz de la mañana se convirtió en crepuscular. Yo estuve tan atareado con mis temores y con mis interpretaciones personales en ese momento, que no logré advertir ese cambio tan pavoroso. Cuando nos retiramos del puente percibí que de nuevo la gente circulaba por allí. ¿Pero qué había ocurrido con ellos cuando nosotros intentábamos el cruce?
La Gorda y el resto de ellos no habían notado nada: de hecho no se habían dado cuenta de ningún cambio hasta el momento exacto en que yo los describí. Todos se me quedaron viendo con una mezcla de irritación y temor. Pablito de nuevo tomó la iniciativa y me acusó de tratar de desviarlos hacia algo que ellos no querían. No fue específico, pero su elocuencia bastó para que todos lo apoyaran. Repentinamente, una horda de brujos iracundos se me vino encima. Me tomó un largo rato calmarlos. Les expliqué mi necesidad de examinar, desde todos los puntos de vista posibles, algo tan extraño y abarcante como fue nuestra experiencia en el puente. Finalmente se apaciguaron, pero no porque los convenciera con mis raciocinios sino a causa de la fatiga emocional. Todos ellos, incluyendo a la Gorda, habían apoyado vehementemente la posición de Pablito.
Néstor introdujo otro tren de pensamiento. Sugirió que posiblemente yo era un enviado involuntario que no me daba plena cuenta del alcance de mis acciones. Añadió que simplemente no podía creer, como los demás, que yo estaba consciente de que se me había dejado la tarea de malencaminarlos. Sentía que en verdad yo no me daba cuenta que los estaba llevando a la destrucción, y sin embargo eso era exactamente lo que yo hacía. Néstor creía que había dos maneras de cruzar las líneas paralelas: por medio del poder de otro o a través de nuestro propio poder. Su conclusión final era que Silvio Manuel los había hecho cruzar asustándolos tan intensamente que algunos de ellos ni siquiera recordaban haberlo hecho. La tarea que se les designó y que debían cumplir consistía en cruzar mediante su propio poder; y la mía era impedirlo.
Benigno habló entonces. Dijo que, en su opinión, lo último que don Juan había hecho con los aprendices hombres fue ayudarlos a cruzar las líneas paralelas haciéndolos saltar hacia un abismo. Benigno creía que en realidad ya teníamos bastantes conocimientos acerca de cómo cruzar, pero que aún no era el tiempo dado para lograrlo de nuevo. En el puente nadie pudo dar un paso más porque el momento no era apropiado. Estaban en lo correcto, por tanto, al creer que yo había tratado de destruirlos al forzarlos a cruzar. Pensaba que pasar las líneas paralelas con plena conciencia significaba para todos ellos un paso final, un paso que se debería dar sólo cuando ya estuviesen listos a desaparecer de esta tierra.
Lidia me encaró después. No hizo ninguna aseveración pero me desafió a que recordara cómo primero la persuadí para ir al puente. Agresivamente afirmó qué yo no era aprendiz del nagual don Juan sino de Silvio Manuel, y que Silvio Manuel y yo nos habíamos devorado el uno al otro.
Tuve otro ataque de rabia, como con la Gorda en el puente. Me contuve a tiempo. Un pensamiento lógico me tranquilizó. Me dije, una vez que lo único que me interesaban eran los análisis.
Le expliqué a Lidia que era inútil provocarme de esa manera. Pero ella no quiso detenerse. Gritó que Silvio Manuel era mi amo y que por esa razón yo no era parte de ellos en lo más mínimo. Rosa añadió que Silvio Manuel me dio todo lo que yo era.
Le dije a Rosa que ella no sabía ni siquiera cómo hablar, que debió decir que Silvio Manuel me había dado todo lo que yo tenía. Ella defendió su aseveración, Silvio Manuel me había dado lo que yo era. La Gorda también la apoyó y dijo que se acordaba de una vez en que yo me había enfermado de tal manera que ya no tenía más recursos; fue entonces cuando Silvio Manuel tomó control y me imbuyó nueva vida. La Gorda dijo que era mucho mejor para mí conocer mis verdaderos orígenes que seguir como había hecho hasta ese momento, con la idea de que el nagual Juan Matus era quien me había ayudado. Insistió en que yo tenía la atención fija en el nagual porque su predilección eran las palabras. Silvio Manuel, por otra parte, era la oscuridad silenciosa. Explicó que para seguirlo tenía que cruzar las líneas paralelas, pero para seguir al nagual Juan Matus todo lo que yo necesitaba hacer era hablar de él.
Todo lo que decían sólo era insensatez para mí. Estaba a punto de responder con lo que consideré una idea brillante, cuando mi tren -de pensamiento literalmente se descarriló. Ya no podía pensar en cuál era mi razonamiento, a pesar de que sólo un segundo antes era la claridad misma. En cambio, un recuerdo sumamente curioso me acosó. No era la sensación vaga de algo, sino el recuerdo duro y real de un evento. Recordé qué una vez me hallaba con don Juan y con otro hombre cuyo rostro no podía precisar. Los tres hablábamos de algo que yo percibía como un rasgo del mundo. A tres o cuatro metros a mi derecha se hallaba un inconmensurable banco de niebla amarilla que, hasta donde yo podía establecer, dividía al mundo en dos. Iba del suelo al cielo, al infinito. Al hablar con los dos hombres, la mitad del mundo de mi izquierda se hallaba intacta, y la mitad a mi derecha estaba velada por la niebla. Me di cuenta de que el eje del banco de niebla iba del Oriente al Occidente. Hacia el Norte se hallaba el mundo que yo conocía. Recordé que le pregunté a don Juan qué ocurría en el mundo al sur de esa línea. Don Juan hizo que me volviera unos cuantos grados hacia mi derecha, y vi que la pared de niebla también se deslizaba cuando yo movía la cabeza. El mundo se hallaba dividido en dos en un nivel que mi intelecto no podía comprender. La división parecía real, pero el lindero no podía existir en un plano físico; de alguna manera tenía que hallarse en mí mismo.
Había otra faceta más de este recuerdo. El otro hombre dijo que era una gran hazaña dividir el mundo en dos, pero era aun un mayor logro cuando un guerrero tenía la serenidad y el control de detener la rotación de la pared. Dijo que la pared no se hallaba dentro de nosotros; estaba, por cierto, en el mundo de afuera, dividiéndolo en dos y rotando cuando movíamos la cabeza, como si se hallara pegada a nuestra sien derecha. La gran hazaña de mantener la pared inmóvil permitía al guerrero encararla y le confería el poder de pasar a través de ella cada vez que así lo deseara.
Cuando les conté a los aprendices lo que acababa de recordar, las mujeres quedaron convencidas de que el otro hombre era Silvio Manuel. Josefina, como experta de la pared de niebla, explicó que la ventaja que Eligio tenía sobre los demás consistía en su capacidad de inmovilizar la pared para así poder atravesarla a voluntad. Josefina añadió que es más fácil traspasarla en ensueños, porque ésta entonces no se mueve.
La Gorda parecía haber sido afectada por una serie de recursos quizá dolorosos. Toda ella se sacudía involuntariamente hasta que estalló en palabras. Dijo que ya no le era posible negar el hecho de que yo era el ayudante de Silvio Manuel. El nagual mismo le había advertido que yo la haría mi esclava si ella no era cuidadosa. Incluso Soledad le aconsejó que me vigilara porque mi espíritu tomaba prisioneros y los retenía como siervos, lo cual era algo que sólo Silvio Manuel podía hacer. El me había hecho su esclavo y yo a mi vez esclavizaría a cualquiera que estuviese próximo a mí. Aseveró que ella había vivido bajo mi embrujo hasta el momento en que se sentó en ese cuarto en la casa de Silvio Manuel, cuando repentinamente algo se le quitó de sus hombros.