Yasikov miraba un poco apartado, la espalda contra la pared, observando sin abrir la boca. Es tu negocio, decía su silencio. Tus decisiones. Sin duda también se preguntaba cómo era posible que Teresa soportase aquello sin un temblor en la mano que sostenía los cigarrillos que fumaba uno tras otro, sin un parpadeo, sin una mueca de horror. Estudiando a los sicarios torturados con una curiosidad seca, atenta, que no parecía de ella misma, sino de la otra ruca que rondaba cerca, mirándola como lo hacía Yasikov entre las sombras del sótano. Había misterios interesantes en todo aquello, decidió. Lecciones sobre los hombres y las mujeres. Sobre la vida y el dolor y el destino y la muerte. Y, como los libros que leía, todas aquellas lecciones hablaban también de ella misma.
El guarura del polo deportivo se secó la sangre de las manos en las perneras del pantalón y se volvió hacia Teresa, disciplinado e interrogante. Su navaja estaba en el suelo, a los pies del Gato Fierros. Para qué más, concluyó ella. Todo anda requeteclaro, y el resto me lo sé. Miró por fin a Yasikov, que encogió casi imperceptiblemente los hombros mientras dirigía una ojeada significativa a los sacos de cemento apilados en un rincón. Aquel sótano de la casa en construcción no era casual. Todo estaba previsto.
Yo lo haré, decidió de pronto. Sentía unas extrañas ganas de reír por dentro. De sí misma. De reír torcido. Amargo. En realidad, al menos en lo que se refería al Gato Fierros, se trataba sólo de acabar lo que había iniciado apretando el gatillo de la Doble Águila, tanto tiempo atrás. La vida te da sorpresas, decía la canción. Sorpresas te da la vida. Híjole. A veces te las da sobre cosas tuyas. Cosas que están ahí y no sabías que estaban. Desde los rincones en sombras, la otra Teresa Mendoza seguía observándola con mucha atención. A lo mejor, reflexionó, la que se quiere reír por dentro es ella.
– Yo lo haré -se oyó repetir, ahora en voz alta.
Era su responsabilidad. Sus cuentas pendientes y su vida. No podía descansar en nadie. El del polo deportivo la observaba curioso, como si su español no fuera bastante bueno para comprender lo que oía; se giró hacia su jefe y luego volvió a mirarla otra vez.
– No -dijo suavemente Yasikov.
Había hablado y se había movido al fin. Apartó la espalda de la pared, acercándose. No la observaba a ella, sino a los dos sicarios. El Gato Fierros tenía la cabeza inclinada sobre el pecho; Potemkin Gálvez los miraba cual si no los viera, los ojos fijos en la pared a través de ellos. Fijos en la nada.
– Es mi guerra -dijo Teresa. -No -repitió Yasikov.
La tomaba con dulzura por el brazo, invitándola a salir de allí. Ahora se encaraban, estudiándose.
– Me vale verga quien sea -dijo de pronto Potemkin Gálvez-… Nomas chínguenme, que ya se tardan. Teresa se encaró con el gatillero. Era la primera vez que le oía despegar los labios. La voz sonaba ronca, apagada. Seguía mirando hacia Teresa como si ella fuera invisible y él tuviese los ojos absortos en el vacío. Su desnuda corpulencia, inmovilizada en la silla, relucía de sudor y de sangre. Teresa anduvo despacio hasta quedar muy cerca, a su lado. Olía áspero, a carne sucia, maltrecha y torturada. -Órale, Pinto -le dijo-. No te apures… Te vas a morir ya.
El otro asintió un poco con la cabeza, mirando siempre hacia el lugar en donde ella había estado parada antes. Y Teresa volvió a escuchar el ruido de astillas en la puerta del armario de Culiacán, y vio el caño del Python acercándosele a la cabeza, y de nuevo oyó la voz diciendo el Güero era de los nuestros, Gato, acuérdate, y ésta era su hembra. Quita que no te salpique. Y tal vez, pensó de pronto, de veras se lo debía. Acabar rápido, como él había deseado para ella. Chale. Eran las reglas. Señaló con un gesto al cabizbajo Gato Fierros.
– No te añadiste a éste -murmuró.
Ni siquiera se trataba de una pregunta, o de una reflexión. Sólo un hecho. El gatillero permaneció impasible, cual si no hubiera oído. Un nuevo hilillo de sangre le goteaba de la nariz, suspendido en los pelos sucios del bigote. Ella lo estudió unos instantes más, y luego fue despacio hasta la puerta, pensativa. Yasikov la aguardaba en el umbral.
– Respetad al Pinto -dijo Teresa.
No siempre es cabal mochar parejo, pensaba. Porque hay deudas. Códigos raros que sólo entiende cada cual. Cosas de una.
12. Qué tal si te compro
Bajo la luz que entraba por las grandes claraboyas del techo, los flotadores de la lancha neumática Valiant parecían dos grandes torpedos grises. Teresa Mendoza estaba sentada en el suelo, rodeada de herramientas, y con las manos manchadas de grasa ajustaba las nuevas hélices en la cola de dos cabezones trucados a 250 caballos. Vestía unos viejos tejanos y una camiseta sucia, y el cabello recogido en dos trenzas le pendía a los lados de la cara moteada por gotas de sudor. Pepe Horcajuelo, su mecánico de confianza, estaba junto a ella observando la operación. De vez en cuando, sin que Teresa se lo pidiera, le alargaba una herramienta. Pepe era un individuo pequeño, casi diminuto, que en otros tiempos fue promesa del motociclismo. Una mancha de aceite en una curva y año y medio de rehabilitación lo retiraron de los circuitos, obligándolo a cambiar el mono de cuero por el mono de mecánico. El doctor Ramos lo había descubierto cuando a su viejo Dos Caballos se le quemó la junta de la culata y anduvo por Fuengirola en busca de un taller que abriese en domingo. El antiguo corredor tenía buena mano para los motores, incluidos los navales, a los que era capaz de sacarles quinientas revoluciones más. Era de esos tipos callados y eficaces a los que les gusta su oficio, trabajan mucho y nunca hacen preguntas. También -aspecto básico- era discreto. La única señal visible del dinero que había ganado en los últimos catorce meses era una Honda 1.200 que ahora estaba aparcada frente al pañol que Marina Samir, una pequeña empresa de capital marroquí con sede en Gibraltar -otra de las filiales tapadera de Transer Naga-, tenía junto al puerto deportivo de Sotogrande. El resto lo ahorraba cuidadosamente. Para la vejez. Porque nunca se sabe, solía decir, en qué curva te espera la siguiente mancha de aceite.
Ahora ajusta bien -dijo Teresa.
Tomó el cigarrillo que humeaba sobre el caballete que sostenía los cabezones y le dio un par de chupadas, manchándolo de grasa. A Pepe no le gustaba que fumaran cuando se trabajaba allí; tampoco que otros anduvieran trajinando en los motores cuyo mantenimiento le confiaban. Pero ella era la jefa, y los motores y las lanchas y el pañol eran suyos. Así que ni Pepe ni nadie tenían qué objetar. Además, a Teresa le gustaba ocuparse de cosas como aquélla, trabajar en la mecánica, moverse por el varadero y las instalaciones de los puertos. Alguna vez salía a probar los motores o una lancha; y en cierta ocasión, pilotando una de las nuevas semirrigidas de nueve metros -ella misma había ideado usar las quillas de fibra de vidrio huecas como depósitos de combustible-, navegó toda una noche a plena potencia probando su comportamiento con fuerte marejada. Pero en realidad todo eso eran pretextos. De aquel modo recordaba, y se recordaba, y mantenía el vínculo con una parte de ella misma que no se resignaba a desaparecer. Puede que eso tuviera que ver con ciertas inocencias perdidas; con estados de ánimo que ahora, mirando atrás, llegaba a creer próximos a la felicidad. Quizá fui feliz entonces, se decía. Tal vez lo fui de veras, aunque no me diera cuenta.
– Dame una llave del número cinco. Sujeta ahí…
Así.
Se quedó observando el resultado, satisfecha. Las hélices de acero que acababa de instalar -una levógira y otra dextrógira, para compensar el desvío producido por la rotación- tenían menos diámetro y más paso helicoidal que las originales de aluminio; y eso permitiría a la pareja de motores atornillados en el espejo de popa de una semirrígida desarrollar algunos nudos más de velocidad con mar llana. Teresa dejó otra vez el cigarrillo sobre el caballete e introdujo las chavetas y los pasadores que le alcanzaba Pepe, fijándolos bien. Después dio una última chupada al cigarrillo, lo apagó cuidadosamente en la media lata de Castrol vacía que usaba como cenicero, y se puso en pie, frotándose los riñones doloridos.