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– Imagínate una redada aquí -dijo Pati O'Farrell. Tenía un pitillo humeante en la boca y se reía, la tercera copa en la mano. No hay policía que tenga huevos, añadió. Estos bocados son de los que se atragantan. -Pues hay un policía. Nino Juárez.

– Ya he visto a ese cabrón.

Teresa bebió otro sorbo mientras terminaba de hacer la cuenta. Tres financieros. Cuatro constructores de alto nivel. Un par de actores anglosajones y maduros, afincados en la zona para eludir impuestos en su país. Un productor de cine con el que Teo Aljarafe acababa de establecer una provechosa asociación, pues quebraba una vez al año y era experto en mover dinero a través de sociedades con pérdidas y películas que nadie veía. Un dueño de seis campos de golf. Dos gobernadores. Un millonario saudí venido a menos. Un miembro de la familia real marroquí que iba a más. La principal accionista de una importante cadena hotelera. Una famosa modelo. Un cantante llegado de Miami en avión privado. Un ex ministro de Hacienda y su mujer, divorciada de un conocido actor de teatro. Tres putas de superlujo, bellas y notorias por sus romances de papel couché… Teresa había conversado un rato con el gobernador de Málaga y su esposa -ésta la estuvo mirando todo el rato recelosa y fascinada, sin abrir la boca, mientras Teresa y el gobernador acordaban la financiación de un auditorio cultural y tres centros de acogida para toxicómanos-. Después charló con dos de los constructores e hizo un aparte, breve y útil, con el miembro de la familia real marroquí, socio de comunes amigos a ambos lados del Estrecho, que le dio su tarjeta de visita. Tiene que venir a Marrakech. He oído hablar mucho de usted. Teresa asentía sin comprometerse, sonriente. Hijole, pensaba, imaginándose lo que aquel fulano habría oído. Y a quién. Luego cambió unas palabras con el dueño de los campos de golf, al que conocía un poco. Tengo una propuesta interesante, dijo el tipo. La llamaré. El cantante de Miami reía en un corrillo próximo, echando atrás la cabeza para mostrar la papada que acababan de estirarle en una clínica. De jovencita estaba loca por él, había dicho Pati, guasona. Y ahí lo ves. Sic transit -le chispeaban los iris, de pupilas muy dilatadas-. ¿Quieres que nos lo presenten?… Teresa negaba con la cabeza, la copa en los labios. No me chingues, Teniente. Y ojo que llevas tres. Tú sí que me chingas, había dicho la otra sin perder el humor. Tan sosa y sin olvidar el trabajo en tu puta existencia.

Teresa volvió a mirar en torno, distraída. En realidad aquello no era exactamente una fiesta, aunque lo que se celebraba fuese el cumpleaños del alcalde de Marbella. Era pura liturgia social, vinculada a los negocios. Tienes que ir, había insistido Teo Aljarafe, que ahora conversaba en el grupo de los financieros y sus mujeres, correcto, atento, un vaso en la mano, ligeramente inclinada su alta silueta, el perfil de águila vuelto cortés hacia las señoras. Aunque sean quince minutos déjate caer por allí, fue su consejo. Pestaña es muy elemental para ciertos detalles, y con él esas atenciones funcionan siempre. Además, no se trata sólo del alcalde. Con media docena de buenas noches y cómo te va, resuelves -de golpe un montón de compromisos. Desbrozas caminos y facilitas las cosas. Nos las facilitas.

Ahora vuelvo -dijo Pati.

Había dejado la copa vacía en una mesa y se alejaba, camino del bar: tacón alto, espalda escotada hasta la cintura, en contraste con el vestido negro que llevaba Teresa, con el único adorno de unos pendientes -pequeñas perlas sencillas- y el semanario de plata. De camino, Pati rozó deliberadamente la espalda de una joven que charlaba en un grupo y la otra se volvió a medias, mirándola. Esa chochito, había dicho antes Pati, moviendo la cabeza que seguía llevando casi rapada, al ponerle la vista encima. Y Teresa, acostumbrada al tono provocador de su amiga -a menudo Pati se extralimitaba a propósito cuando ella estaba presente-, encogió los hombros. Demasiado chava para ti, Teniente, dijo. Chava o no, respondió la otra, en El Puerto no se me habría escapado ni dando brincos. Y lo mismo, añadió tras mirarla pensativa un instante, me equivoqué de Edmundo Dantés. Sonreía excesivamente al decirlo. Y ahora Teresa la observaba alejarse, preocupada: Pati empezaba a tambalearse un poco, aunque tal vez aguantara un par de tragos más antes de la primera visita a los servicios para empolvarse la nariz. Pero no era problema de copas ni de pericazos. Pinche Pati. Las cosas iban cada vez peor, y no sólo aquella noche. En cuanto a la propia Teresa, era suficiente y podía ir pensando en marcharse.

– Buenas noches.

Había visto a Nino Juárez dando vueltas cerca, estudiándola. Menudo, con su barbita güera. Ropa costosa, imposible de pagar con un sueldo oficial. Se cruzaban alguna vez de lejos. Era Teo Aljarafe quien resolvía ese asunto. -Soy Nino Juárez.

– Sé quién es.

Desde el otro lado del salón, Teo, que estaba en todo, le dirigió a Teresa una mirada de advertencia. Aunque nuestro, previo pago de su importe, ese individuo es terreno minado, decían sus ojos. Y además hay gente que mira.

– No sabía que frecuentara estas reuniones -dijo el policía.

– Tampoco yo sabía que las frecuentara usted.

Eso no era cierto. Teresa estaba al corriente de que al comisario jefe del DOCS le gustaban la vida marbellí, el trato con los famosos, salir en televisión anunciando la realización de tal o cual brillante servicio a la sociedad. También le gustaba el dinero. Tomás Pestaña y él eran amigos y se apoyaban mutuamente.

– Forma parte de mi trabajo Juárez hizo una pausa y sonrió-… Lo mismo que del suyo.

No me gusta, decidió Teresa. Hay gente a la que puedo comprar si es necesario. Algunos me gustan y otros no. Éste no. Aunque tal vez lo que no me gusta son los policías que se venden. O los que se venden, sean o no policías. Comprar no significa llevártelo a casa.

– Hay un problema -comentó el tipo.

El tono era casi íntimo. Miraba alrededor como ella, el gesto amable.

– Los problemas -respondió Teresa- no son cosa mía. Tengo quien se encarga de resolverlos.

– Pues éste no se resuelve fácil. Y prefiero contárselo directamente a usted.

Luego lo hizo, en el mismo tono y en pocas palabras. Se trataba de una nueva investigación, impulsada por un juez de la Audiencia Nacional en extremo celoso de su trabajo: un tal Martínez Pardo. Esta vez, el juez había decidido dejar a un lado al DOCS y apoyarse en la Guardia Civil. Juárez quedaba al margen y no podía intervenir. Sólo quería dejarlo claro antes de que las cosas siguieran su curso.

– ¿Quién en la Guardia Civil?

– Hay un grupo bastante bueno. Delta Cuatro. Lo dirige un capitán que se llama Víctor Castro.

– He oído hablar de él.

– Pues llevan tiempo preparando en secreto el asunto. El juez ha venido un par de veces. Por lo visto le siguen la pista a la última partida de semirrígidas que anda por ahí. Quieren intervenir unas cuantas y establecer la conexión hacia arriba.

– ¿Es grave?

– Depende de lo que encuentren. Usted sabrá lo que tiene a la vista.

– ¿Y el DOCS?… ¿Qué piensa hacer?

– Nada. Mirar. Ya he dicho que a mi gente la dejan al margen. Con lo que acabo de contarle, cumplo. Pati estaba de regreso con una copa en la mano. Caminaba otra vez firme; y Teresa supuso que había pasado por los servicios a regalarse algo. Vaya, dijo al reunirse con ellos. Mira a quién tenemos aquí. La ley y el orden. Y qué Rolex tan grande lleva esta noche, supercomisario. ¿Es nuevo? Juárez ensombreció el gesto, mirando unos segundos a Teresa. Ya sabe lo que hay, dijo sin palabras. Y su socia no va a ser de ayuda si empiezan a llover hostias.

– Discúlpenme. Buenas noches.

Juárez se alejó entre los invitados. Patricia se reía bajito, viéndolo irse.

– ¿Qué te contaba ese hijo de puta?… ¿No llega a fin de mes?

– Es imprudente provocar así -Teresa bajaba la voz, incómoda. No quería irritarse, y menos allí-. Sobre todo a los policías.

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