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5. Lo que sembré allá en la sierra

La espera. El mar oscuro y millones de estrellas cuajando el cielo. La extensión sombría, inmensa hacia el norte, limitada al sur por la silueta negra de la costa. Todo alrededor tan quieto que parecía aceite. Y una leve brisa de tierra apenas perceptible, intermitente, que rozaba el agua con minúsculos centelleos de extraña fosforescencia. Siniestra belleza, concluyó al fin. Ésas eran las palabras.

No era buena para expresar ese tipo de cosas. Le había costado cuarenta minutos. De cualquier modo, así era el paisaje, bello y siniestro; y Teresa Mendoza lo contemplaba en silencio. Desde el primero de aquellos cuarenta minutos estaba inmóvil, sin despegar los labios, sintiendo cómo el relente calaba poco a poco su jersey y las perneras de sus liváis. Atenta a los sonidos de tierra y del mar. Al amortiguado rumor de la radio encendida, canal 44, con el volumen al mínimo.

– Echa un vistazo -sugirió Santiago.

Lo dijo en un susurro apenas audible. El mar, le había explicado las primeras veces, transmite los ruidos y las voces de forma diferente. Según el momento, puedes oír cosas que se dicen a una milla de distancia. Lo mismo ocurre con las luces; por eso la Phantom estaba a oscuras, camuflada en la noche y el mar con la pintura negra mate que cubría su casco de fibra de vidrio y la carcasa del motor. Y por eso los dos estaban callados y ella no fumaba, ni se movían apenas. Esperando.

Teresa pegó la cara al cono de goma que ocultaba la pantalla del radar Furuno de 8 millas. A cada barrido de la antena, el trazo oscuro de la costa marroquí persistía con nitidez perfecta en la parte inferior del recuadro, mostrando la ensenada arqueada hacia abajo entre las puntas de Cruces y Al Marsa. El resto estaba limpio: ni una señal en la superficie del mar. Pulsó dos veces la tecla de alcance, ampliando el radio de vigilancia de una a cuatro millas. Con el siguiente barrido la costa apareció más pequeña y prolongada, incluyendo hacia levante la mancha precisa, adentrada en el mar, de isla Perejil. También allí estaba limpio. Ningún barco. Ni siquiera el eco falso de una ola en el agua. Nada.

– Esos cabrones -oyó decir a Santiago.

Esperar. Eso formaba parte de su trabajo; pero en el tiempo que llevaban saliendo juntos al mar, Teresa había aprendido que lo malo no era la espera, sino las cosas que imaginas mientras esperas. Ni el sonido del agua en:,?

las rocas, ni el rumor del viento que podía confundirse con una patrullera marroquí -la mora, en jerga del Estrecho- o con el helicóptero de Aduanas español, eran tan inquietantes como aquella larga calma previa donde los pensamientos se convertían en el peor enemigo. Hasta la amenaza concreta, el eco hostil que aparecía de pronto en la pantalla de radar, el rugido del motor luchando por la velocidad y la libertad y la vida, la huida a cincuenta nudos con una patrullera pegada a la popa, los pantocazos sobre el agua, las violentas descargas alternativas de adrenalina y miedo en plena acción, suponían para ella situaciones preferibles a la incertidumbre de la calma, a la imaginación serena. Qué mala era la lucidez. Y qué perversas las posibilidades aterradoras, fríamente evaluadas, que encerraba lo desconocido. Aquella espera interminable al acecho de una señal de tierra, de un contacto en la radio, resultaba semejante a los amaneceres grises que seguían encontrándola despierta en la cama cada madrugada, y que ahora también llegaban en el mar, con la noche indecisa clareando por levante, y el frío, y la humedad que volvía resbaladiza la cubierta y le mojaba las ropas, las manos y la cara. Chale. Ningún miedo es insoportable, concluyó, a menos que te sobren tiempo y cabeza para pensar en él.

Cinco meses, ya. A veces, la otra Teresa Mendoza a la que sorprendía desde el más allá de un espejo, en cualquier esquina, en la luz sucia de los amaneceres, seguía espiándola con atención, expectante por los cambios que poco a poco parecían registrarse en ella. Esos cambios no eran gran cosa, todavía. Y estaban más relacionados con actitudes y situaciones externas que con los auténticos sucesos que se registran adentro y modifican de veras las perspectivas y la vida. Pero de algún modo también ésos los sentía llegar, sin fecha ni plazo fijo, inminentes y a remolque de los otros, igual que cuando estaba a punto de dolerle la cabeza tres o cuatro días seguidos o de cumplirse el ciclo -para ella siempre irregular y doloroso- de los días incómodos e inevitables. Por eso resultaba interesante, casi educativo, entrar y salir de aquel modo de sí misma; poder mirarse desde el interior lo mismo que desde afuera. Ahora Teresa sabía que todo, el miedo, la incertidumbre, la pasión, el placer, los recuerdos, su propio rostro que parecía mayor que unos meses atrás, podían contemplarse desde ese doble punto de vista. Con una lucidez matemática que no le correspondía a ella, sino a la otra mujer que latía en ella. Y esa aptitud para tan singular desdoblamiento, descubierta, o más bien intuida, la tarde misma -distaba apenas un ano- que sonó el teléfono en Culiacán, era la que le permitía observarse fríamente, a bordo de aquella lancha inmóvil en la oscuridad de un mar que ahora empezaba a conocer, ante la costa amenazadora de un país del que muy poco antes casi ignoraba la existencia, junto a la sombra silenciosa de un hombre al que no amaba o al que tal vez creía no amar, con riesgo de pudrirse el resto de sus años en una cárcel; idea que -el fantasma de Lalo Veiga era el tercer tripulante en cada viaje- la hacía estremecer de pánico cuando, como ahora, contaba con tiempo para meditar sobre ello.

Pero era mejor que Melilla, y mejor que cuanto había esperado. Más personal y más limpio. En ocasiones llegaba a pensar que hasta mejor que Sinaloa; pero entonces la imagen del Güero Dávila venía a su encuentro como un reproche, y ella se arrepentía en los adentros por traicionar de aquella manera el recuerdo. Nada era mejor que el Güero, y eso era cierto en más de un sentido. Culiacán, la bonita casa de Las Quintas, los restaurantes del malecón, la música de los chirrines y las bandas, los bailes, los paseos en coche a Mazatlán, las playas de Altata, todo cuanto ella había creído el mundo real que la ponía a gusto con la vida, se cimentaban en un error. Ella no vivía realmente en ese mundo, sino en el del Güero. No era su vida, sino otra donde había ido a instalarse cómoda y feliz hasta verse expulsada de pronto por una llamada telefónica, por el ciego terror de la huida, por la sonrisa de cuchillo del Gato Fierros y los estampidos de la Doble Águila en sus propias manos. Ahora, sin embargo, existía algo nuevo. Algo indefinible y no del todo malo en la oscuridad de la noche, y en el miedo tranquilo, resignado, que sentía cuando miraba alrededor, pese a la sombra próxima de un hombre que -eso había aprendido desde Culiacán- ya nunca podría hacer que se engañara de nuevo a sí misma, creyéndose protegida del horror, del dolor y de la muerte. Y, cosa extraña, aquella sensación, lejos de intimidarla, la acicateaba.

La obligaba a analizarse con más intensidad; con una curiosidad reflexiva, no exenta de respeto. Por eso a veces se quedaba mirando la foto donde habían estado ella y el Güero, mientras daba al mismo tiempo ojeadas al espejo, interrogándose sobre la distancia cada vez mayor entre aquellas tres mujeres: la joven con ojos asombrados del papel fotográfico, la Teresa que ahora vivía a este lado de la vida y del paso del tiempo, la desconocida que las observaba a las dos desde su -cada vez más inexacto- reflejo.

Chíngale, que estaba requetelejos de Culiacán. Entre dos continentes, con la costa marroquí a quince kilómetros de la española: las aguas del Estrecho de Gibraltar y la frontera sur de una Europa a la que no había soñado viajar en la vida. Allí, Santiago Fisterra era transportista por cuenta ajena. Tenía una casita alquilada en una playa de la bahía de Algeciras, por la parte española, y la planeadora amarrada en Marina Sheppard, protegida por la bandera inglesa del Peñón: una Phantom de siete metros de eslora con autonomía de ciento sesenta millas y motor de 250 caballos -cabezones los llamaban en el argot local, que Teresa empezaba a combinar con su mejicano sinaloense-, capaz de acelerar de cero a cincuenta y cinco nudos en veinte segundos. Santiago era un mercenario del mar. A diferencia del Güero Dávila en Sinaloa, él no tenía jefes ni trabajaba en exclusiva para ningún cártel. Sus empleadores eran traficantes españoles, ingleses, franceses e italianos instalados en la Costa del Sol. En lo demás se trataba más o menos de lo mismo: llevar cargas de un sitio a otro. Santiago cobraba a tanto por entrega, y respondía de pérdidas o fracasos con su propia vida. Pero eso era sólo en casos extremos. Aquel contrabando -casi siempre hachís, algunas veces tabaco de los almacenes gibraltareños- nada tenía que ver con el que Teresa Mendoza había conocido antes. El de estas aguas era un mundo duro, de raza pesada, pero menos hostil que el mejicano. Menos violencia, menos muertes. La gente no se bajaba a plomazos por una copa de más, ni cargaba cuernos de chivo como en Sinaloa. De las dos orillas, la norte era más tranquilizadora, incluso si caías en manos de la ley. Había abogados, jueces, normas que se aplicaban por igual a los delincuentes que a las víctimas. Pero el lado marroquí era distinto: ahí la pesadilla rondaba todo el tiempo. Corrupción en todos los niveles, derechos humanos apenas valorados, cárceles donde podías pudrirte en condiciones terribles. Con el agravante añadido de ser mujer, y lo que significaba caer en el engranaje inexorable de una sociedad musulmana como aquélla. Al principio Santiago se había negado a que ocupara el puesto de Lalo Veiga. Demasiado peligroso, dijo, zanjando el asunto. O creyendo zanjarlo. Todo bien serio y metido en puro macho, el gallego, raro que le salía a veces, menos brusco que el resto de los españoles cuando hablaban, tan cortantes y rudos todos ellos. Pero después de una noche que Teresa pasó con los ojos abiertos, mirando primero la oscuridad del techo y luego la familiar claridad gris, dándole vueltas en la cabeza, despertó a Santiago para decirle que había tomado una decisión. Y ni modo. Nunca volvería a esperar a nadie viendo telenovelas en ninguna casa de ninguna ciudad del mundo, y él podría elegir: o la admitía en la planeadora, o lo dejaba en ese momento, en el acto, para siempre y ahí nos vemos. Entonces él, mentón sin afeitar, ojos enrojecidos de sueño, se rascó el pelo revuelto y le preguntó si estaba loca o se había vuelto gilipollas o qué. Hasta que ella se levantó desnuda de la cama, y tal como estaba sacó su maleta del armario y empezó a meter cosas mientras procuraba no mirarse en el espejo ni mirarlo a él, ni pensar en lo que estaba haciendo. Santiago la dejó hacer observándola minuto y medio sin abrir la boca; y al fin, creyendo que se iba de veras -Teresa seguía metiendo ropa en la maleta sin saber si iba a irse o no-, dijo bueno, vale, de acuerdo. Al carallo con todo. No es a mí a quien los moros van a romper el coño si te agarran. Así que procura no caerte al agua como Lalo.

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