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Tardó casi un mes en regresar, y lo cierto es que ella no esperaba verlo nunca más. Su fatalismo sinaloense llegó a creerlo ausente para siempre -es de los que no se quedan, había dicho Dris Larbí-, y ella aceptó esa ausencia del mismo modo que ahora aceptaba su reaparición. En los últimos tiempos, Teresa comprendía que el mundo giraba según reglas propias e impenetrables; reglas hechas de albures -en el sentido bromista que en México daban a esa palabra- y azares que incluían apariciones y desapariciones, presencias y ausencias, vidas y muertes. Y lo más que ella podía hacer era asumir esas reglas como suyas, flotar sintiéndose parte de una descomunal broma cósmica mientras era arrastrada por la corriente, braceando para seguir a flote, en vez de agotarse pretendiendo remontarla, o entenderla. De ese modo había llegado a la convicción de que era inútil desesperarse o luchar por nada que no fuese el momento concreto, el acto de inspiración y espiración, los sesenta y cinco latidos por minuto -el ritmo de su corazón siempre había sido lento y regular- que la mantenían viva. Era absurdo gastar energías en disparos contra las sombras, escupiendo al cielo, incomodando a un Dios ocupado en tareas más importantes. En cuanto a sus creencias religiosas -las que había traído consigo desde su tierra y sobrevivían a la rutina de aquella nueva vida-, Teresa seguía yendo a misa los domingos, rezaba mecánicamente sus oraciones antes de dormir, padrenuestro, avemaría, y a veces se sorprendía a sí misma pidiéndole a Cristo o a la Virgencita -un par de veces invocó también al santo Malverde- tal o cual cosa. Por ejemplo, que el Güero Dávila esté en la gloria, amén. Aunque sabía muy bien que, pese a sus buenos deseos, era improbable que el Güero estuviera en la pinche gloria. De fijo ardía en los infiernos, el muy perro, lo mismo que en las canciones de Paquita la del Barrio -¿estás ardiendo, inútil?-. Como el resto de sus oraciones, aquélla la encaraba sin convicción, más por protocolo que por otra cosa. Por costumbre. Aunque tal vez en lo del Güero la palabra era lealtad. En todo caso, lo hacía a la manera de quien eleva una instancia a un ministro poderoso, con pocas esperanzas de ver cumplido su ruego.

No rezaba por Santiago Fisterra. Ni una sola vez. Ni por su bienestar ni por su regreso. Lo mantenía al margen de forma deliberada, negándose a vincularlo de modo oficial a la médula del problema. Nada de repeticiones o dependencias, se había jurado a sí misma. Nunca más. Y sin embargo, la noche en que regresó a su casa y lo encontró sentado en los escalones igual que si se hubieran despedido unas horas antes, sintió un alivio extremo, y una alegría fuerte que la sacudió entre los muslos, en el vientre y en los ojos, y la necesidad de abrir la boca para respirar bien hondo. Fue un momento cortito, y luego se encontró calculando los días exactos que habían transcurrido desde la última vez, echando la cuenta de lo que se empleaba en ir de acá para allá y el regreso, kilómetros y horas de viaje, horarios adecuados para llamadas telefónicas, tiempo que tarda una carta o una tarjeta postal en ir del punto A al punto B. Pensaba en todo eso, aunque no hizo ningún reproche, mientras él la besaba, y entraban en la casa sin pronunciar palabra, e iban al dormitorio. Y seguía pensando en lo mismo cuando él se quedó quieto, tranquilo al fin, aliviado, de bruces sobre ella, y su respiración entrecortada fue apaciguándose contra su cuello.

– Trincaron a Lalo -dijo al fin.

Teresa se quedó aún más quieta. La luz del pasillo recortaba el hombro masculino ante su boca. Lo besó. -Casi me trincan a mí -añadió Santiago. Seguía inmóvil, el rostro hundido en el hueco de su cuello. Hablaba muy quedo, y los labios le rozaban la piel con cada palabra. Lentamente, ella le puso los brazos sobre la espalda.

– Cuéntamelo, si quieres.

Negó, moviendo un poco la cabeza, y Teresa no quiso insistir porque sabía que era innecesario. Que iba a hacerlo cuando se sintiera más tranquilo, si ella mantenía la misma actitud y el mismo silencio. Y así fue. Al poco rato, él empezó a contar. No a la manera de un relato, sino a trazos cortos semejantes a imágenes, o a recuerdos. En realidad recordaba en voz alta, comprendió. Quizá en todo aquel tiempo era la primera vez que hablaba de eso.

Y así supo, y así pudo imaginar. Y sobre todo entendió que la vida gasta bromas pesadas a la gente, y que esas bromas se encadenan de forma misteriosa con otras que le ocurren a gente distinta, y que una misma podía verse en el centro del absurdo entramado como una mosca en una tela de araña. De ese modo escuchó una historia que ya le era conocida antes de conocerla, en la que sólo cambiaban lugares y personajes, o apenas cambiaban siquiera; y decidió que Sinaloa no estaba tan lejos como ella había creído. También vio el foco de la patrullera marroquí quebrando la noche como un escalofrío, la bengala blanca en el aire, la cara de Lalo Veiga con la boca abierta por el estupor y el miedo al gritar: la mora, la mora. Y entre el inútil ronroneo del motor de arranque, la silueta de Lalo en la claridad del reflector mientras corría a popa a largar el cabo de la patera, los primeros disparos, fogonazos junto al foco, salpicaduras en el agua, zumbidos de balas, ziaaang, ziaaang, y los otros resplandores de tiros por el lado de tierra. Y de pronto el motor rugiendo a toda potencia, la proa de la planeadora levantándose hacia las estrellas, y más balazos, y el grito de Lalo cayendo por la borda: el grito y los gritos, espera, Santiago, espera, no me dejes, Santiago, Santiago, Santiago. Y luego el tronar del motor a toda potencia y la última mirada sobre el hombro para ver a Lalo quedándose atrás en el agua, encuadrado en el cono de luz de la patrullera, alzado un brazo para asirse inútilmente a la planeadora que corre, salta, se aleja golpeando con su pantoque la marejada en sombras.

Teresa escuchaba todo eso mientras el hombre desnudo e inmóvil sobre ella seguía rozándole la piel del cuello al mover los labios, sin levantar el rostro y sin mirarla. O sin dejar que ella lo mirase a él.

Los gallos. El canto del muecín. Otra vez la hora sucia y gris, indecisa entre noche y día. Esta vez tampoco Santiago dormía; por su respiración supo que continuaba despierto. Todo el resto de la noche lo había sentido removerse a su lado, estremeciéndose cuando caía en un sueño breve, tan inquieto que despertaba en seguida. Teresa permanecía boca arriba, reprimiendo el deseo de levantarse o de fumar, abiertos los ojos, mirando primero la oscuridad del techo y luego la mancha gris que reptaba desde afuera como una babosa maligna.

– Quiero que vengas conmigo -murmuró él, de pronto.

Ella estaba absorta en los latidos de su propio corazón: cada amanecer le parecía más lento que nunca, semejante a esos animales que duermen durante el invierno. Un día voy a morir a esta misma hora, pensó. Me matará esa luz sucia que siempre acude a la cita.

– Sí -dijo.

Aquel mismo día, Teresa buscó en su bolso la foto que conservaba de Sinaloa: ella bajo el brazo protector del Güero Dávila, mirando asombrada el mundo sin adivinar lo que acechaba en él. Estuvo así un buen rato, y al fin fue al lavabo y se contempló en el espejo, con la foto en la mano. Comparándose. Después, con cuidado y muy despacio, la rasgó en dos, guardó el trozo en el que estaba ella y encendió un cigarrillo. Con el mismo fósforo aplicó la llama a una punta de la otra mitad y se quedó inmóvil, el cigarrillo entre los dedos, viéndola chisporrotear y consumirse. La sonrisa del Güero fue lo último en desaparecer, y se dijo que eso era muy propio de él: burlarse de todo hasta el final, valiéndole madres. Lo mismo entre las llamas de la Cessna que entre las llamas de la pinche foto.

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