Литмир - Электронная Библиотека

– ¿Mató?

– Pues claro que mató. O lo hicieron por ella. En ese negocio, matar forma parte del asunto. Pero fíjese qué astuta. Nadie pudo probarle nada. Ni una muerte, ni un tráfico. Cero pelotero. Hasta la Agencia Tributaria anduvo tras ella, a ver si por ahí podía hincársele el diente. Nada… Sospecho que compró a quienes la investigaban.

Creí detectar un matiz de amargura en sus palabras. Lo observé, curioso, pero se echó hacia atrás en la silla. No sigamos por ese camino, decía su gesto. Es salirse de la cuestión, y de mis competencias.

– ¿Cómo llegó tan aprisa y tan alto?

– Ya he dicho que era lista y tuvo suerte. Llegó justo cuando las mafias colombianas buscaban rutas alternativas en Europa. Pero además fue una innovadora… Si ahora los marroquíes son los amos del tráfico en ambas orillas del Estrecho, es gracias a ella. Empezó a apoyarse más en esa gente que en los traficantes gibraltareños o españoles, y convirtió una actividad desordenada, casi artesanal, en una empresa eficiente. Hasta le cambió el aspecto a sus empleados. Los hacía vestirse correctos, nada de cadenas gordas de oro y moda hortera: trajes sencillos, coches discretos, apartamentos en vez de casas lujosas, taxis para acudir a citas de trabajo… Y así, hachís marroquí aparte, fue quien montó las redes de la cocaína hacia el Mediterráneo oriental, desplazando a las otras mafias y a los gallegos que pretendían establecerse allí. Nunca manejó carga propia, que nosotros supiéramos. Pero casi todo el mundo dependía de ella.

La clave, siguió contándome el capitán Castro, consistía en que la Mejicana utilizó su experiencia técnica sobre el uso de planeadoras para las operaciones a gran escala. Las lanchas tradicionales eran las Phantom de casco rígido y limitada autonomía, propensas a averiarse con mala mar; y fue ella la primera en comprender que una semirrígida soportaba mejor el mal tiempo porque sufría menos. Así que organizó una flotilla de Zodiac, llamadas gomas en el argot del Estrecho: neumáticas que en los últimos años llegaron hasta los quince metros de eslora, a veces con tres motores, el tercero no para correr más -la velocidad límite continuaba en torno a los cincuenta nudos- sino para mantener la potencia. El mayor tamaño permitía, además, llevar reservas de combustible. Mayor autonomía y más carga a bordo. Así pudo trabajar con buena y con mala mar en lugares alejados del Estrecho: la desembocadura del Guadalquivir, Huelva y las costas desiertas de Almería. A veces llegaba hasta Murcia y Alicante, recurriendo a pesqueros o yates particulares que hacían de nodrizas y permitían repostar en alta mar. Montó operaciones con barcos que venían directamente de Sudamérica, y utilizó la conexión marroquí, la entrada de cocaína por Agadir y Casablanca, para organizar transportes aéreos desde pistas escondidas en las montañas del Rif a pequeños aeródromos españoles que ni siquiera figuraban en los mapas. También puso de moda los llamados bombardeos: paquetes de veinticinco kilos de hachís o de coca envueltos en fibra de vidrio y provistos de flotadores, que se arrojaban al mar y eran recuperados por lanchas o pesqueros. Nada de eso, explicó el capitán Castro, lo había hecho nadie antes en España. Los pilotos de Teresa Mendoza, reclutados entre los que volaban en avionetas de fumigación, podían aterrizar y despegar en carreteras de tierra y pistas de doscientos metros. Volaban bajo, con luna, entre las montañas y a poca altura sobre el mar, aprovechando que los radares marroquíes eran casi inexistentes, y que el sistema español de detección aérea tenía, o tiene -el capitán formaba un círculo enorme con las manos- agujeros de este tamaño. Sin excluir que alguien, debidamente engrasado, cerrase los ojos cuando un eco sospechoso aparecía en la pantalla.

– Todo lo confirmamos más tarde, cuando una Cessna Skymaster se estrelló cerca de Tabernas, en Almería, cargada con doscientos kilos de cocaína. El piloto, un polaco, resultó muerto. Sabíamos que era cosa de la Mejicana; pero nadie pudo probar nunca esa conexión. Ni ninguna otra.

Se detuvo ante el escaparate de la librería Alameda. En los últimos tiempos compraba muchos libros. Cada vez tenía más en casa, alineados en estantes o puestos de cualquier manera sobre los muebles. Leía por la noche hasta tarde, o sentada durante el día en las terrazas frente al mar. Algunos eran sobre México. Había encontrado en aquella librería malagueña varios autores de su tierra: novelas policíacas de Paco Ignacio Taibo II, un libro de cuentos de Ricardo Garibay, una Historia de la Conquista de Nueva España escrita por un tal Bernal Díaz del Castillo que había estado con Cortés y la Malinche, y un volumen de las obras completas de Octavio Paz -nunca había oído hablar antes de ese señor Paz, pero tenía todos los visos de ser importante allá- que se titulaba El peregrino en su patria. Lo leyó todo despacio, con dificultad, saltándose muchas páginas que no comprendía. Pero lo cierto era que se le quedaron cosas en la cabeza: un poso de algo nuevo que la hizo reflexionar sobre su tierra -aquel pueblo orgulloso, violento, tan bueno y desgraciado al mismo tiempo, siempre lejos de Dios y tan cerca de los pinches gringos- y sobre sí misma. Eran libros que obligaban a pensar en cosas sobre las que nunca había pensado antes. Además, leía diarios y procuraba ver los informativos de la televisión. Eso, y las telenovelas que ponían por la tarde; aunque ahora dedicaba más tiempo a leer que a otra cosa. La ventaja de los libros, como descubrió cuando estaba en El Puerto de Santa María, era que podías apropiarte de las vidas, historias y reflexiones que encerraban, y nunca eras la misma al abrirlos por primera vez que al terminarlos. Personas muy inteligentes habían escrito algunas de aquellas páginas; y si eras capaz de leer con humildad, paciencia y ganas de aprender, no te defraudaban nunca. Hasta lo que no comprendías quedaba ahí, en un rinconcito de la cabeza; listo para que el futuro le diera sentido convirtiéndolo en cosas hermosas o útiles. De ese modo, El conde de Montecristo y Pedro Páramo, que por diferente razón seguían siendo sus favoritas -las leyó una y otra vez hasta perder la cuenta-, eran ya rumbos familiares, que llegaba a dominar casi del todo. El libro de Juan Rulfo fue un desafío desde el principio, y ahora la satisfacía pasar sus páginas y comprender: Quise retroceder porque pensé que regresando podría encontrar el calor que acababa de dejar; pero me di cuenta a poco andar que el frío salía de mí, de mi propia sangre… Había descubierto fascinada, estremecida de placer y de miedo, que todos los libros del mundo hablaban de ella.

Y ahora miraba el escaparate, en busca de una portada que le llamara la atención. Ante los libros desconocidos solía guiarse por las portadas y los títulos. Había uno de una mujer llamada Nina Berberova que leyó por el retrato que tenía en la tapa de una joven tocando el piano; y la historia la atrajo tanto que procuró encontrar otros títulos de la misma autora. Como se trataba de una rusa, le regaló el libro -La acompañante, se llamaba- a Oleg Yasikov, que no era lector de nada que no fuese la prensa deportiva o algo relacionado con los tiempos del zar. Menudo bicho esa pianista, había comentado el gangster unos días más tarde. Lo que demostraba que al menos hojeó el libro.

Aquélla era una mañana triste, algo fría para Málaga. Había llovido, y una leve bruma flotaba entre la ciudad y el puerto, agrisando los árboles de la Alameda. Teresa estaba mirando una novela del escaparate que se llamaba El maestro y Margarita. La portada no era muy atractiva, pero el nombre del autor sonaba a ruso, y eso la hizo sonreír pensando en Yasikov y en la cara que pondría cuando le llevara el libro. Iba a entrar a comprarlo cuando se vio reflejada en un espejo publicitario que estaba junto a la vitrina: cabello recogido en una coleta, aretes de plata, ningún maquillaje, un elegante tres cuartos de piel negra sobre tejanos y botas camperas de cuero marrón. A su espalda discurría el escaso tráfico en dirección al puente de Tetuán, y poca gente caminaba por la acera. De pronto todo se congeló en su interior, como si la sangre y el corazón y el pensamiento quedaran en suspenso. Sintió aquello antes de razonarlo. Antes, incluso, de interpretar nada. Pero resultaba inequívoco, viejo y conocido: La Situación. Había visto algo, pensó atropelladamente, sin volverse, inmóvil ante el espejo que le permitía mirar sobre el hombro. Asustada. Algo que no encajaba en el paisaje y que no lograba identificar. Un día -recordó las palabras del Güero Dávila- alguien se acercará a ti. Alguien a quien tal vez conozcas. Escudriñó atenta el campo visual que le procuraba el espejo, y entonces se percató de la presencia de los dos hombres que cruzaban la calle desde el paseo central de la Alameda, sin prisas, sorteando automóviles. Latía una nota familiar en ambos, pero de eso se dio cuenta unos segundos después. Antes le llamó la atención un detalle: pese al frío, los dos llevaban las chaquetas dobladas sobre el brazo derecho. Entonces sintió un espanto ciego, irracional, muy antiguo, que había creído no volver a sentir en la vida. Y sólo cuando entró precipitadamente en la librería y estaba a punto de preguntarle al dependiente por una salida en la parte de atrás, cayó en la cuenta de que había reconocido al Gato Fierros y a Potemkin Gálvez.

62
{"b":"125166","o":1}