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– Ya me contarás qué tal se portan. -Ya le contaré.

Teresa se limpió las manos con un trapo y salió al exterior, entornando los ojos bajo el resplandor del sol andaluz. Estuvo así unos instantes, disfrutando del lugar y del paisaje: la enorme grúa azul del varadero, los palos de los barcos, el chapaleo suave del agua en la rampa de hormigón, el olor a mar, óxido y pintura fresca que desprendían los cascos fuera del agua, el campanilleo de drízas con la brisa que llegaba de levante por encima del espigón. Saludó a los operarios del varadero -conocía el nombre de cada uno de ellos-, y rodeando los pañoles y los veleros apuntalados en seco se dirigió a la parte de atrás, donde Pote Gálvez la esperaba de pie junto a la Cherokee aparcada entre palmeras, con el paisaje de fondo de la playa de arena gris que se curvaba hacia Punta Chullera y el este. Había pasado mucho tiempo -casi un año- desde aquella noche en el sótano del chalet en construcción de Nueva Andalucía, y también de lo ocurrido unos días más tarde, cuando el gatillero, todavía con marcas y magulladuras, se presentó ante Teresa Mendoza escoltado por dos hombres de Yasikov. Tengo algo que platicar con la doña, había dicho. Algo urgente. Y debe ser ahorita. Teresa lo recibió muy seria y muy fría en la terraza de una suite del hotel Puente Romano que daba a la playa, los guaruras vigilándolos a través de las grandes vidrieras cerradas del salón, tú dirás, Pinto. Tal vez quieras una copa. Pote Gálvez respondió no, gracias, y luego estuvo un rato mirando el mar sin mirarlo, rascándose la cabeza como un oso torpe, con su traje oscuro y arrugado, la chaqueta cruzada que le sentaba fatal porque acentuaba su gordura, las botas sinaloenses de piel de iguana a modo de nota discordante en la indumentaria formal -Teresa sintió una extraña simpatía por aquel par de botas- y el cuello de la camisa cerrado para la ocasión por una corbata demasiado ancha y colorida. Teresa lo observaba con mucha atención, del modo con que en los últimos años había aprendido a mirar a todo el mundo: hombres, mujeres. Pinches seres humanos racionales. Calando lo que decían, y sobre todo lo que se callaban o lo que tardaban en contar, como el mejicano en ese momento. Tú dirás, repitió al fin; y el otro se fue girando hacia ella, todavía en silencio, y al cabo la miró directamente, dejando de rascarse la cabeza para decir en voz baja, tras echar un vistazo de reojo a los hombres del salón, pos fíjese que vengo a agradecerle, señora. A dar las gracias por permitir que siga vivo a pesar de lo que hice, o de lo que estuve a punto de hacer. No querrás que te lo explique, replicó ella con dureza. Y el gatillero desvió de nuevo la vista, no, claro que no, y lo repitió dos veces con aquella manera de hablar que tantos recuerdos traía a Teresa, porque se le infiltraba por las brechas del corazón. Sólo quería eso. Agradecerle, y que sepa que Potemkin Gálvez se la debe y se la paga. Y cómo piensas pagarme, preguntó ella. Pos fíjese que ya lo hice en parte, fue la respuesta. Platiqué con la gente que me envió de allá. Por teléfono. Conté la pura neta: que nos tendieron un cuatro y le dieron padentro al Gato, y que no pudo hacerse nada porque nos madrugaron gacho. De qué gente hablas, preguntó Teresa, conociendo la respuesta. Pos nomás gente, dijo el otro, irguiéndose un poco picado, endurecidos de pronto los ojos orgullosos. Quihubo, mi doña. Usted sabe que yo ciertas cosas no las platico. Digamos sólo gente. Raza de allá. Y luego, de nuevo humilde y entre muchas pausas, buscando las palabras con esfuerzo, explicó que esa gente, la que fuera, había visto bien cabrón que él siguiera respirando y que a su cuate el Gato se lo torcieran de aquella manera, y que le habían explicado clarito sus tres caminos: acabar la chamba, agarrar el primer avión y volver a Culiacán para las consecuencias, o esconderse donde no lo encontraran.

– ¿Y qué has decidido, Pinto?

– Pos ni modo. Fíjese que ninguna de las tres cosas me cuadra. Por suerte todavía no tuve familia. Así que por ese rumbo ando tranquilo.

– Órale. Aquí me tiene. -¿Y qué hago contigo?

– Pos usted sabrá. Se me hace que ése no es mi problema.

Teresa estudiaba al gatillero. Tienes razón, concedió al cabo de un instante. Sentía una sonrisa a flor de labios pero no llegó a mostrarla. La lógica de Pote Gálvez era comprensible de puro elemental, pues ella conocía bien los códigos. En cierto modo había sido y era su propia lógica: la del mundo bronco del que ambos provenían. El Güero Dávila, pensó de pronto, se habría reído mucho con todo esto. Puro Sinaloa. Chale. Las bromas de la vida. -¿Me estás pidiendo un empleo?

– Igual un día mandan a otros -el gatillero encogía los hombros con resignada sencillez- y yo puedo pagarle a usted lo que le debo.

Y allí estaba ahora Pote Gálvez, esperándola junto al coche como cada día desde aquella mañana en la terraza del hotel Puente Romano: chófer, guardaespaldas, recadero, hombre para todo. Fue fácil conseguirle permiso de residencia, e incluso -aquello costó un poco más de lana- una licencia de armas a través de cierta amistosa empresa de seguridad. Eso le permitía cargar legalmente en la cintura, dentro de una funda de cuero, un Colt Python idéntico al que una vez le acercó a la cabeza a Teresa en otra existencia y en otras tierras. Pero la gente de Sinaloa no volvió a dar problemas: en las últimas semanas, vía Yasikov, Transer Naga habla hecho de intermediaria, por amor al arte, en una operación que el cártel de Sinaloa llevaba a medias con las mafias rusas que empezaban a introducirse en Los Ángeles y San Francisco. Eso suavizó tensiones, o adormeció viejos fantasmas; y hasta Teresa llegó el mensaje inequívoco de que todo quedaba olvidado: no carnales pero allá cada cual, el contador a cero y basta de chingaderas. El Batman Güemes en persona había aclarado ese punto por intermediarios fiables; y aunque en aquel negocio cualquier garantía resultaba relativa, bastó para aceitar las aguas. No hubo más sicarios, aunque Pote Gálvez, desconfiado por naturaleza y por oficio, jamás bajó la guardia. Sobre todo teniendo en cuenta que, a medida que Teresa ampliaba el negocio, las relaciones se hacían más complejas y los enemigos aumentaban de modo proporcional a su poder.

A casa, Pinto. -Sí, patrona.

La casa era el lujoso chalet con inmenso jardín y piscina que por fin estaba terminado en Guadalmina Baja, junto al mar. Teresa se acomodó en el asiento delantero mientras Pote Gálvez tomaba el volante. El trabajo en los motores la había aliviado un par de horas de las preocupaciones que tenia en la cabeza. Era la culminación de una buena etapa: cuatro cargas de la N'Drangheta estaban entregadas sin novedad y los italianos pedían más. También la gente de Solntsevo pedía más. Las nuevas planeadores cubrían eficazmente el transporte de hachís desde la costa de Murcia hasta la frontera portuguesa, con un porcentaje razonable -también esas pérdidas estaban previstas- de aprehensiones por parte de la Guardia Civil y Vigilancia Aduanera. Los contactos marroquíes y colombianos funcionaban a la perfección, y la infraestructura financiera actualizada por Teo Aljarafe absorbía y encauzaba ingentes cantidades de dinero del que sólo dos quintas partes se reinvertían en medios operativos. Pero a medida que Teresa ampliaba sus actividades, los roces con otras organizaciones dedicadas al negocio eran mayores. Imposible crecer sin ocupar espacio que otros consideraban propio. Y ahí venían los gallegos y los franceses.

Ningún problema con los franceses. O más bien pocos y breves. En la Costa del Sol operaban algunos proveedores de hachís de la mafia de Marsella, agrupados en torno a dos capos principales: un francoargelino llamado Michel Salem, y un marsellés conocido como Nené Garou. El primero era un hombre corpulento, sexagenario, pelo cano y modales agradables, con el que Teresa había mantenido algunos contactos poco satisfactorios. A diferencia de Salem, especializado en el tráfico de hachís en embarcaciones deportivas, hombre discreto y familiar que vivía en una lujosa casa de Fuengirola con dos hijas divorciadas y cuatro nietos, Nené Garou era un rufián francés clásico: un gangster arrogante, hablador y violento, aficionado a las chaquetas de cuero, a los coches caros y a las mujeres espectaculares. Garou tocaba el hachís además de la prostitución, el tráfico de armas cortas y el menudeo de heroína. Todos los intentos por negociar acuerdos razonables habían fracasado, y durante una entrevista informal mantenida con Teresa y Teo Aljarafe en el reservado de un restaurante de Mijas, Garou perdió los estribos hasta proferir en voz alta amenazas demasiado groseras y serias como para no tomarlas en cuenta. Ocurrió más o menos cuando el francés le propuso a Teresa el transporte de un cuarto de tonelada de heroína colombiana black tar, y ella dijo que no; que a su entender el hachís era droga más o menos popular y la coca lujo de los pendejos que se la pagaban; pero que la heroína era veneno para pobres, y ella no andaba en esas chingaderas. Eso dijo, chingaderas, y el otro se lo tomó a mal. A mí ninguna zorra mejicana me pisa los huevos, fue exactamente su último comentario, que el acento marsellés hizo todavía más desagradable. Teresa, sin mover un músculo de la cara, apagó muy despacio su cigarrillo en el cenicero antes de pedir la cuenta y abandonar la reunión. ¿Qué vamos a hacer?, fue el interrogante preocupado de Teo cuando estuvieron en la calle. Ese fulano es peligroso y está como una cabra. Pero Teresa no dijo nada durante tres días: ni una palabra, ni un comentario. Nada. En su interior, serena y silenciosa, planeaba movimientos, pros y contras, como si anduviese en medio de una compleja partida de ajedrez. Había descubierto que aquellos amaneceres grises que la encontraban con los ojos abiertos daban paso a reflexiones interesantes, a veces muy distintas de las que aportaba la luz del día. Y tres amaneceres después, ya tomada una decisión, fue a ver a Oleg Yasikov. Vengo a pedirte consejo, dijo, aunque los dos sabían que eso no era cierto. Y cuando ella planteó en pocas palabras el asunto, Yasikov se la quedó mirando un rato antes de encoger los hombros. Has crecido mucho, Tesa, dijo. Y cuando se crece mucho, estos inconvenientes van incluidos en el paquete. Sí. Yo no puedo meterme en eso. No. Tampoco puedo aconsejarte, porque es tu guerra y no la mía. Y lo mismo un día -la vida gasta bromas- nos vemos enfrentados por cosas parecidas. Sí. Quién sabe. Sólo recuerda que, en este negocio, un problema sin resolver es como un cáncer. Tarde o temprano, mata.

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