Rieron otra vez las dos en la oscuridad. Después hubo un resplandor en la cabecera del catre de Pati, que acababa de encender un cigarrillo.
– Igual voy a buscarlo -dijo- cuando salga de aquí.
– Pero tú no necesitas eso. Tienes lana.
– No la suficiente. Lo que gasto aquí no es mío, sino de mi familia -su tono se había vuelto irónico al pronunciar la palabra familia-… Y ese tesoro del que hablo es dinero de verdad. Mucho. Del que a su vez produce todavía más, y más, y mucho más, como en el bolero.
– ¿De verdad sabes dónde está?
– Por supuesto.
– ¿Y tiene dueño?… Quiero decir otro dueño aparte de ti.
La brasa del cigarrillo brilló un instante. Silencio.
– Ésa es una buena pregunta -dijo Pati.
– Chale. Ésa es la pregunta.
Se quedaron calladas de nuevo. Porque tú sabrás muchas más cosas que yo, pensaba Teresa. Tienes educación, y clase, y un abogado que viene a verte de vez en cuando, y una buena feria en el banco aunque sea de tu familia. Pero de eso que me hablas sé, y hasta es posible que por una vez sepa algo más de lo que sabes tú. Aunque luzcas dos cicatrices como estrellitas y un novio en el panteón y un tesoro esperándote a la salida, todo lo viste desde arriba. Yo, sin embargo, miraba desde abajo. Por eso conozco cosas que tú no has visto. Te quedaban lejos de a madre, con tu pelo tan güero y tu piel tan blanca y tus modales fresitas de colonia Chapultepec. He visto el barro en mis pies desnudos cuando plebita, en Las Siete Gotas, donde los borrachos llamaban a la puerta de mi mamá de madrugada, y yo la oía abrirles. También he visto la sonrisa del Gato Fierros. Y la piedra de León. He tirado tesoros al mar a cincuenta nudos, con las Hachejotas pegadas al culo. Así que no mames.
– Esa pregunta es difícil de responder -comentó al cabo Pati-. Hay gente que estuvo buscando, claro. Creían tener ciertos derechos… Pero de eso hace tiempo. Ahora nadie sabe que yo estoy al corriente.
– ¿Y a qué viene contármelo?
La brasa del cigarrillo intensificó un par de veces su brillo rojizo antes de que llegara la respuesta.
– No lo sé. O tal vez sí lo sé.
– No te imaginé tan bocona. Podría volverme madrina, e ir por ahí cotorreando la historia.
– No. Llevamos tiempo juntas y te observo. No eres de ésas.
Otro silencio. Esta vez fue más largo que los anteriores.
– Eres callada y leal.
– Tú también -respondió Teresa.
– No. Yo soy otras cosas.
Teresa vio apagarse la brasa del cigarrillo. Sentía curiosidad, pero también el deseo de que terminara aquella conversación. Lo mismo ya acabó y lo deja, pensó. No quiero que mañana lamente haber dicho cosas que no debía. Cosas que me quedan lejos, donde no puedo seguirla. En cambio, si se duerme ahora, siempre podremos callar sobre esto, echándole la culpa a los pericazos y al fandango y al tequila.
– Puede que un día te proponga recuperar ese tesoro -concluyó de pronto Pati-. Tú y yo, juntas. Teresa contuvo el aliento. Ni modo, se dijo. Ya nunca podremos considerar esta conversación como no habida. Lo que decimos nos aprisiona mucho más que lo que hacemos, o lo que callamos. El peor mal del ser humano fue inventar la palabra. Mira si no los perros. Así de leales son porque no hablan.
– ,Y por qué yo?
No podía callar. No podía decir sí o no. Hacía falta una respuesta, y aquella pregunta era la única respuesta posible. Oyó a Pati volverse en el catre hacia la pared antes de responder.
– Te lo diré cuando llegue el momento. Si es que llega.
8. Pacas de a kilo
– Hay personas cuya buena suerte se hace a base de infortunios -concluyó Eddie Álvarez-. Y ése fue el caso de Teresa Mendoza.
Los cristales de las gafas le empequeñecían los ojos cautos. Me había costado tiempo y algún intermediario tenerlo sentado frente a mí; pero allí estaba, metiendo y sacando todo el rato sus manos de los bolsillos de la chaqueta, después de saludarme sólo con la punta de los dedos. Charlábamos en la terraza del hotel Rock de Gibraltar, con el sol filtrándose entre la hiedra, las palmeras y los helechos del jardín colgado en la ladera del Peñón. Abajo, al otro lado de la balaustrada blanca, estaba la bahía de Algeciras, luminosa y desdibujada en la calima azul de la tarde: ferrys blancos al extremo de rectas estelas, la costa de África insinuándose más allá del Estrecho, los barcos fondeados apuntando sus proas hacia levante.
– Pues tengo entendido que al principio la ayudó en eso -dije-. Me refiero a facilitarle infortunios. El abogado parpadeó dos veces, hizo girar su vaso sobre la mesa y volvió a mirarme de nuevo.
– No hable de lo que no sabe -sonaba a reproche, y a consejo-. Yo hacía mi trabajo. Vivo de esto. Y en aquella época, ella no era nadie. Imposible imaginar…
Modulaba un par de muecas como para sus adentros, sin ganas, igual que si alguien le hubiera contado un chiste malo, de esos que tardas en comprender.
– Era imposible -repitió.
– Quizá se equivocó usted.
– Nos equivocamos muchos -parecía consolarse con el plural-. Aunque en esa cadena de errores yo era lo de menos.
Se pasó una mano por el pelo rizado, escaso, que llevaba demasiado largo y le daba un aire ruin. Luego tocó de nuevo el vaso ancho que tenía sobre la mesa: licor de whisky cuyo aspecto achocolatado no era nada apetitoso.
– En esta vida todo se paga -dijo tras pensarlo un momento-. Lo que pasa es que algunos pagan antes, otros durante y otros después… En el caso de la Mejicana, ella había pagado antes… No le quedaba nada que perder, y todo estaba por ganar. Eso fue lo que hizo. -Cuentan que usted la abandonó en la cárcel. Sin un céntimo.
Parecía de veras ofendido. Aunque en un fulana con sus antecedentes -me había ocupado de averiguarlos- eso no significara absolutamente nada.
– No sé qué le habrán contado, pero es inexacto. Yo puedo ser tan práctico como cualquiera, ¿entiende?…, Resulta normal en mi oficio. Pero no se trata de eso. No la abandoné.
Establecido aquello, expuso una serie de justificaciones más o menos razonables. Teresa Mendoza y Santiago Fisterra le habían, en efecto, confiado algún dinero.
Nada extraordinario: ciertos fondos que él procuraba lavar discretamente. El problema fue que casi todo lo invirtió en cuadros: paisajes, marinas y cosas así. Un par de retratos de buena factura. Sí. Casualmente lo hizo justo después de la muerte del gallego. Y los pintores no eran muy conocidos. De hecho no los conocía ni su padre; por eso invirtió en ellos. La revalorización, ya sabe. Pero vino la crisis. Hubo que malvender hasta el último lienzo, y también una pequeña participación en un bar de Main Street y algunas cosas más. De todo eso él dedujo sus honorarios -había atrasos y cosas pendientes-, y el dinero restante lo destinó a la defensa de Teresa. Eso supuso muchos gastos, claro. Un huevo y la yema del otro. Después de todo, ella sólo pasó un año en prisión.
– Dicen -apunté- que fue gracias a Patricia O'Farrell, cuyos abogados le hicieron el papeleo.
Vi que iniciaba el gesto de llevarse una mano al corazón, de nuevo ofendido. Dejó el gesto a la mitad. -Se dice cualquier cosa. Lo cierto es que hubo un momento en que, bueno -me miraba cual testigo de Jehová llamando al timbre-… Yo tenía otras ocupaciones. Lo de la Mejicana estaba en punto muerto. -Quiere decir que se había acabado el dinero. -El poco que tuvo, sí. Se acabó.
– Y entonces dejó de ocuparse de ella.
– Oiga -me mostraba las palmas de las manos levantándolas un poco, como si aquel gesto lo avalara-. Yo vivo de esto. No podía perder el tiempo. Para algo están los abogados de oficio. Además, le repito que era imposible saber…
– Comprendo. ¿Ella no le pidió cuentas más tarde? Se abstrajo en la contemplación de su vaso sobre el cristal de la mesa. Aquella pregunta no parecía traerle recuerdos gratos. Finalmente encogió los hombros a modo de respuesta, y se me quedó mirando.