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– Del Estrecho para adentro -dijo el grueso, apoyando los codos en la mesa- ustedes tienen libertad absoluta. Nosotros les pondríamos la carga en Marruecos, si la prefieren allí, pero haciéndonos responsables del transporte desde los puertos americanos… Estamos dispuestos a conceder condiciones especiales, porcentajes y garantías. Incluso a que trabajen como asociados, pero controlando nosotros las operaciones.

– Cuanto más simple es todo -remató Siso Pernas, casi desde atrás-, menos riesgos.

Teo cambió otra mirada con Teresa. Y si no, le dijo ella con los ojos. Y si no, repitió el abogado en voz alta.

Qué pasa si no aceptamos esas condiciones. El tipo grueso no respondió, y Siso Pernas se entretuvo mirando su taza de café, pensativo, como si esa eventualidad no se la hubiera planteado nunca.

– Pues no sé -dijo al fin-. Quizá tengamos problemas.

– ¿Quiénes los tendrán? -quiso saber Teo.

Se inclinaba un poco, tranquilo, sobrio, la estilográfica entre los dedos como si se dispusiera a tomar notas. Seguro en su papel, aunque Teresa sabía que estaba deseando levantarse y salir de aquella habitación. El género de problemas que insinuaba el gallego no eran especialidad de Teo. A ratos volvía ligeramente el rostro hacia ella, sin mirarla. Yo sólo puedo llegar hasta aquí, insinuaba. Lo mío son las negociaciones pacíficas, la asesoría fiscal y la ingeniería financiera; no los dobles sentidos ni las amenazas flotando en el aire. Si esto cambia de tono, ya no puede ser cosa mía.

– Ustedes… Nosotros -Siso Pernas dirigía ojeadas suspicaces a la estilográfica de Teo-. A nadie le conviene un desacuerdo.

Las últimas palabras sonaron como una astilla de vidrio. Cling. Y éste es el punto, se dijo Teresa, donde jalas o se te arranca. Es aquí donde empieza la guerra. Donde entra la pinche sinaloense que sabe lo que se rifa. Y más vale que esté ahí, esperando a que la llame. Ahora la necesito.

– Híjole… ¿Nos van a romper la madre con bates de béisbol?… ¿Como le pasó a ese francés que salió el otro día en los periódicos?

Miraba a Siso Pernas con una sorpresa que parecía auténtica, aunque no engañaba a nadie, ni lo pretendía. El otro se volvió hacia ella como si acabara de materializarse en el aire, mientras el gordo de los ojos pálidos se contemplaba las uñas y el tercero, un tipo flaco con manos de campesino, o de pescador, se hurgaba la nariz. Teresa esperó a que Siso Pernas dijera algo; pero el gallego permaneció callado, mirándola con una mezcla de irritación y desconcierto. En cuanto a Teo, la preocupación se le volvía inquietud manifiesta. Cuidado, rumoreaba mudo. Mucho cuidado.

A lo mejor -prosiguió Teresa despacio- es que soy extranjera y no conozco las costumbres… El señor Aljarafe tiene toda mi confianza; pero cuando hago negocios me gusta que se dirijan a mí. Soy yo quien decide mis asuntos… ¿Capta usted la situación?

Siso Pernas seguía observándola en silencio, las manos a ambos lados de la taza de café. El ambiente estaba próximo al punto de congelación. Quién dijo cuates, pensó Teresa. Si me silban el corrido, yo le pongo letra. Y de gallegos sé algo.

– Pues ahora -prosiguió- le voy a decir cómo lo veo yo.

Espero no regar el mole, pensó. Y dijo cómo lo veía ella. Lo hizo muy claro y separando bien cada frase, con las pausas adecuadas para que todos captaran los matices. Tengo el máximo respeto por lo que hacen en Galicia, empezó. Raza pesada y demás, muy padre. Pero eso no me impide saber que están fichados por la policía, bajo estrecha vigilancia y sometidos a procedimientos judiciales. Tienen madrinas e infiltrados por todas partes, y de vez en cuando alguno de ustedes se deja atrapar con las manos en la masa. Todo bien gacho, que decimos en Sinaloa. Y resulta que si en algo se basa mi negocio es en extremar la seguridad, con una forma de trabajar que impide, hasta el límite de lo razonable, las fugas de información. Poca gente, y la mayor parte no se conoce entre sí. Eso ahorra pitazos. Me llevó tiempo crear esa estructura, y no estoy dispuesta, uno, a dejarla oxidarse, y dos, a ponerla en peligro con operaciones que no puedo controlar. Ustedes piden que me ponga en sus manos a cambio de un porcentaje o de qué sé yo. O sea: que me cruce de brazos y les deje el monopolio. No veo qué puedo sacar de eso, ni en qué me conviene. Excepto que me estén amenazando. Pero no creo, ¿verdad?… No creo que me amenacen.

– ¿Con qué íbamos a amenazarla? -preguntó Siso Pernas.

Aquel acento. Teresa apartó el fantasma que rondaba cerca. Necesitaba la cabeza tranquila, el tono justo. La piedra de León estaba lejos, y no quería toparse con otra.

– Pues fíjense que se me ocurren dos maneras -respondió-: filtrar información que me perjudique, o intentar algo directamente. En ambos casos sepan que puedo ser tan perrona como el que más. Con una diferencia: yo no tengo a nadie que me haga vulnerable. Soy una persona de paso, y mañana puedo morirme o desaparecer, o marcharme sin hacer las maletas. Ni panteón me mandé hacer, aunque sea mejicana. Ustedes, sin embargo, tienen posesiones. Pazos, creo que llaman a esas casas hermosas de Galicia. Carros de lujo, amigos… Familiares. Ustedes pueden hacer venir sicarios colombianos para trabajos sucios. Yo también. Ustedes pueden, llegados al extremo, desencadenar una guerra. Yo, modestamente, también, porque me sobra lana y con eso te pagas cualquier cosa. Pero una guerra atraería la atención de las autoridades… He observado que al ministerio del Interior no le gustan los ajustes de cuentas entre narcos, sobre todo si hay nombres y apellidos, posesiones que incautar, gente que puede ir a la cárcel, procedimientos judiciales en curso… Ustedes salen mucho en los periódicos.

– Usted también -apuntó Siso Pernas con una mueca irritada.

Teresa lo miró fríamente tres segundos, con mucha calma.

– No cada día, ni en las mismas páginas. A mí nadie me probó nada.

El gallego emitió una risa corta, grosera. -Pues ya me dirá cómo lo consigue. A lo mejor es que soy un poquito menos pendeja.

Lo dicho dicho está, pensó concluyendo. Requeteclaro y sin cremita. Y ahora a ver por dónde van estos cabrones. Teo le ponía y le quitaba el capuchón a la estilográfica. También tú estás pasando un mal rato, pensó Teresa. Para eso cobras lo que cobras. La diferencia es que a ti puede notársete, y a mí no.

– Todo puede cambiar -comentó Siso Pernas-. Me refiero a lo suyo.

Variante considerada. Prevista. Teresa tomó un Bisonte del paquete que tenía delante, junto a un vaso de agua y una carpeta de cuero con documentos. Lo hizo como si reflexionara, y se lo puso en la boca sin encenderlo. Tenía la boca seca, pero decidió no tocar el vaso de agua. La cuestión no es cómo yo me sienta, se dijo. La cuestión es cómo me ven.

– Claro -concedió-. Y me late que cambiará. Pero yo sigo siendo una. Con mi gente, pero una. Mi negocio es voluntariamente limitado. Todos saben que no manejo carga propia. Sólo transporto. Eso disminuye mis daños potenciales. Y mis ambiciones. Ustedes, sin embargo, tienen muchas puertas y ventanas por donde entrarles. Hay donde elegir, si alguien decide golpear. Gente a la que quieren, intereses que les importa conservar… Hay donde romperles la madre.

Miraba al otro a los ojos, el cigarrillo en los labios. Inexpresiva. Estuvo así unos instantes, contando por dentro los segundos, hasta que Siso Pernas, el aire reflexivo y casi a regañadientes, se metió la mano en el bolsillo, sacó un encendedor de oro, e inclinándose sobre la mesa le dio fuego. Ahí llegaste, güerito. Ya te quiebras. Se lo agradeció con un movimiento de cabeza.

– ¿Y a usted no? -preguntó al fin el gallego, guardándose el encendedor.

– Puede hacer la prueba -Teresa soltaba el humo al hablar, un poco entornados los ojos-. Le sorprendería saber lo fuerte que es alguien que no tiene nada que perder excepto a sí misma. Usted tiene familia, por ejemplo. Una mujer muy bonita, dicen… Un hijo. Rematemos, decidió. El miedo no hay que avivarlo de golpe, porque entonces puede convertirse en sorpresa o irreflexión y enloquecer a quienes creen que ya no hay remedio. Eso los vuelve imprevisibles y requetepeligrosos. El arte reside en infiltrarlo poquito a poco: que dure, y desvele, y madure, porque de ese modo se convierte en respeto. La frontera es sutil, y hay que tantearla suave hasta que encaja. -En Sinaloa tenemos un dicho: Voy a matar a toda su familia, y luego desentierro a sus abuelos, les meto unos tiros y los vuelvo a enterrar…

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