Habían transcurrido poco más de seis meses desde la conversación que Teresa Mendoza mantuvo con don Epifanio Vargas en la capilla del santo Malverde, en Culiacán, Sinaloa, la noche del día en que sonó el teléfono y ella echó a correr, y no dejó de hacerlo hasta que llegó a una extraña ciudad cuyo nombre nunca oyó antes. Pero de eso se daba cuenta sólo cuando consultaba el calendario. Al mirar atrás, la mayor parte del tiempo que llevaba en Melilla parecía estancado. Lo mismo podía tratarse de seis meses que de seis años. Aquél fue su destino igual que pudo serlo cualquier otro, cuando, recién llegada a Madrid, alojada en una pensión de la plaza de Atocha con sólo una bolsa de mano como equipaje, se entrevistó con el contacto que le había facilitado don Epifanio Vargas. Para su decepción, nada podían ofrecerle allí. Si deseaba un lugar discreto, lejos de tropiezos desagradables, y también un trabajo para justificar la residencia hasta que arreglase los papeles de su doble nacionalidad -el padre español al que apenas conoció iba a servirle por primera vez para algo-, Teresa tenía que viajar de nuevo. El contacto, un hombre joven, apresurado y de pocas palabras, con quien se reunió en la cafetería Nebraska de la Gran Vía, no planteaba más que dos opciones: Galicia o el sur de España. Cara o cruz, lo tomas o lo dejas. Teresa preguntó si en Galicia llovía mucho y el otro sonrió un poco, lo justo -fue la primera vez que lo hizo en toda la conversación- y respondió que sí. Llueve de cojones, dijo. Entonces Teresa decidió que iría al sur; y el hombre sacó un teléfono móvil y se fue a otra mesa a hablar un rato. Al poco estaba de vuelta para apuntar en una servilleta de papel un nombre, un número de teléfono y una ciudad. Tienes vuelos directos desde Madrid, explicó dándole el papel. O desde Málaga. Hasta allí, trenes y autobuses. De Málaga y Almería también salen barcos. Y al darse cuenta de que ella lo miraba desconcertada por lo de los barcos y los aviones, sonrió por segunda y última vez antes de explicarle que el lugar al que iba era España pero estaba en el norte de África, a sesenta o setenta kilómetros del litoral andaluz, cerca del Estrecho de Gibraltar. Ceuta y Melilla, explicó, son ciudades españolas en la costa marroquí. Después le dejó encima de la mesa un sobre con dinero, pagó la cuenta, se puso en pie y le deseó buena suerte. Dijo eso, buena suerte, y ya se iba cuando Teresa quiso, agradecida, decirle cómo se llamaba, y el hombre la interrumpió diciéndole que no quería saber cómo se llamaba, ni le importaba en absoluto. Que él sólo cumplía con amigos mejicanos al facilitarle aquello. Que aprovechara bien el dinero que acababa de darle. Y que cuando se le acabase y necesitara más, añadió en tono objetivo y sin aparente intención de ofender, siempre podría utilizar el coño. Ésa, dijo a modo de despedida -parecía que lamentase no disponer él de uno propio-, es la ventaja que tenéis las mujeres.
– No era nada especial -dijo Dris Larbi-. Ni guapa ni fea. Ni muy viva ni muy tonta. Pero salió buena para los números… Me di cuenta en seguida, así que la puse a llevar la caja -recordó una pregunta que yo había formulado antes, e hizo un movimiento negativo con la cabeza antes de proseguir-… Y no, la verdad es que nunca fue puta. Por lo menos conmigo no lo fue. Venía recomendada por amigos, de modo que le di a elegir. A un lado o a otro de la barra, tú misma, dije… Eligió quedarse detrás, como camarera al principio. Ganaba menos, claro. Pero estaba a gusto así.
Paseábamos por el límite entre los barrios del Hipódromo y del Real, junto a las casas de corte colonial, en calles rectas que llevaban hacia el mar. La noche era suave y olían bien las macetas en las ventanas.
– Sólo alguna vez, a lo mejor. Un par, o más. No sé -Dris Larbi encogió los hombros-. Eso era ella quien lo decidía. ¿Me entienden?… Alguna vez se fue con quien quería irse, pero no por dinero.
– ¿Y las fiestas? -preguntó Céspedes.
El rifeño apartó la vista, suspicaz. Después se volvió hacia mí antes de observar de nuevo a Céspedes, como quien deplora una inconveniencia ante extraños. Pero al otro le daba lo mismo.
– Las fiestas -insistió.
Dris Larbi volvió a mirarme, rascándose la barba. -Eso era diferente -concedió tras pensarlo un poco-. A veces yo organizaba reuniones al otro lado de la frontera…
Ahora Céspedes reía con mala intención. -Tus famosas fiestas -dijo.
– Sí, bueno. Ya sabe -el rifeño lo observaba como si intentase recordar cuánto sabía realmente, y luego desvió otra vez la vista, incómodo-. Gente de allí.
Allí es Marruecos -apuntó Céspedes en mi obsequio-. Se refiere a gente importante: políticos o jefes de policía -acentuó la sonrisa zorruna-. Mi amigo Dris siempre tuvo buenos socios.
El rifeño sonrió sin ganas mientras encendía un cigarrillo bajo en nicotina. Y yo me pregunté cuántas cosas sobre él y sus socios habrían figurado en los archivos secretos de Céspedes. Suficientes, supuse, para que nos concediese ahora el privilegio de su conversación.
– ¿Ella iba a esas reuniones? -pregunté. Larbi hizo un gesto ambiguo.
– No sé. A lo mejor estuvo en alguna. Y, bueno… Ella sabrá -pareció reflexionar un poco, estudiando a Céspedes de reojo, y al fin asintió con desgana-. La verdad es que al final fue un par de veces. Yo ahí no me metía, porque eso no era para ganar dinero con las fulanas, sino para otro tipo de negocios. Las chicas venían como complemento. Un regalo. Pero nunca le dije a Teresa de venir… Lo hizo porque quiso. Lo pidió.
– ¿Por qué?
– Ni idea. Le he dicho que ella sabrá.
– ¿Ya salía entonces con el gallego? -preguntó Céspedes.
– Sí.
– Dicen que ella hizo gestiones para él.
Dris Larbi lo miró. Me miró a mí. Volvió a él. Por qué me hace esto, decían sus ojos.
– No sé de qué me habla, don Manuel.
El ex delegado del Gobierno reía malévolo, enarcadas las cejas. Con aire de estárselo pasando en grande.
Abdelkader Chaib -apuntó-. Coronel. Gendarmería Real… ¿Te suena de algo?
– Le juro que ahora no caigo.
– ¿No caes?… No me jodas, Dris. Te he dicho que aquí el señor es un amigo.
Dimos unos pasos en silencio mientras yo ponía en limpio todo aquello. El rifeño fumaba callado, como si no estuviera satisfecho del modo en que había contado las cosas.
– Mientras estuvo conmigo no se metió en nada -dijo de pronto-. Y tampoco tuve que ver con ella. Quiero decir que no me la follé.
Luego indicó a Céspedes con el mentón, poniéndolo por testigo. Era público que nunca se liaba con sus empleadas. Y ya había dicho antes que Teresa era perfecta para llevar las cuentas. Las otras la respetaban. Mejicana, la llamaban. Mejicana esto y Mejicana lo otro. Se veía de buen carácter; y aunque no tuviera estudios, el acento la hacía parecer educada, con ese vocabulario abundante que tienen los hispanoamericanos, tan lleno de ustedes y de por favores, que los hace parecer a todos académicos de la lengua. Muy reservada para sus cosas. Dris Larbi sabía que tuvo problemas en su tierra, pero nunca le preguntó. ¿Para qué? Teresa tampoco hablaba de México; cuando alguien sacaba el tema, decía cualquier cosa y cambiaba de conversación. Era seria en el trabajo, vivía sola y nunca daba pie a que los clientes confundieran los papeles. Tampoco tenía amigas. Iba a su rollo.
– Todo fue bien durante, no sé… Seis u ocho meses. Hasta la noche en que los dos gallegos aparecieron por aquí -se volvió a Céspedes, señalándome-. ¿Ya ha visto a Veiga?… Bueno, ése no tuvo mucha suerte. Pero menos tuvo el otro.
– Santiago Fisterra -dije.
– El mismo. Y parece que lo estoy viendo: un tío moreno, con un tatuaje grande aquí -movía la cabeza, desaprobador-. Algo atravesado, como todos los gallegos. De esos que nunca sabes por dónde van a salir… Iban y venían por el Estrecho con una Phantom, el señor Céspedes sabe de lo que hablo, ¿verdad?… Winston de Gibraltar y chocolate marroquí… Entonces no se trabajaba todavía la farlopa, aunque estaba al caer… Bueno -se rascó otra vez la barba y escupió recto al suelo, con rencor-. El caso es que una noche esos dos entraron en el Yamila, y yo empecé a quedarme sin la Mejicana.