– Una sola identidad -decía el doctor Ramos-. Un mismo folio y matrícula cada Zodiac. Idéntico para todas. Como las echaremos al agua de una en una, no hay el menor problema… En cada viaje, una vez cargadas, a las gomas se les quita el rótulo y se vuelven anónimas. Para más seguridad podemos abandonarlas después, o que alguien se haga cargo de ellas. Pagando, claro. Así amortizamos algo.
– ¿No es muy descarado lo de la misma matrícula? -Irán al agua de una en una. Cuando la A esté operando, la numeración se la ponemos a la B. De esa forma, como todas serán iguales, siempre tendremos una amarrada en su pantalán, limpia. A efectos oficiales, nunca se habrá movido de ahí.
– ¿Y la vigilancia en el puerto?
El doctor Ramos sonrió apenas, con sincera modestia. El contacto próximo era también su especialidad: guardias portuarios, mecánicos, marineros. Andaba por allí, aparcado su viejo Citroen Dos Caballos en cualquier parte, charlando con unos y otros, la pipa entre los dientes y el aire despistado y respetable. Tenía un pequeño barquito a motor en Cabopino con el que iba de pesca. Conocía cada lugar de la costa y a todo el mundo entre Málaga y la desembocadura del Guadalquivir.
– Eso está controlado. Nadie molestará. Otra cosa es que vengan a investigar de fuera, pero ese flanco no puedo cubrirlo yo. La seguridad exterior rebasa mis competencias.
Era cierto. Teresa se ocupaba de eso gracias a las relaciones de Teo Aljarafe y algunos contactos de Pati. Un tercio de los ingresos de Transer Naga se destinaba a relaciones públicas a ambas orillas del Estrecho; eso incluía a políticos, personal de la Administración, agentes de la seguridad del Estado. La clave consistía en negociar, según los casos, con información o con dinero. Teresa no olvidaba la lección de Punta Castor, y había dejado capturar algunos alijos importantes -inversiones a fondo perdido, las llamaba- para ganarse la voluntad del jefe del grupo contra la Delincuencia Organizada de la Costa del Sol, el comisario Nino Juárez, viejo conocido de Teo Aljarafe. También las comandancias de la Guardia Civil se beneficiaban de información privilegiada y bajo control, apuntándose éxitos que engrosaban las estadísticas. Hoy por ti, mañana por mí, y de momento me debes una. O varias. Con algunos mandos subalternos o ciertos guardias y policías, las delicadezas eran innecesarias: un contacto de confianza ponía sobre la mesa un fajo de billetes, y asunto resuelto. No todos se dejaban comprar; pero hasta en esas ocasiones solía funcionar la solidaridad corporativa. Era raro que alguien denunciase a un compañero, excepto en casos escandalosos. Además, las fronteras del trabajo contra la delincuencia y la droga no siempre estaban definidas; mucha gente trabajaba para los dos bandos a la vez, se pagaba con droga a los confidentes, y el dinero era la única regla a la que atenerse. Respecto a determinados políticos locales, con ellos tampoco era necesario mucho tacto. Teresa, Pati y Teo cenaron varias veces con Tomás Pestaña, alcalde de Marbella, para tratar sobre la recalificación de unos terrenos que podían destinarse a la construcción. Teresa había aprendido muy pronto -aunque sólo ahora comprobaba las ventajas de estar arriba de la pirámide- que a medida que beneficias al conjunto social obtienes su respaldo. Al final, hasta al estanquero de la esquina le conviene que trafiques. Y en la Costa del Sol, como en todas partes, presentarse con un buen aval de fondos para invertir abría muchas puertas. Luego todo era cuestión de habilidad y de paciencia. De comprometer poco a poco a la gente, sin asustarla, hasta que su bienestar dependiera de una. Dejándosela ir requetesuave. Con cremita. Era como lo de los juzgados: empezabas con flores y bombones para las secretarias y terminabas haciéndote con un juez. O con varios. Teresa había logrado poner en nómina a tres, incluido un presidente de Audiencia para quien Teo Aljarafe acababa de adquirir un apartamento en Miami.
Se volvió a Lataquia. -¿Qué hay de los motores?
El libanés hizo un gesto antiguo y mediterráneo, los dedos de la mano juntos y vueltos en un giro rápido hacia arriba.
– No ha sido fácil -dijo-. Nos faltan seis unidades. Estoy haciendo gestiones.
– ¿Y los accesorios?
– Los pistones Wiseco llegaron hace tres días, sin problemas. También las jaulas de rodamientos para las bielas… En cuanto a los motores, puedo completar la partida con otras marcas.
– Te pedí -dijo Teresa lentamente, recalcando las palabras- pinches Yamahas de doscientos veinticinco caballos, y carburadores de doscientos cincuenta… Eso es lo que te pedí.
Observó que el libanés, inquieto, miraba al doctor Ramos en demanda de apoyo, pero el rostro de éste permaneció inescrutable. Chupaba su pipa, envuelto en humo. Teresa sonrió para sus adentros. Que cada palo aguante su vela.
Ya lo sé -Lataquia aún miraba al doctor, el aire resentido-. Pero conseguir dieciséis motores de golpe no es fácil. Ni siquiera un distribuidor oficial puede garantizarlo en tan poco tiempo.
– Tienen que ser todos los motores idénticos -puntualizó el otro-. Si no, adiós cobertura.
Encima colabora, decían los ojos del libanés. Ibn charmuta. Debéis de creer que los fenicios hacemos milagros.
– Qué lastima -se limitó a decir-. Todo ese gasto para un viaje.
– Mira quién lamenta los gastos -apuntó Pati, que encendía un cigarrillo-. Míster Diez por Ciento -expulsó el humo lejos, frunciendo mucho los labios-… El pozo sin fondo.
Se reía un poquito, casi al margen como de costumbre. En pleno disfrute. Lataquia ponía cara de incomprendido.
– Haré lo que pueda.
– Estoy segura de que sí -dijo Teresa.
Nunca dudes en público, había dicho Yasikov. Rodéate de consejeros, escucha con atención, tarda en pronunciarte si hace falta; pero después nunca titubees delante de los subalternos, ni dejes discutir tus decisiones cuando las tomes. En teoría, un jefe no se equivoca nunca. No. Cuanto dice ha sido meditado antes. Sobre todo es cuestión de respeto. Si puedes, hazte querer. Claro. Eso también asegura lealtades. Sí. En todo caso, puestos a elegir, es preferible que te respeten a que te quieran.
– Estoy segura -repitió.
Aunque todavía mejor que te respeten es que te teman, pensaba. Pero el temor no se impone de golpe, sino de forma gradual. Cualquiera puede asustar a otros; eso está al alcance de no importa qué salvaje. Lo difícil es irse haciendo temer poco a poco.
Lataquia reflexionaba, rascándose el bigote.
– Si me autorizas -concluyó al fin-, puedo hacer gestiones fuera. Conozco gente en Marsella y en Génova… Lo que pasa es que tardarían un poco más. Y están los permisos de importación y todo eso.
– Arréglatelas. Quiero esos motores -hizo una pausa, miró la mesa-. Y otra cosa. Hay que ir pensando en un barco grande -alzó los ojos-. No demasiado. Con toda la cobertura legal en regla.
– ¿Cuánto quieres gastar?
– Setecientos mil dólares. Cincuenta mil más, como mucho.
Pati no estaba al corriente. La observaba de lejos, fumando, sin decir nada. Teresa evitó mirarla. A fin de cuentas, pensó, siempre dices que soy yo quien dirige el negocio. Que estás cómoda así.
– ¿Para cruzar el Atlántico? -quiso saber Lataquia, que había captado el matiz de los cincuenta mil extra. -No. Sólo que pueda moverse por aquí. -¿Hay algo importante en marcha?
El doctor Ramos se permitió una mirada de censura. Preguntas demasiado, decía su flemático silencio. Fíjate en mí. O en la señorita O'Farrell, ahí sentada, tan discreta como si estuviese de visita.
– Puede que lo haya -respondió Teresa-. ¿Qué tiempo necesitas?
Ella sabía el tiempo de que disponía. Poco. Los colombianos estaban a punto de caramelo para un salto cualitativo. Una sola carga, de golpe, que abasteciera por un tiempo a italianos y rusos. Yasikov la había sondeado al respecto y Teresa prometió estudiarlo.