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– ¿No le pagamos?… Pues que se joda.

Se llevaba el vaso a los labios, casi con violencia. Teresa no podía saber si el rencor de sus palabras se debía a Nino Juárez o a ella.

– Oye, Teniente. No te me apendejes. Estás tomando demasiado. Y de lo otro también.

– ¿Y qué?… Es una fiesta, y esta noche tengo ganas de marcha.

– No mames. Quién habla de esta noche. -Vale, nodriza.

Teresa ya no dijo nada. Miró a su amiga a los ojos, con mucha fijeza, y ésta apartó la vista.

A fin de cuentas -refunfuñó Pati al cabo de un momento- el cincuenta por ciento del soborno a ese gusano lo pago yo.

Teresa seguía sin responder. Reflexionaba. Sintió de lejos la mirada inquisitiva de Teo Aljarafe. Aquello no terminaba nunca. Apenas tapabas un agujero, aparecía otro. Y no todos se arreglaban con sentido común o con dinero.

– ¿Cómo está la reina de Marbella?

Tomás Pestaña acababa de aparecer junto a ellas: simpático, populista, vulgar. Con aquella chaqueta blanca que le daba el aspecto de un camarero bajo y rechoncho. Teresa y él se trataban con frecuencia: sociedad de intereses mutuos. Al alcalde le gustaba vivir peligrosamente, siempre que hubiese dinero o influencia de por medio; había fundado un partido político local, navegaba en las turbias aguas de los negocios inmobiliarios, y la leyenda que empezaba a tejerse alrededor de la Mejicana reforzaba su sensación de poder y su vanidad. También reforzaba sus cuentas corrientes. Pestaña había hecho su primera fortuna como hombre de confianza de un importante constructor andaluz, comprando terrenos para la empresa a través de los contactos de su jefe y con dinero de éste. Después, cuando un tercio de la Costa del Sol fue suyo, visitó al jefe para decirle que se despedía. ¿De veras? De veras. Oye, pues lo siento. Cómo podré agradecer tus servicios. Ya lo hiciste, fue la respuesta de Pestaña. Lo puse todo a mi nombre. Más tarde, cuando salió del hospital donde le trataron el infarto, el ex jefe de Pestaña anduvo meses buscándolo con una pistola en el bolsillo.

– Gente interesante, ¿verdad?

Pestaña, a quien no se le escapaba nada, la había visto charlar con Nino Juárez. Pero no hizo comentarios. Cambiaron cumplidos: todo bien, alcalde, muchas felicidades. Estupenda reunión. Teresa preguntó la hora y el otro se la dijo. Quedamos a comer el martes, claro. Donde siempre. Ahora tenemos que irnos. Cada chango a su mecate.

– Tendrás que irte tú sola, cariño -protestó Pati-. Yo estoy de maravilla.

Con los gallegos las cosas resultaron más complicadas que con los franceses. Aquello requería encaje de bolillos, porque las mafias del noroeste español tenían sus propios contactos en Colombia, y a veces trabajaban con la misma gente que Teresa. Además eran duros de veras, poseían larga experiencia y estaban en su terreno, después de que los viejos amos do fume, los dueños de las redes contrabandistas de tabaco, se hubieran reciclado al tráfico de droga hasta convertirse en indiscutibles amos da fariña. Las rías gallegas eran su feudo; pero extendían su territorio más al sur, en dirección al norte de África y la embocadura del Mediterráneo. Mientras Transer Naga se ocupó sólo de transportar hachís en el litoral andaluz, las relaciones, aunque frías, transcurrieron en un aparente vive y deja vivir. La cocaína era algo distinto. Y en los últimos tiempos, la organización de Teresa se había convertido en serio competidor. Todo aquello se planteó en una reunión celebrada en terreno neutral, un cortijo cacereño cerca de Arroyo de la Luz, entre la sierra de Santo Domingo y la N-521, con espesos alcornocales y dehesas para el ganado: un caserío blanco situado al final de un camino donde los coches levantaban polvaredas al acercarse, y donde un intruso podía ser descubierto fácilmente. La reunión se celebró a media mañana, y por Transer Naga acudieron Teresa y Teo Aljarafe, escoltados por Pote Gálvez al volante de la Cherokee y seguidos en un Passat oscuro por dos hombres de toda confianza, marroquíes jóvenes probados primero en las gomas y reclutados más tarde para tareas de seguridad. Ella vestía de negro, traje pantalón de buena marca y buen corte, el pelo recogido en la nuca, tirante, con raya en medio. Los gallegos ya estaban allí: eran tres, con otros tantos guardaespaldas en la puerta, junto a los dos BMW 732 en los que habían acudido a la cita. Todo el mundo fue directo al grano, los guaruras mirándose unos a otros afuera y los interesados dentro, en torno a una gran mesa de madera rústica situada en el centro de una habitación con vigas en el techo y cabezas disecadas de ciervos y jabalíes en las paredes. Disponían de bocadillos, bebidas y café, cajas de cigarros y cuadernos para notas: una reunión de negocios que empezó con mal pie cuando Siso Pernas, del clan de los Corbeira, hijo del amo do fume de la ría de Arosa don Xaquin Pernas, tomó la palabra para plantear la situación, dirigiéndose todo el tiempo a Teo Aljarafe como si el abogado fuese el interlocutor válido y Teresa estuviese allí a título decorativo. La cuestión, dijo Siso Pernas, era que la gente de Transer Naga mojaba en demasiadas salsas. Nada que objetar a la expansión mediterránea, al hachís y todo eso. Tampoco a que se tocara la fariña de una manera razonable: había negocio para todos. Pero cada uno en su sitio, y respetando los territorios y la antigüedad, que en España -seguía mirando todo el rato a Teo Aljarafe, como si el mejicano fuese él- siempre era un grado. Y por territorios, Siso Pernas y su padre, don Xaquin, entendían las operaciones atlánticas, los grandes cargamentos transportados por barco desde los puertos americanos. Ellos eran operadores de los colombianos de toda la vida, desde que don Xaquin y los hermanos Corbeira y la gente de la vieja escuela, presionados por las nuevas generaciones, empezaron a reconvertirse del tabaco al hachís y la coca. Así que traían una propuesta: nada que objetar a que Transer Naga trabajase la fariña que entraba por Casablanca y Agadir, siempre y cuando la llevara al Mediterráneo oriental y no se quedase en España. Porque los transportes directos para la Península y Europa, la ruta del Atlántico y sus ramificaciones hacia el norte, eran feudo gallego.

– En realidad es lo que estamos haciendo -precisó Teo Aljarafe-. Salvo en lo del transporte.

– Ya lo sé -Siso Pernas se sirvió de la cafetera que tenía delante, tras hacer un gesto en dirección a Teo, que negó breve con la cabeza; el gesto del gallego no incluía a Teresa-. Pero nuestra gente teme que les tiente ampliar el negocio. Hay cosas que no están claras. Barcos que van y vienen… No podemos controlar eso, y además nos exponemos a que nos endosen operaciones ajenas -miró a sus dos acompañantes, como si ellos supieran bien lo que decía-. A tener a los de Vigilancia Aduanera y a la Guardia Civil todo el tiempo con la mosca tras la oreja. -El mar es libre -apuntó Teresa.

Era la primera vez que hablaba, tras los saludos iniciales. Siso Pernas miraba a Teo, como si esas palabras las hubiera pronunciado él. Simpático como una hoja de afeitar. Los acompañantes sí observaban a Teresa con disimulo. Curiosos, y en apariencia divertidos con la situación.

– No para esto -dijo el gallego-. Llevamos mucho tiempo con la fariña. Tenemos experiencia. Hemos hecho inversiones muy grandes -seguía dirigiéndose a Teo-. Y ustedes nos perturban. Sus errores podemos pagarlos nosotros.

Teo observó brevemente a Teresa. Las manos morenas y delgadas del abogado hacían oscilar su estilográfica como un interrogante. Ella se mantuvo impasible. Haz tu trabajo, decía su silencio. Cada cosa en su momento.

– ¿Y qué opinan los colombianos? -preguntó Teo. -No se mojan -Siso Pernas sonreía torcido. Esos Pilatos cabrones, decía su gesto-. Opinan que el problema es nuestro, y que debemos resolverlo aquí.

– ¿Cuál es la alternativa?

El gallego bebió sin prisas un sorbo de café y se echó un poco hacia atrás en la silla, el aire satisfecho. Era güerito, apreció Teresa. Bien parecido, rozando los treinta. Bigote recortado y blazer azul sobre camisa blanca sin corbata. Un narco junior de segunda o tercera generación, sin duda con estudios. Más apresurado que sus mayores, que guardaban la lana en un calcetín y usaban siempre la misma chaqueta pasada de moda. Menos reflexivo. Menos reglas y más ansia por ganar dinero para comprar lujo y hembras. También más arrogante. Y ya nos vamos centrando, decía Siso Pernas sin palabras. Miró al acompañante que estaba a su izquierda, un tipo grueso de ojos pálidos. Trabajo hecho. Cedía los detalles a los subalternos.

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