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Corrió de nuevo. En realidad no había dejado de hacerlo desde que sonó el teléfono en Culiacán. Una huida hacia adelante, sin rumbo, que la llevaba a personas y lugares imprevistos. Apenas salió por la puerta de atrás, los músculos crispados a la espera de un plomazo, corrió por la calle Panaderos sin importarle llamar la atención, pasó junto al mercado -de nuevo el recuerdo de aquella primera fuga- y allí siguió caminando deprisa hasta llegar a la calle Nueva. El corazón le iba a seis mil ochocientas vueltas por minuto, como si tuviera dentro un cabezón trucado. Tacatacatac. Tacatacatac. Se volvía a mirar atrás de vez en cuando, confiando en que los dos gatilleros siguieran esperándola en la librería. Aflojó el paso cuando estuvo a punto de resbalar en el suelo mojado. Más serena y razonando. Te vas a romper la madre, se dijo, Así que tómalo con calma. No te apendejes y piensa. No en lo que hacen esos dos batos aquí, sino en cómo librarte de ellos. Cómo ponerte a salvo. Los porqués ya tendrás tiempo de considerarlos mas tarde, si es que sigues viva.

Imposible recurrir a un policía, ni regresar a la Cherokee con asientos de cuero -aquella ancestral afición sinaloense por las rancheras todo terreno- que tenía aparcada en el subterráneo de la plaza de la Marina. Piensa, se dijo de nuevo. Piensa, o te puedes morir ahorita. Miró alrededor, desamparada. Estaba en la plaza de la Constitución, a pocos pasos del hotel Larios. A veces Pati y ella, cuando iban de compras, tomaban un aperitivo en el bar del primer piso, un lugar agradable desde el que podía verse -vigilarse, en este caso- un buen trecho de la calle. El hotel, naturalmente. Órale. Sacó el teléfono del bolso mientras cruzaba el portal y subía las escaleras. Bip, bip, bip. Aquél era un problema que sólo podía resolverle Oleg Yasikov.

Le fue difícil conciliar el sueño esa noche. Salía de la duermevela entre sobresaltos, y más de una vez escuchó, alarmada, una voz que gemía en la oscuridad, descubriendo al cabo que era la suya. Las imágenes del pasado y del presente se mezclaban en su cabeza: la sonrisa del Gato Fierros, la sensación de quemazón entre los muslos, los estampidos de una Colt Doble Águila, la carrera medio desnuda entre los arbustos que le arañaban las piernas. Como de ayer, como de ahora mismo, parecía. Al menos tres veces oyó los golpes que uno de los guardaespaldas de Yasikov daba en la puerta del dormitorio. Dígame si se encuentra bien, señora. Si necesita algo. Antes del amanecer se vistió y salió al saloncito. Uno de los hombres dormitaba en el sofá, y el otro levantó los ojos de una revista antes de ponerse en pie, despacio. Un café, señora. Una copa de algo. Teresa negó con la cabeza y fue a sentarse junto a la ventana que daba al puerto de Estepona. Yasikov le había facilitado el apartamento. Quédate cuanto quieras, dijo. Y evita ir por tu casa hasta que todo vuelva al orden. Los dos guaruras eran de mediana edad, corpulentos y tranquilos. Uno con acento ruso y otro sin acento de ninguna clase porque jamás abría la boca. Ambos sin identidad. Bikiles, los llamaba Yasikov. Soldados. Gente callada que se movía despacio y miraba a todas partes con ojos profesionales. No se apartaban de su lado desde que llegaron al bar del hotel sin llamar la atención, uno de ellos con una bolsa deportiva colgada al hombro, y la acompañaron -el que hablaba le pidió antes, en voz baja y por favor, que detallase el aspecto de los pistoleros- hasta un Mercedes de cristales tintados que aguardaba en la puerta. Ahora la bolsa deportiva estaba abierta sobre una mesa, y dentro relucía suave el pavonado de una pistola ametralladora Skorpion.

Vio a Yasikov a la mañana siguiente. Vamos a intentar resolver el problema, dijo el ruso. Mientras tanto, procura no pasearte mucho. Y ahora sería útil que me explicaras qué diablos pasa. Si. Qué cuentas dejaste atrás. Quiero ayudarte, pero no buscarme enemigos gratis, ni interferir en cosas de gente que pueda estar relacionada conmigo para otros negocios. Eso, niet de niet. Si se trata de mejicanos me da lo mismo, porque nada he perdido allí. No. Pero con los colombianos necesito estar a buenas. Sí. Son mejicanos, confirmó Teresa. De Culiacán, Sinaloa. Mi pinche tierra. Entonces me da igual, fue la respuesta de Yasikov. Puedo ayudarte. De modo que Teresa encendió un cigarrillo, y luego otro y otro más, y durante un rato largo puso a su interlocutor al corriente de aquella etapa de su vida que por un tiempo creyó cerrada para siempre: el Batman Güemes, don Epifanio Vargas, las transas del Güero Dávila, su muerte, la fuga de Culiacán, Melilla y Algeciras. Coincide con los rumores que había oído, concluyó el otro cuando ella hubo terminado. Excepto tú, nunca vimos mejicanos por aquí. No. El auge de tus negocios ha debido refrescarle a alguien la memoria.

Decidieron que Teresa seguiría haciendo vida normal -no puedo estar encerrada, dijo ella, bastante tiempo lo estuve ya en El Puerto-, pero tomando precauciones y con los dos bikiles de Yasikov junto a ella a sol y a sombra. También deberías llevar un arma, sugirió el ruso. Pero ella no quiso. No mames, dijo. Güey. Estoy limpia y quiero seguir estándolo. Una posesión ilegal bastaría para ponerme otra vez a catchear en prisión. Y, tras pensarlo un momento, el otro estuvo de acuerdo. Cuídate entonces, concluyó. Que yo me ocupo.

Teresa lo hizo. Durante la semana siguiente vivió con los guaruras pegados a sus talones, evitando dejarse ver demasiado. Todo el tiempo se mantuvo lejos de su casa -un apartamento de lujo en Puerto Banús, que en esa época ya pensaba sustituir por una casa junto al mar, en Guadalmina Baja-, y fue Pati quien anduvo de un lado a otro con ropa, libros y lo necesario. Guardaespaldas como en las películas, decía. Esto parece L. A. Confidencial. Pasaba mucho tiempo acompañándola, de charla o viendo la tele, con la mesita del salón espolvoreada de blanco, ante la mirada inexpresiva de los dos hombres de Yasikov. Al cabo de una semana, Pati les dijo feliz Navidad -era mediados de marzo- y puso sobre la mesa, junto a la bolsa de la Skorpion, dos gruesos fajos de dinero. Un detalle, dijo. Para que ustedes se tomen algo. Por lo bien que cuidan de mi amiga. Ya estamos pagados, dijo el que hablaba con acento, después de mirar el dinero y mirar a su camarada. Y Teresa pensó que Yasikov pagaba muy bien a su gente, o que ellos le tenían mucho respeto al ruso. Quizá las dos cosas. Nunca llegó a saber cómo se llamaban. Pati siempre se refería a ellos como Pixie y Dixie.

Los dos paquetes están localizados, informó Yasikov. Un colega que me debe favores acaba de llamar. Así que te tendré al corriente. Se lo dijo por teléfono en vísperas de la reunión con los italianos, sin darle importancia aparente, en el curso de una conversación sobre otros asuntos. Teresa estaba con su gente, planificando la compra de ocho lanchas neumáticas de nueve metros de eslora que serían almacenadas en una nave industrial de Estepona hasta el momento de echarlas al agua. Al apagar el teléfono encendió un cigarrillo para darse tiempo, preguntándose cómo iba a solucionar su amigo ruso el problema. Pati la miraba. Y a veces, decidió irritada, es como si ésta me adivinara el pensamiento. Además de Pati -Teo Aljarafe estaba en el Caribe, y Eddie Álvarez, relegado a tareas administrativas, ocupándose del papeleo bancario en Gibraltar-, se hallaban presentes dos nuevos consejeros de Transer Naga: Farid Lataquia y el doctor Ramos. Lataquia era un maronita libanés propietario de una empresa de importación, tapadera de su verdadera actividad, que era conseguir cosas. Pequeño, simpático, nervioso, el pelo clareándole en la coronilla y frondoso bigote, había hecho algún dinero con el tráfico de armas durante la guerra del Líbano -estaba casado con una Gemayel-, y ahora vivía en Marbella. Si le proporcionaban medios suficientes, era capaz de encontrar cualquier cosa. Gracias a él, Transer Naga disponía de una ruta fiable para la cocaína: viejos pesqueros de Huelva, yates privados o destartalados mercantes de poco tonelaje que, antes de cargar sal en Torrevieja, recibían en alta mar la droga que entraba en Marruecos por el Atlántico, y en caso necesario hacían de nodrizas para las planeadoras que operaban en la costa oriental andaluza. En cuanto al doctor Ramos, había sido médico de la marina mercante, y era el táctico de la organización: planificaba las operaciones, los puntos de embarque y alijo, las artimañas de diversión, el camuflaje. Cincuentón de pelo gris, alto y muy flaco, descuidado de aspecto, siempre vestía viejas chaquetas de punto, camisas de franela y pantalones arrugados. Fumaba en pipas de cazoletas requemadas, llenándolas con parsimonia -resultaba el hombre más tranquilo del mundo- de un tabaco inglés salido de cajas de latón que le deformaban los bolsillos llenos de llaves, monedas, mecheros, atacadores de pipa y los objetos más insospechados. Una vez, al sacar un pañuelo -los usaba con sus iniciales bordadas, como antiguamente- se le había caído al suelo una linternita enganchada a un llavero de propaganda de yogur Danone. Sonaba como un chatarrero, al caminar.

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