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Dos nuevos clientes. Teresa consultó el reloj junto a la caja. Faltaba menos de un cuarto de hora para cerrar. Supo que Áhmed la miraba inquisitivo, y sin levantar la cabeza asintió con, un gesto. Una copa rápida antes de encender las luces y ponerlos a todos en la calle. Siguió con sus números, terminando de cuadrar la noche. No creía que los recién llegados fuesen a cambiar mucho las cuentas. Un par de whiskys, pensó, valorándolos por su aspecto. Un poco de tonteo con las chavas, que ya ahogaban buenos bostezos, y tal vez una cita afuera, un rato más tarde. Pensión Agadir, a media manzana de allí. O quizá, si tenían coche, una visita relámpago a los pinares, junto a las tapias del cuartel del Tercio. En cualquier caso, no era asunto suyo. Ahmed llevaba el control de citas en un cuaderno.

Se acodaron en la barra, junto a las palancas de cerveza, y Fátima y Sheila, dos de las chicas que estaban de plática con Ahmed, fueron a reunirse con ellos mientras el camarero servía dos supuestos Chivas doce años con mucho hielo y sin agua. Ellas pidieron benjamines, sin que mediara objeción de los clientes. Al fondo, los de los vasos rotos seguían con sus brindis y sus risas, después de haber pagado la cuenta sin pestañear. Por su parte, el tipo del final de la barra no llegaba a un arreglo con sus acompañantes; se le oía discutir en voz baja, entre el sonido de la música. Ahora era Abigail la que cantaba para nadie en la pista desierta que sólo animaba la monótona luz giratoria del techo. Quiero lamer tus heridas, decía la letra. Quiero escuchar tus silencios. Teresa esperó el final de la última estrofa -se sabía de memoria todas las canciones de la reserva musical del Yamila- y miró de nuevo el reloj de la caja. Un día más a la espalda. Idéntico al lunes de ayer y al miércoles de mañana.

– Es hora de cerrar -dijo.

Cuando levantó el rostro encontró enfrente una sonrisa tranquila. También unos ojos claros verdes o azules, imaginó tras un instante- que la miraban divertidos. -¿Tan pronto? -preguntó el hombre. -Cerramos -repitió.

Volvió a sus cuentas. Nunca era simpática con los clientes, y menos a la hora de cerrar. En seis meses había aprendido que era buen método para mantener las cosas en su sitio y evitar equívocos. Ahmed encendía las luces, y el escaso encanto que la penumbra daba al local desapareció de golpe: falso terciopelo gastado en los asientos, manchas en las paredes, quemaduras de cigarrillos en el suelo. Hasta el olor a cerrado pareció más intenso. Los de los vasos rotos agarraron las chaquetas de los respaldos, y tras llegar a un rápido acuerdo con sus acompañantes salieron a esperarlas fuera. El otro cliente ya se había marchado, solo, renegando del precio que le exigían por un dúplex. Prefiero hacerme una paja, mascullaba al irse. Las chicas se recogían. Fátima y Sheila, sin tocar los benjamines, remoloneaban junto a los recién llegados; pero éstos no parecían interesados en estrechar la relación. Una mirada de Teresa las mandó a reunirse con las otras. Puso la cuenta en el mostrador, ante el moreno. Éste llevaba una camisa caqui, de faena, remangada hasta los codos; y cuando alargó el brazo para pagar, ella vio que tenía un tatuaje cubriéndole todo el antebrazo derecho: un Cristo crucificado entre motivos marineros. Su amigo era rubio y más delgado, de piel clara. Casi un plebito. Veintipocos años, tal vez. Unos treinta y algo, el moreno.

– ¿Podemos terminar la copa?

Teresa volvió a enfrentarse a los ojos del hombre. Con la luz vio que eran verdes. Bien chingones. Observó que además de parecer tranquilos también sonreían, incluso cuando la boca dejaba de hacerlo. Sus brazos eran fuertes, una barba oscura empezaba a despuntarle en el mentón, y tenía el pelo revuelto. Casi guapo, comprobó. O sin el casi. También pensó que olía a sudor limpio y a sal, aunque estaba demasiado lejos para saber eso. Lo pensó, tan sólo.

– Claro -dijo.

Ojos verdes, un tatuaje en el brazo derecho, un amigo flaco y rubio. Azares de barra de bar. Teresa Mendoza lejos de Sinaloa. Sola con ese de Soledad. Días iguales a otros hasta que dejan de serlo. Lo inesperado que se presenta de pronto, no con estruendo, ni con señales importantes que lo anuncien, sino deslizándose de forma imperceptible, mansa, del mismo modo que podría no llegar. Como una sonrisa o una mirada. Como la misma vida, y la misma -ésa llega siempre- muerte. Quizá por eso, a la noche siguiente, ella esperó volver a verlo; pero el hombre no regresó. Cada vez que entraba un cliente, levantaba la cabeza con la esperanza de que fuera él. Pero no era.

Salió después de cerrar y anduvo por la playa cercana, donde encendió un cigarrillo -a veces los taqueaba con granitos desmenuzados de hachís- mirando las luces del espigón y el puerto marroquí de Nador al otro lado de la mancha oscura del agua. Siempre hacía eso con buen tiempo, para seguir luego el paseo marítimo hasta encontrar un taxi que la acercara a su casa del Polígono: un pequeño apartamento con dormitorio, saloncito, cocina y cuarto de baño que le alquilaba el mismo Dris Larbi, descontándoselo del sueldo. Y Dris no era un mal hombre, pensó. Trataba a las chicas de modo razonable, procuraba llevarse bien con todo el mundo, y sólo era violento cuando las circunstancias no dejaban otro camino. Yo no soy puta, le había dicho ella el primer día, sin rodeos, cuando la recibió en el Yamila para explicarle el tipo de oferta laboral posible en su negocio. Me alegro, se había limitado a decir el rifeño. Al principio la acogió como algo inevitable, ni molesto ni ventajoso: un trámite al que lo obligaban compromisos personales -el amigo del amigo de un amigo-, que nada tenían que ver con ella. Una cierta deferencia, debida a avales que Teresa ignoraba, en una cadena que unía a Dris Larbi con don Epifanio Vargas a través del hombre de la cafetería Nebraska, hizo que el rifeño la dejara quedarse al otro lado de la barra, primero con Ahmed, de camarera, y mas tarde como encargada, a partir del día en que hubo un error en las cuentas y ella lo advirtió y recompuso las operaciones en medio minuto, y Dris quiso saber si tenía estudios. Teresa respondió que poquitos y sólo primarios, y el otro la estuvo mirando pensativo y dijo tienes números en la cabeza, Mejicana, pareces nacida para las sumas y las restas. Algo de eso chambeé allá en mi tierra, contestó ella. Cuando era mas chava.

Entonces Dris le dijo que al día siguiente cobraría sueldo de encargada, y Teresa se ocupó del local, y no volvió a hablarse del asunto.

Estuvo un rato en la playa, hasta consumir el cigarrillo, absorta en las luces lejanas que parecían esparcidas sobre el agua quieta y negra. Al fin miró alrededor, estremeciéndose como si el frío de la madrugada acabara de penetrar la chaqueta que llevaba con el cuello subido y abotonado hasta arriba. Híjole. Allá, en Culiacán, el Güero Dávila le había dicho muchas veces que no valía para vivir sola. Ni modo, negaba. No eres esa clase de morra. Lo tuyo es un hombre que lleve la rienda y que te jale. Y tú, pues nomás así, como eres: dulcecita y tierna. Requetelinda. Suave. A ti se te tiene como a una reina, o no se te tiene. Ni enchiladas haces; y para qué, habiendo restaurantes. Y además te gusta esto, mi vida. Te gusta esto que te hago y cómo te lo hago, y ya me dirás -reía al susurrarlo, pinche Güero maldito, los labios rozando su vientre- qué mala onda cuando a mí me den lo mío, y me bajen sin tiquete de vuelta. Bang. Así que ven aquí, prietita. Ven aquí, baja hasta mi boca y agárrate a mí y no dejes que me escape, y abrázame fuerte porque un día estaré muerto y ya no me abrazará nadie. Qué pena de ti entonces, mi chula. Tan solita. Quiero decir cuando yo no esté y me recuerdes y añores esto, y sepas que nadie volverá a hacértelo nunca como yo te lo hice.

Tan solita. Qué extraña y al mismo tiempo qué familiar resultaba ahora esa palabra: soledad. Cada vez que Teresa la oía en boca de otros o la pronunciaba para sus adentros, la imagen que venía a su cabeza no era la suya sino la del Güero, en un pintoresco lugar donde lo había espiado una vez. O quizá la imagen sí era la de ella misma: la propia Teresa observándolo a él. Porque también hubo épocas oscuras, puertas negras que el Güero cerraba tras de sí, a kilómetros de distancia, como sin acabar de bajarse de allá arriba. A veces volvía de una misión o de un trabajo de esos que nunca le contaba, pero de los que todo Sinaloa parecía al corriente, y se quedaba mudo, sin las bravuconadas habituales, eludiendo sus preguntas desde cinco mil pies de altura, evasivo, más egoísta que nunca, igual que si anduviera muy ocupado. Y ella, aturdida, sin saber qué decir o qué hacer, lo rondaba como un animal torpe, en busca del gesto o la palabra que se lo devolviera de nuevo. Asustada.

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