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– Pues claro. Pestaña le facilitó mucho el control local, y ella siempre supo guardar las formas. Cada vez que había una investigación, agentes y jueces se mostraban de pronto desinteresados e incompetentes. Así que el alcalde podía frecuentarla sin escandalizar a nadie. Era discretísima y astuta. Poco a poco se fue infiltrando en los ayuntamientos, los tribunales… Hasta Fernando Bouvier, el gobernador de Málaga, le comía en la mano. Al final todos ganaban tanto dinero que nadie podía prescindir de ella. Ésa era su protección y su fuerza.

Su fuerza, repitió. Después se alisó las arrugas del pantalón de cuero, encendió un purito holandés y cruzó las piernas. A la Reina, añadió echando el humo, no le gustaban las fiestas. En todos esos años había asistido a dos o tres, como mucho. Llegaba tarde y se iba pronto. Vivía encerrada en su casa, y algunas veces se la pudo fotografiar de lejos, paseando por la playa. También le gustaba el mar. Se decía que en ocasiones iba con sus contrabandistas, como cuando no tenía dónde caerse muerta; pero eso tal vez era parte de la leyenda. Lo cierto es que le gustaba. Compró un yate grande, el Sinaloa, y pasaba temporadas a bordo, sola con los guardaespaldas y la tripulación. No viajaba mucho. Un par de veces la vieron por ahí. Puertos mediterráneos, Córcega, Baleares, islas griegas. Nada más.

– Una vez creí que la teníamos… Un paparazzi consiguió colarse con unos albañiles que trabajaban en el jardín, e hizo un par de carretes, ella en la terraza, en una ventana y cosas así. La revista que había comprado las fotos me llamó para que escribiera el texto. Pero nada. Alguien pagó una fortuna para bloquear el reportaje, y las fotos desaparecieron. Magia potagia. Dicen que las gestiones las hizo Teo Aljarafe en persona. El abogado guapito. Y que pagó diez veces lo que valían.

– Recuerdo eso… Un fotógrafo tuvo problemas. Cucho se inclinaba para dejar caer la ceniza en el cenicero. Detuvo el movimiento a medio camino. La sonrisa malvada se convirtió en risa sorda, cargada de intención.

– ¿Problemas?… Oye, querido. Con Teresa Mendoza, esa palabra es un eufemismo. El chico era un profesional. Un veterano del oficio, basurita de élite, experto en husmear braguetas y vidas ajenas… Las revistas y las agencias nunca dicen quién es el autor de esos reportajes, pero alguien debió de poner el cazo. Dos semanas después de que volaran las fotos, fueron a robar al apartamento que el chico tenía en Torremolinos, casualmente con él durmiendo dentro. Qué cosas, ¿verdad?… Le dieron cuatro navajazos, al parecer sin intención de matarlo, después de quebrarle uno por uno, imagínate, los dedos de las manos… Se corrió la voz. Nadie volvió a rondar la casa de Guadalmina, claro. Ni a acercarse a esa hija de puta en una veintena de metros a la redonda.

Amores -dije, cambiando el tercio.

Negó, rotundo. Aquello entraba de lleno en su especialidad.

– De amores, cero. Al menos que yo sepa. Y sabes que yo sé. Llegó a comentarse una relación con el abogado de confianza: Teo Aljarafe. Bien plantado, con clase. También muy canalla. Viajaban y tal. Incluso en Italia la vieron con él. Pero no le iba. A lo mejor se lo follaba, oye. Pero no le iba. Fíate de mi olfato de perra. Me inclino más por Patricia O'Farrell.

La O'Farrell, prosiguió Cucho tras ir en busca de otro zumo de naranja y saludar a unos conocidos de regreso, era cocaína de otro costal. Amigas y socias, aunque resultaban como la noche y el día. Pero estuvieron juntas en la cárcel. Vaya historia, ¿verdad? Tan promiscua y todo eso. Tan perversa. Y ésa sí que era fina. Un putón tortillero. Madurita, con todos los vicios del mundo, incluido éste -Cucho se tocaba significativamente la nariz-. Frívola a más no poder, así que no es fácil explicarse cómo esas dos, Safo y el capitán Morgan, podían estar juntas. Aunque se descontaba que las riendas las llevaba la Mejicana, claro. Imposible imaginar a la oveja negra de los O'Farrell montando ese negocio ella sola.

– Era una bollera convicta y confesa. Cocainómana hasta las cachas. Eso dio lugar a muchos cotilleos… Dicen que refinó a la otra, que era analfabeta, o casi.

Fuera verdad o no, cuando la conocí ya vestía y se comportaba con clase. Sabía usar buena ropa, siempre discreta: tonos oscuros, colores sencillos… Te vas a reír, pero un año hasta la metimos en la votación de las veinte mujeres más elegantes del año. Medio de coña, medio en serio. Te lo juro. Y salió, figúrate el morbazo. La diecitantos. Era monilla, poca cosa, pero sabía arreglarse -permaneció pensativo, distraída la sonrisa, y al cabo encogió los hombros-… Está claro que algo había entre esas dos. No sé qué: amistad, rollito íntimo, pero algo había. Muy raro todo. Y a lo mejor eso explica que la Reina del Sur tuviera pocos hombres en su vida.

Ding, dong, sonó la megafonía de la sala. Iberia anuncia la salida de su vuelo con destino a Barcelona. Cucho miró el reloj y se puso en pie, colgándose al hombro su bolso de cuero. Me levanté también, nos dimos la mano. Me alegro de verte, etcétera. Y gracias. Espero leer ese libro si antes no te cortan los huevos. Emasculación, creo que se dice. Antes de irse me guiñó un ojo.

– Luego está el misterio, ¿verdad?… Lo que pasó al final con la O'Farrell, y con el abogado -se reía, yéndose-. Lo que pasó con todos.

Aquél era un otoño suave, de noches templadas y buenos negocios. Teresa Mendoza bebió un sorbo del cóctel de champaña que tenía en la mano y miró alrededor. También a ella la observaban, directamente o de soslayo, entre comentarios en voz baja, murmullos, sonrisas que a veces eran aduladoras o inquietas. Ni modo. En los últimos tiempos, los medios de comunicación se ocupaban demasiado de ella como para permitirle pasar inadvertida. Trazando las coordenadas de un plano mental, se veía en el centro geográfico de una compleja trama de dinero y poder llena de posibilidades, y también de contrastes. De peligros. Bebió otro sorbo. Música tranquila, cincuenta personas selectas, once de la noche, la luna partida por la mitad, horizontal y amarillenta sobre el mar negro, reflejándose en la ensenada de Marbella al otro lado del inmenso paisaje salpicado por millones de luces, el salón abierto al jardín en la ladera de la montaña, junto a la carretera de Ronda. Los accesos controlados por guardias de seguridad y policías municipales. Tomás Pestaña, el anfitrión, iba y venía charlando de un grupo a otro, con chaqueta blanca y fajín rojo, el enorme cigarro habano entre los anillos de la mano izquierda, la cejas, tupidas como las de un oso, enarcadas en continua sorpresa de placer. Parecía un malandrín de película de espías de los años setenta. Un malo simpático. Gracias por venir, queridísimas. Qué detalle. Qué detalle. ¿Conocéis a Fulano?… ¿Y a Mengano?… Tomás Pestaña era así. En su salsa. Le gustaba presumir de todo, hasta de Teresa, como si ella fuese otra prueba más de su éxito. Un trofeo peligroso y raro. Cuando alguien lo interrogaba al respecto, modulaba una sonrisa intrigante y movía la cabeza, insinuando: si yo contara. Todo lo que da glamour o dinero me sirve, había dicho una vez. Una cosa arrastra a la otra. Y además de darle un toque de misterio exótico a la sociedad local, Teresa era cuerno de la abundancia, fuente inagotable de inversiones en dinero fresco. La última operación destinada a ganarse el corazón del alcalde -cuidadosamente recomendada por Teo Aljarafe- incluía la liquidación de una deuda municipal que amenazaba al Ayuntamiento con un escandaloso embargo de propiedades y consecuencias políticas. Además, a Pestaña, hablador, ambicioso, astuto -el alcalde más votado desde los tiempos de Jesús Gil-, le encantaba alardear de sus relaciones en momentos especiales, aunque sólo fuese para un grupo selecto de amigos, o de socios, del mismo modo que los coleccionistas de arte enseñan sus galerías privadas, donde ciertas obras maestras, adquiridas por medios ilícitos, no siempre pueden mostrarse en público.

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