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Esas veces él salía de casa, al centro de la ciudad. Durante un tiempo Teresa sospechó que tenía otra amante -las tenía sin duda, como todos, pero ella recelaba que hubiese una en particular-. Eso la volvía loca de vergüenza y celos; de manera que una mañana lo siguió hasta las cercanías del mercado Garmendia, disimulada entre la gente, hasta verlo meterse en la cantina La Ballena: Prohibida la entrada a vendedores, limosneros y menores de edad. El cartel de la puerta no mencionaba a las mujeres, pero todo el mundo sabía que ésa era una de las dos normas tácitas del local: sólo cerveza y sólo hombres. Así que estuvo parada en la calle mucho rato, más de media hora junto al escaparate de una zapatería, sin hacer otra cosa que vigilar las puertas batientes y esperar a que él saliera. Pero no salía, de modo que al fin cruzó la calle y fue hasta el restaurancito que había al lado, cuyo salón comunicaba con la cantina. Pidió un refresco, anduvo hasta la puerta del fondo, se asomó a mirar, y vio una sala grande llena de mesas, y al fondo una rockola donde los Dos Reales cantaban Caminos de la vida. Y lo insólito del sitio, a esas horas, era que en cada mesa había un hombre solo con una botella de cerveza. Tal cual. Uno por mesa. Casi todos se veían gente hecha o mayor, los sombreros de palma y las gorras de béisbol en la cabeza, caras morenas, bigotazos negros o canos, cada uno tomando en silencio, ensimismados y sin hablar con nadie, a la manera de extraños filósofos pensativos; y algunas botellas de cerveza aún tenían la servilleta de papel con que eran servidas a medio meter por el gollete, como si en las mesas hubiera clavelitos blancos que servían con las chelas. Todos callaban, bebían y escuchaban la música que a veces alguno se levantaba a poner echando monedas en la rockola, y en una de las mesas estaba el Güero Dávila con su chamarra de piloto sobre los hombros, inmóvil la cabeza rubia, completamente solo, mirando al vacío; así minuto tras minuto, rompiendo su quietud sólo para quitar el clavelito de papel de la media Pacífico de a siete pesos y llevársela a los labios. Callaron los Dos Reales y los relevó José Alfredo cantando Cuando los años pasen. Entonces Teresa se apartó despacio de la puerta, y salió a la calle, y en el camino de vuelta a casa estuvo llorando mucho rato sin poder parar. Lloraba y lloraba, incapaz de aguantar las lágrimas, sin saber bien por qué. Quizá por el Güero y por ella misma. Por cuando pasaran los años.

Lo había hecho. Sólo dos veces, en el tiempo que llevaba en Melilla. Y el Güero tenía razón. Tampoco ella había esperado gran cosa. La primera vez fue por curiosidad: quería saber cómo se sentía después de tanto tiempo, con el recuerdo lejano de su hombre y el mas reciente y doloroso del Gato Fierros, su sonrisa cruel, su violencia, todavía firmes en la carne y en la memoria. Había elegido con cierto cuidado no exento de casualidad, sin problemas ni consecuencias. Era un guachito joven, un militar que la abordó a la salida del cine Nacional, donde ella había estado viendo una película de Robert de Niro en su día libre: una de guerra y de amigos con un final bien chueco, dándole a la ruleta rusa como una vez que ella vio al Güero y a su primo, muy tomados de tequila, haciendo el idiota con un revólver hasta que se puso a gritarles y les quitó el arma y los mandó a dormir mientras se reían, los borrachos desgraciados e irresponsables. Lo de la ruleta rusa la puso triste, recordando; y quizá por eso, a la salida, cuando se le acercó el militar -camisa de cuadros como los sinaloenses, alto, amable, pelo clarito y corto como el Güero-, ella se dejó invitar a un refresco en el Anthony's y escuchó la conversación intrascendente del otro, y acabó con él en la muralla de la ciudad vieja, desnuda de cintura para abajo, la espalda contra la pared y un gato encima de una tapia mirándolos interesado, con ojos que la luna hacía relucir. Apenas sintió nada porque estaba demasiado atenta observándose a sí misma, comparando sensaciones y recuerdos, como si de nuevo se hubiera desdoblado en dos personas y la otra fuese el gato que estaba enfrente mirando, desapasionado y silencioso igual que una sombra. El guachito quiso volver a verla y ella dijo claro, mi vida, otro día; pero sabía que no iba a volver a verlo nunca más, e incluso que si un día se lo cruzaba en algún sitio -Melilla era una ciudad pequeña- no lo conocería apenas, o haría semblante de no conocerlo. Ni siquiera retuvo su nombre.

La segunda vez fue un asunto práctico, y un policía. La gestión para sus documentos provisionales de residencia iba despacio, y Dris Larbi aconsejó que agilizara los trámites. El tipo se llamaba Souco. Era un inspector de mediana edad y razonable aspecto, que cobraba favores a emigrantes. Había ido un par de veces al Yamila Teresa tenía instrucciones de no cobrarle las copas- y se conocían vagamente. Fue a verlo y el otro le planteó sin rodeos la cuestión. Como en México, dijo, sin que ella fuera capaz de establecer qué entendía aquel hijo de su madre por costumbres mejicanas. Las opciones eran dinero o lo otro.

Respecto al dinero, Teresa ahorraba hasta el último céntimo, así que se inclinó por lo otro. Por un curioso prurito machista que a ella misma estuvo a punto de hacerla reír, el tal Souco procuró esmerarse durante el encuentro, en la habitación 106 del hotel Avenida -Teresa había establecido con toda claridad que sería una cita y no más-, y hasta reclamó un veredicto a la hora del cigarrillo y el hastío, atento a su autoestima y todavía con el preservativo puesto. Me vine, respondió ella vistiéndose despacio, el cuerpo empapado en sudor. ¿Me vine es me corrí?, preguntó él. Claro, repuso ella. Luego, de regreso a su casa, estuvo sentada en el cuarto de baño, lavándose pensativa y despacio, mucho rato, antes de fumarse un cigarrillo ante el espejo, observando con aprensión cada uno de los rasgos de sus veintitrés años de vida como si tuviera miedo a verlos alterarse en una mutación extraña. Miedo a ver, un día, su propia imagen sola en la mesa, como los hombres de aquella cantina de Culiacán; y no llorar, y no reconocerse.

Pero el Güero Dávila, tan preciso en sus predicciones como en sus imprevisiones, se equivocó en un punto del pronóstico. A partir de ciertas cosas, sabía ella ahora, la soledad no resultaba difícil de asumir. Ni siquiera los pequeños accidentes y concesiones la alteraban. Algo había muerto con el Güero, aunque ese algo tuviera menos que ver con él que con ella misma. Tal vez cierta inocencia, o una injustificada seguridad. Teresa salió muy joven del frío, dejando atrás la calle hosca, la miseria y los aspectos en apariencia más duros de la vida. Creyó alejarse de todo aquello para siempre, ignorante de que el frío seguía ahí, acechando tras la puerta cerrada y equívoca, a la espera del momento para deslizarse por los resquicios y estremecer de nuevo su existencia. De pronto piensas que el horror está lejos, bien a raya, y éste se te cuela dentro. Ella todavía no estaba preparada, entonces. Era una chavita: la morra de un narco bien puesta en casa, coleccionando videos y porcelanas y láminas con paisajes para colgar en la pared. Una de tantas. Siempre lista para su hombre, que se lo devolvía de lujo. Bien padre. Con el Güero todo era reírse y coger. Más tarde ella había visto las primeras señales de lejos, sin prestar atención. Signos nefastos. Avisos que el Güero se tomaba a broma o, para ser más exactos, le importaban un carajo. Le valían madres, porque él era bien listo, pese a lo que otros decían. Muy vivo y muy lanza. Simplemente decidió saltarse la barda y no esperar. Ni siquiera a ella la había esperado el cabrón. Y como resultado, un día y de pronto, bip-bip: Teresa viéndose de nuevo en el exterior, a la intemperie, corriendo desconcertada con una bolsa y una pistola en las manos. Y luego el aliento del Gato Fíerros y su miembro endurecido encajándose en ella, el fogonazo de los tiros, la cara de sorpresa de Potemkin Gálvez, la capilla de Malverde y el olor del cigarro habano de don Epifanio Vargas. El miedo que se le pegaba a la piel como el tizne de las velas encendidas, espesándole el sudor y las palabras. Y al cabo, entre el alivio de lo que quedaba atrás y la incertidumbre del futuro, un avión con ella misma, o con la otra mujer que a veces se le parecía, mirándose -mirándola- en el reflejo nocturno de la ventanilla, a tres mil metros sobre el Atlántico. Madrid. Un tren hacia el sur. Un barco moviéndose por el mar y la noche. Melilla. Y ahora, a este lado del largo viaje, Teresa ya no podría olvidar nunca el soplo siniestro que rondaba afuera. Ni aunque tuviese otra vez la piel y el vientre disponibles para quienes ya no eran el Güero. Incluso aunque -la idea siempre la hacía sonreír de un modo extraño- amase de nuevo, o creyera hacerlo. Pero tal vez la secuencia correcta, pensaba al repasar su caso, fuese primero amar, después creer amar, y al fin dejar de amar o amar un recuerdo. Ahora sabía -eso la asustaba y, paradójicamente, la tranquilizaba al mismo tiempo- que era posible, incluso fácil, instalarse en la soledad como en una ciudad desconocida, en un apartamento con un viejo televisor y una cama cuyo somier rechina cuando te revuelves, insomne. Levantarse a orinar y quedarse allí quieta, un cigarrillo entre los dedos. Meterse bajo la ducha y acariciarse el sexo con la mano humedecida de agua y jabón, los ojos cerrados, recordando la boca de un hombre. Y saber que eso podría durar toda la vida, y que ella podría extrañamente acostumbrarse a que así fuera. Resignarse a envejecer amarga y sola, estancada en aquella ciudad como en cualquier otro rincón perdido del mundo, mientras ese mundo seguía girando como siempre lo hizo, aunque antes no se diera cuenta: impasible, cruel, indiferente.

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