Los tres Genaros permanecieron fuera de la discusión. Le pregunté a Néstor si tenía alguna idea de lo que había ocurrido. Su sombría respuesta fue que todo eso rebasaba su comprensión.
Entonces tomé una decisión rápida. Me pareció que la única ruta abierta a nosotros era cruzar el puente. Los junté a todos para regresar al puente y cruzarlo, juntos, como equipo. Los hombres estuvieron de acuerdo instantáneamente, pero las mujeres no. Después de agotar todos mis razonamientos, finalmente tuve que empujar y arrastrar a Lidia, Rosa y Josefina.
La Gorda se mostraba renuente a ir, pero parecía estar intrigada por la posibilidad. Avanzó conmigo sin ayudarme con las mujeres, y los Genaros hicieron lo mismo; emitían risitas nerviosas ante mis intentos de agrupar a las hermanitas, pero no movieron un dedo para auxiliarme. Caminamos hasta el punto donde antes nos habíamos detenido. Allí sentí de repente una total falta de energía para detener a las tres mujeres. Le grité a la Gorda que me ayudara. Ella hizo un esfuerzo vago por atrapar a Lidia cuando el grupo perdió la cohesión y todos ellos, salvo la Gorda, se dispersaron precipitadamente, tropezando y bufando, hasta ponerse a salvo en la calle. La Gorda y yo nos quedamos como si estuviésemos pegados a ese puente, sin poder avanzar adelante y teniendo que retirarnos a regañadientes.
La Gorda me musitó en el oído que no debía tener miedo en lo más mínimo, porque en realidad era yo quien las había estado esperando del otro lado. Añadió que se hallaba convencida de que yo sabía que el ayudante de Silvio Manuel era yo. Pero que no me atrevía a revelárselo a nadie.
En ese momento, mi cuerpo se sacudió con una furia que rebasaba mi control. Sentí que la Gorda no tenía por qué hacer esas aseveraciones o tener esos sentimientos. La prendí del pelo y la hice dar vueltas a tirones. En la cúspide de mi ira me di cuenta de lo que hacía y me contuve. Le pedí disculpas y la abracé. Un sobrio pensamiento llegó a mi rescate. Le dije que ser líder me estaba erizando los nervios, la tensión era cada vez más intensa conforme progresábamos. Ella no estuvo de acuerdo. Se aferró tercamente a su aseveración de que Silvio Manuel y yo éramos totalmente íntimos; agregó que como ella me recordó a mi amo, yo reaccioné con ira. Era una fortuna que ella hubiera sido confiada a mi cuidado, me dijo; de otra manera probablemente la habría tirado al río.
Regresamos. Los demás se hallaban a salvo, más allá del puente, observándonos con inequívoco temor. Una condición muy peculiar de ausencia de tiempo parecía prevalecer. No había gente alrededor. Debimos haber estado en el puente cuando menos cinco minutos y ni una sola persona se desplazó por allí como sucedería en cualquier vía durante las horas de trabajo.
Sin decir palabra caminamos de vuelta al zócalo. Nos hallábamos peligrosamente débiles. Yo tenía un vago deseo de quedarme en el pueblo un poco más, pero subimos al auto y avanzamos hacia el Fuste, hacia la costa del Atlántico. Néstor y yo nos turnamos para manejar, deteniéndonos tan sólo a comer, hasta que llegamos a Veracruz. Esa ciudad era terreno natural para nosotros. Yo sólo había estado allí una vez, y ellos ni una sola. La Gorda creía que una ciudad desconocida como ésa era el lugar adecuado para despojarnos de nuestras viejas envolturas. Nos registramos en un hotel y de allí ellos procedieron a rasgar sus viejas ropas hasta convertirlas en jirones. La excitación de estar en una nueva ciudad hizo maravillas para su moral y su sentimiento de bienestar.
Nuestra siguiente parada fue la Ciudad de México. Nos quedamos en un hotel junto a la Alameda, donde don Juan y yo nos habíamos hospedado una vez. Durante dos días fuimos perfectos turistas. Fuimos de compras y visitamos la mayor cantidad posible de sitios turísticos. La Gorda y las hermanitas simplemente se veían deslumbrantes. Benigno compró una cámara en una casa de empeño. Disparó cuatrocientas veinticinco tomas con la cámara sin rollo. En un sitio, mientras admirábamos los estupendos mosaicos de las paredes, un policía me preguntó de dónde eran esas esplendorosas extranjeras. Supuso que yo era un guía de turistas. Le dije que eran de Sri Lanka. Me lo creyó y se maravilló porque casi parecían mexicanas.
Al día siguiente, a las diez de la mañana, nos hallábamos en la oficina de aviación hacia la cual una vez don Juan me había empujado. Cuando me dio el empellón yo entré por una puerta y salí por otra, pero no a la calle, como debía, sino a un mercado que se encontraba a más de un kilómetro de allí, donde presencié las actividades de la gente.
La Gorda especuló que la oficina de aviación era también, como el puente, un sitio de poder, una puerta para cruzar de una línea paralela a la otra. Dijo que evidentemente el nagual me había empujado por esa apertura, pero yo me quedé atrapado a la mitad del camino entre los dos mundos, y así había observado la actividad del mercado sin formar parte de ella. Dijo que el nagual, naturalmente, había tratado de empujarme hasta el otro lado, pero mi obstinación lo impidió y terminé en la misma línea de donde venía: en este mundo.
Caminamos de la oficina de aviación hasta el mercado, y de allí a la Alameda, donde don Juan y yo nos habíamos sentado después de la experiencia de la oficina. Había estado muchas veces con él en ese parque. Sentí que era el lugar más apropiado para hablar sobre el curso de nuestras acciones futuras.
Mi intención era recapitular todo lo que habíamos hecho para dejar que el poder de ese lugar decidiera cuál debía de ser nuestro paso siguiente. Después de nuestro deliberado intento de cruzar el puente, yo había tratado, sin éxito, de encontrar una manera de relacionarme con mis compañeros como grupo. Nos sentamos en unos escalones de piedra y empecé con la idea de que, para mí, el conocimiento se hallaba fusionado con las palabras. Les dije que yo creía muy seriamente que si un evento o experiencia no se formulaba en un concepto, estaba condenado a disiparse; por tanto, les pedí que expusieran sus consideraciones individuales de nuestra situación.
Pablito fue el primero en hablar. Pensé que eso era extraño, puesto que había estado extraordinariamente silencioso hasta ese momento. Se disculpó porque lo que iba a decir no era algo que hubiera recordado o sentido, sino una conclusión que se basaba en todo lo que sabía. Dijo que no tenía problema en comprender lo que las mujeres contaron que había ocurrido en el puente. Sostuvo Pablito que habían sido obligados a cruzar del lado derecho, el tonal, al lado izquierdo, el nagual. Lo que había espantado a todos era el hecho de que alguien más estaba en control, forzando el cruce. Tampoco tenía problema en aceptar que yo fui el que entonces ayudó a Silvio Manuel. Apoyó su conclusión con la aseveración de que sólo días antes él me había visto hacer lo mismo: empujar a todos hacia el puente. Pero esta vez no tuve a nadie que me ayudara desde el otro lado, no estaba allí Silvio Manuel para jalárselos.
Traté de cambiar el tema y procedí a explicarles que olvidar como nosotros habíamos olvidado, se le llama amnesia. Lo poco que sabía acerca de la amnesia no era suficiente para esclarecer nuestro caso, pero sí bastó para hacerme creer que no podíamos olvidar como si fuera por decreto. Les dije que alguien, posiblemente don Juan, debió hacer algo insondable con nosotros. Y yo quería averiguar exactamente qué había sido.
Pablito insistió en que para mí era importante comprender que era yo quien había estado confabulado con Silvio Manuel. Insinuó luego que Josefina y Lidia le habían hablado a fondo del papel que yo había desempeñado al forzarlas a cruzar las líneas paralelas.
No me sentí a gusto discutiendo ese tema. Comenté que nunca había oído hablar de las líneas paralelas hasta el día en que hablé con doña Soledad; y, sin embargo, no había tenido escrúpulos en adoptar la idea inmediatamente. Les dije que yo comprendí al instante a lo que ella se refería. Incluso quedé convencido de que yo mismo había cruzado las líneas cuando creí estar recordándola. Cada uno de los demás, con excepción de la Gorda, aseguró que la primera vez que había oído mencionar las líneas paralelas fue cuando yo hablé de ellas. La Gorda dijo que supo de ellas por medio de doña Soledad, poco antes de que yo lo hiciera.