Hasta Oleg Yasikov la había alertado. Cuidado, Tesa. No te juegas sólo dinero, sino tu libertad y tu vida. Pero las decisiones son tuyas. Claro. De cualquier modo, no estaría de más que te preguntaras. Sí. Cosas. Por ejemplo, qué parte te toca a ti. De qué eres responsable. De qué no. Hasta qué punto empezaste esto tú misma, siguiéndole el juego. Hay responsabilidades pasivas que son tan graves como las otras. Hay silencios que no podemos excusarnos de haber escuchado con absoluta claridad. Sí. A partir de cierto momento en la vida, cada cual es responsable de lo que hace. Y de lo que no hace.
Cómo habría sido si. Eso pensaba a veces Teresa. Si yo. Quizás estaban ahí las claves; pero a ella le parecía imposible mirar desde el otro lado de aquella barrera cada vez más clara e inevitable. La irritaba la incomodidad, o el remordimiento, que sentía llegar en oleadas imprecisas, como llenándole las manos y sin saber qué hacer con él. Y por qué habría de sentirlo, se decía. Nunca pudo ser, y nunca fue. Nadie engañó a nadie; y si por parte de Pati hubo en el pasado esperanza, o intención, quedaba descartada hacía tiempo. Tal vez era ése el problema. Que todo estuviera consumado, o a punto de estarlo, y a la Teniente O'Farrell ya ni siquiera le quedase el móvil de la curiosidad. En relación a Teresa, Teo Aljarafe podía haber sido el último experimento de Pati. O su desquite. A partir de ahí, todo resultaba al mismo tiempo previsible y oscuro. Y a eso cada una se enfrentaría sola.
13. En dos y trescientos metros levanto las avionetas
– Ahí está -dijo el doctor Ramos.
Tenía oído de tísico, decidió Teresa. Ella no percibía nada, salvo el rumor de la resaca en la playa. La noche era tranquila, y el Mediterráneo una mancha negra frente a la ensenada de Agua Amarga, en la costa de Almería, con la luna iluminando como si fuera de nieve la arena de la orilla, y la luz del faro de Punta Polacra -tres destellos cada doce o quince segundos, registró su antiguo instinto profesional- brillando a intervalos al pie de la sierra de Gata, seis millas al sudoeste.
– Yo sólo oigo el mar -respondió. -Escuche.
Permaneció atenta a la oscuridad, aguzando el oído. Estaban de pie junto a la Cherokee, con un termo de café, vasos de plástico y bocadillos, protegidos del frío por chaquetones y jerseys. La silueta oscura de Pote Gálvez se paseaba a pocos metros, vigilando la pista de tierra y la rambla seca que daban acceso a la playa.
– Ahora lo oigo -dijo.
Era sólo un ronroneo lejano que apenas podía distinguirse del agua en la orilla; pero crecía poco a poco en intensidad y sonaba muy bajo, como si viniese del mar y no del cielo. Parecía una planeadora acercándose a gran velocidad.
– Buenos chicos -comentó el doctor Ramos. Había un poquito de orgullo en su voz, como quien habla de un hijo o un alumno aventajado, pero su tono era tranquilo como de costumbre. Aquel bato, pensó Teresa, no se ponía nervioso nunca. A ella, sin embargo, le costaba reprimir su inquietud y lograr que la voz le saliera con la serenidad que los demás esperaban. Si supieran, se dijo. Si supieran. Y más esa pinche noche, con lo que arriesgaban. Tres meses preparando lo que al fin se decidía en menos de dos horas, de las que ya habían transcurrido tres cuartas partes. Ahora el rumor de motores era cada vez más fuerte y cercano. El doctor se acercó el reloj de pulsera a los ojos antes de iluminar la esfera con un rápido resplandor de su mechero.
– Puntualidad prusiana -añadió-. El sitio justo y la hora exacta.
El sonido estaba cada vez más cerca, siempre a muy baja altura. Teresa escudriñó con avidez la oscuridad, y entonces le pareció verlo: un pequeño punto negro que aumentaba de tamaño, justo en el límite entre el agua sombría y el rielar de la luna, mar adentro.
– Híjole -dijo.
Era casi hermoso, pensó. Tenía información, recuerdos, experiencias que le permitían imaginar el mar visto desde la cabina, las luces amortiguadas en el tablero de instrumentos, la línea de tierra perfilándose delante, los dos hombres a los mandos, VOR-DME de Almería en la frecuencia 114,1 para calcular demora y distancia sobre el mar de Alborán, punto-raya-raya-raya-punto-raya-punto, y después la costa a ojo a la luz de la luna, buscando referencias en el destello del faro a la izquierda, las luces de Carboneras a la derecha, la mancha neutra de la ensenada en el centro. Ojalá estuviera allí arriba, se dijo. Volando a ojo como ellos, con un par de huevos rancheros en su sitio. Entonces el punto negro creció de pronto, siempre a ras del agua, mientras el ruido de motores aumentaba hasta volverse atronador, rooaaaar, hizo, igual que si fuera a echárseles encima, y Teresa alcanzó a distinguir unas alas materializándose a la misma altura desde la que observaban ella y el doctor. Y al cabo vio la silueta entera del avión que volaba muy bajo, a unos cinco metros sobre el mar, las dos hélices girando como discos de plata en el contraluz de la luna. A toda madre. Un instante después, sobrevolándolos con un rugido que levantó a su paso una polvareda de arena y algas secas, el avión ganó altitud, internándose tierra adentro mientras inclinaba un ala a babor y se perdía en la noche, entre las sierras de Gata y Cabrera.
Ahí va una tonelada y media -dijo el doctor. -Todavía no está abajo -respondió Teresa. -Lo estará en quince minutos.
Ya no había motivo para seguir a oscuras, así que el doctor hurgó en los bolsillos del pantalón, encendió su pipa, y luego prendió el cigarrillo que Teresa acababa de llevarse a la boca. Pote Gálvez venía con un vaso de café en cada mano. Una sombra gruesa, atenta a sus deseos. La arena blanca amortiguaba los pasos.
– ¿Qué onda, patrona? -Todo bien, Pinto. Gracias.
Bebió el líquido amargo, sin azúcar y avivado por un chorro de coñac, disfrutando el cigarrillo que tenía dentro un poco de hachís. Espero que todo siga igual de bien, pensó. El celular que llevaba en el bolsillo del chaquetón sonaría cuando la carga estuviese en las cuatro camionetas que esperaban junto a la rudimentaria pista: un diminuto aeródromo abandonado desde la guerra civil, en medio del desierto almeriense, cerca de Tabernas, con el pueblo más próximo a quince kilómetros. Aquélla era la última etapa de una compleja operación que relacionaba una carga de mil quinientos kilos de clorhidrato de cocaína del cártel de Medellín con las mafias italianas. Otra chinita en el zapato del clan Corbeira, que seguía pretendiendo la exclusiva de los movimientos de doña Blanca en territorio español. Teresa sonrió para sí. Bien chilosos iban a ponerse los gallegos, si se enteraban. Pero desde Colombia le habían pedido a Teresa que estudiase la posibilidad de colocar, de una sola tacada, un cargamento grande que sería embarcado en contenedores en el puerto de Valencia con destino a Génova; y ella se limitaba a solucionar el problema. La droga, sellada al vacío en paquetes de diez kilos dentro de bidones de grasa para automóviles, había cruzado el Atlántico después de transbordarse frente a Ecuador, a la altura de las islas Galápagos, a un viejo carguero con bandera panameña, el Susana. El desembarco se efectuó en la ciudad marroquí de Casablanca; y de allí, con protección de la Gendarmería Real -el coronel Abdelkader Chaib seguía en óptimas relaciones con Teresa-, viajó en camiones al Rif, hasta uno de los almacenes utilizados por los socios de Transer Naga para preparar los cargamentos de hachís.
– Los marroquíes han cumplido como caballeros -comentó el doctor Ramos, las manos en los bolsillos. Se dirigían al coche, con Pote Gálvez al volante. Los faros encendidos iluminaban la extensión de arena y rocas, las gaviotas desveladas que revoloteaban sorprendidas por la luz.
– Sí. Pero el mérito es suyo, doctor. -No la idea.
– Usted la hizo posible.
El doctor Ramos chupó su pipa sin decir nada. Era difícil que el táctico de Transer Naga formulara una queja, o mostrara satisfacción ante un elogio; pero lo cierto es que Teresa lo adivinaba satisfecho. Porque, si la idea del avión grande -el puente aéreo, lo llamaban entre ellos- era de Teresa, el trazado de la ruta y los detalles operativos corrían a cargo del doctor. La innovación consistía en aplicar los vuelos a baja altura y el aterrizaje en pistas secretas a una operación de más envergadura, más rentable. Porque en los últimos tiempos habían surgido problemas. Dos expediciones gallegas, financiadas por el clan Corbeira, resultaron interceptadas por Vigilancia Aduanera, una en el Caribe y otra frente a Portugal; y una tercera operación íntegramente realizada por los italianos -un mercante turco con media tonelada a bordo en ruta de Buenaventura a Génova, vía Cádiz- terminó en completo fracaso con la carga incautada por la Guardia Civil y ocho hombres en prisión. Era un momento difícil; y tras darle muchas vueltas Teresa decidió arriesgarse con los métodos que años atrás, en México, valieron a Amado Carrillo el sobrenombre de Señor de los Cielos. Órale, concluyó. Para qué inventar, habiendo maestros. De modo que puso a Farid Lataquia y al doctor Ramos al trabajo. El libanés había protestado, claro. Poco tiempo, poco dinero, poco margen. Siempre le piden milagros al mismo. Etcétera. Mientras, el doctor se encerraba. con sus mapas y sus planos y sus diagramas, fumando pipa tras pipa y sin pronunciar otras palabras que las imprescindibles, calculando rutas, combustible, lugares. Huecos de radar para llegar al mar entre Melilla y Alhucemas, distancia por recorrer a ras del agua con rumbo este-norte-noroeste, zonas sin vigilancia para cruzar la costa española, referencias de tierra para guiarse a ojo y sin instrumentos, consumo a alta y baja cota, sectores donde un avión de tamaño medio no podía ser detectado volando sobre el mar. Hasta sondeó a un par de controladores aéreos que estarían de guardia en las noches y lugares adecuados, asegurándose de que nadie daría parte si algún eco sospechoso se reflejaba en las pantallas de radar. También había volado sobre el desierto almeriense en busca del lugar adecuado para el aterrizaje, e ido a las montañas del Rif para comprobar sobre el terreno las condiciones de los aeródromos locales. El avión lo consiguió Lataquia en África: un viejo Aviocar C-212 destinado al transporte de pasajeros entre Malabo y Bata, procedente de la ayuda española a Guinea Ecuatorial, construido en 1978 y que todavía volaba. Bimotor, dos toneladas de capacidad de carga. Podía aterrizar a sesenta nudos en doscientos cincuenta metros de pista si invertía las hélices y sacaba los flaps a cuarenta grados. La compra se realizó sin problemas a través de un contacto de la embajada ecuatoguineana en Madrid -comisión del agregado comercial aparte, la sobrefacturación sirvió para cubrir una compra de motores marinos para semirrígidas-, y el Aviocar voló a Bangui, donde los dos motores turbohélice Garret TPE fueron revisados y puestos a punto por mecánicos franceses. Luego fue a posarse en una pista de cuatrocientos metros en las montañas del Rif para hacerse cargo de la cocaína. Conseguir la tripulación no fue difícil: cien mil dólares para el piloto Jan Karasek, polaco, ex fumigador agrícola, veterano de los vuelos nocturnos transportando hachís para Transer Naga a bordo de una Skymaster de su propiedad- y setenta y cinco mil para el copiloto: Fernando de la Cueva, un ex militar español que había volado con los Aviocar cuando estaba en el Ejército del Aire, antes de pasar a la aviación civil y quedarse en paro tras una reestructuración laboral de Iberia. Y a esa hora -los faros de la Cherokee alumbraban las primeras casas de Carboneras cuando Teresa consultó el reloj del salpicadero-, los dos hombres, tras guiarse por las luces de la autovía Almería-Murcia y cruzarla sobre las cercanías de Níjar, ya habrían llevado el avión, volando siempre bajo y evitando el trazado de torres eléctricas que el doctor Ramos dibujó cuidadosamente sobre sus mapas aéreos, en torno a la sierra de Alhamilla, girando despacio al oeste, y estarían sacando los flaps para aterrizar en el aeródromo clandestino iluminado por la luna, un coche al comienzo y otro trescientos cincuenta metros más lejos: dos breves destellos de faros para señalar el inicio y el final de la pista. Llevando en su bodega una carga valorada en cuarenta y cinco millones de dólares, de la que Transer Naga percibía, como transportista, una suma equivalente al diez por ciento.