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Volvió a verlo una semana más tarde, junto al mercadillo de la cuesta Montes Tirado. Ella había ido a comprar especias a la tienda de ultramarinos de Kif-Kif -a falta de chile mejicano, su gusto por el picante había terminado adaptándose a los fuertes condimentos morunos- y caminaba calle arriba, una bolsa en cada mano, buscando las fachadas con más sombra para evitar el calor de la mañana, que allí no era húmedo como en Culiacán, sino seco y duro: calor norteafricano de rambla sin agua, chumbera, monte bajo y piedra desnuda. Lo vio salir de una tienda de repuestos eléctricos con una caja bajo el brazo, y lo reconoció en el acto: Yamila, días atrás, el hombre al que había dejado terminar su copa mientras Ahmed limpiaba el suelo y las chicas se despedían hasta mañana. También él la reconoció; pues cuando pasó a su lado, apartándose un poco para no estorbarla con la caja que llevaba, sonrió de la misma forma que cuando tenía el whisky encima de la barra y pedía permiso para terminarlo, más con los ojos que con la boca, y dijo hola. Ella también dijo hola y siguió camino mientras él metía la caja en el maletero de una furgoneta aparcada junto a la acera; y sin volverse supo que seguía mirándola, hasta que al cabo, cerca de la esquina, sintió sus pasos detrás, o creyó sentirlos. Entonces Teresa hizo algo extraño, que ella misma era incapaz de explicarse: en vez de continuar recto a su casa, se desvió a la derecha para entrar en el mercado. Anduvo al azar, como sí buscara protección entre la gente, aunque no habría sabido responder en caso de preguntarle de qué se protegía. Lo cierto es que caminó sin rumbo entre los animados puestos de fruta y verduras, con las voces de tenderos y clientes resonando bajo la nave acristalada, y tras deambular por el recinto de la pescadería salió por la puerta que daba al cafetín de la calle Comisario Valero. De ese modo, sin mirar atrás ni una vez en todo el largo rodeo, llegó a su casa. El portal estaba al final de una escalera encalada, en un callejón que subía Polígono arriba entre rejas con macetas de geranios y persianas verdes -era un buen ejercicio bajar y subir dos o tres veces al día-, y desde la escalera se veían los tejados de la ciudad, el minarete rojo y blanco de la mezquita central, y a lo lejos, en Marruecos, la sombra oscura del monte Gurugú. Al fin se volvió a mirar atrás mientras buscaba las llaves en el bolsillo de los liváis. Entonces pudo verlo en la esquina del callejón, quieto y tranquilo, igual que si no se hubiera movido de ese lugar en toda la mañana. El sol reverberaba en las paredes encaladas y en su camisa dorándole los brazos y el cuello, proyectando en el suelo una sombra neta y definida. Un solo gesto, una palabra, una sonrisa inoportuna, habrían hecho que ella girase sobre sus talones y abriese la puerta para cerrarla a su espalda, dejando al hombre atrás, afuera, lejos de su casa y de su vida. Pero cuando sus miradas se cruzaron él se limitó a quedarse como estaba, inmóvil en la esquina entre toda aquella luz de las paredes blancas y de su camisa blanca. Y los ojos verdes parecían sonreír de lejos, como cuando ella dijo es hora de cerrar en la barra del Yamila, y también parecían ver cosas que Teresa ignoraba. Cosas sobre su presente y su futuro. Tal vez por eso, en vez de abrir la puerta y cerrarla tras de sí, dejó las bolsas en el suelo, se sentó en un peldaño de la escalera y sacó el paquete de cigarrillos. Lo sacó muy despacio, y sin levantar la vista permaneció así mientras el hombre se movía escalera arriba hasta llegar a su altura. Por un momento su sombra ocultó la luz del sol. Después se sentó al lado, en el mismo peldaño; y aún con la vista baja ella vio unos pantalones de algodón azules, muy lavados. Unos tenis grises. Las vueltas de la camisa remangada sobre los brazos tostados por el sol, delgados y fuertes. Un reloj sumergible Seiko con correa negra en la muñeca izquierda. El tatuaje del Cristo crucificado en el antebrazo derecho.

Teresa encendió el cigarrillo, inclinando el rostro, y el cabello suelto le cayó sobre la cara. Al hacerlo se acercó un poco al hombre, sin pretenderlo; y éste se ladeó igual que había hecho en la calle cuando cargaba con la caja, como para no estorbarle el movimiento. No lo miró, y supo que él tampoco la miraba. Fumó en silencio, analizando ecuánime cada uno de los sentimientos y sensaciones físicas que le recorrían el cuerpo. La conclusión era sorprendentemente simple: mejor cerca que lejos. De pronto él se movió un poco, y ella se vio a sí misma temiendo que se marchara. Pa' qué te digo que no, pensó. Si sí. Alzó el rostro, apartando el cabello para observarlo. Tenía un perfil agradable, huesudo el mentón, bronceada la cara, el ceño un poco fruncido por efecto de la luz que le hacía entornar los ojos. Todo bien chílo. Miraba lejos, hacia el Gurugú y Marruecos.

– ¿Dónde estuviste? -preguntó ella.

– De viaje -su voz tenía un ligero acento que no había notado la primera vez: una modulación agradable y suave, algo cerrada, diferente del español que se hablaba por allí-. Regresé esta mañana.

Ocurrió así, como si reanudaran un diálogo interrumpido. Dos viejos conocidos que se encuentran, sin sorprenderse el uno del otro. Dos amigos. Tal vez dos amantes. -Me llamo Santiago.

Al fin se había vuelto. O eres muy listo, pensó ella, o eres un encanto. En cualquier caso, daba lo mismo. Los ojos verdes sonreían de nuevo, seguros y tranquilos, estudiándola.

– Yo soy Teresa.

Repitió el nombre de ella en voz baja. Teresa, dijo en tono reflexivo, como si por alguna razón que ambos todavía ignoraban debiera acostumbrarse a pronunciarlo. Siguió observándola mientras ella aspiraba el humo del cigarrillo antes de expulsarlo de golpe, a la manera de una decisión; y cuando dejó caer la colilla al suelo y se puso en pie, él permaneció sin moverse, sentado en el peldaño. Supo que se quedaría allí sin forzar las cosas, si no le facilitaba el siguiente paso. No por inseguridad o timidez, desde luego. Estaba claro que no era de ésos. Su calma parecía establecer que aquello era un asunto al cincuenta por ciento, y que cada cual debía recorrer su trecho del camino.

– Ven -dijo ella.

Era diferente, comprobó. Menos imaginativo y divertido que el Güero. No había, como en el otro caso -el guacho joven y el policía nada tenían que ver con eso-, bromas, ni risas, ni osadías, ni procacidades dichas a modo de prólogo o de aderezo. En realidad esa primera vez apenas hubo palabras: aquel hombre callaba casi todo el tiempo mientras se movía muy serio y muy lento. Tan minucioso. Sus ojos, que incluso entonces eran tranquilos, no la perdían un instante. No se desviaban ni entornaban nunca. Y cuando una rendija de luz entraba por las varillas de la persiana, haciendo brillar minúsculas gotas de sudor en la piel de Teresa, los destellos verdes parecían aclararse más, fijos y siempre alerta, tan serenos como el resto del cuerpo delgado y fuerte que no la acometía impaciente, como ella había esperado, sino que se adentraba firme, seguro. Sin prisas. Tan atento a las sensaciones que la mujer mostraba en el rostro y a los estremecimientos de su carne como al propio control; prolongando hasta el límite cada beso, cada caricia, cada situación. Repetidos una y otra vez los mismos gestos, las mismas vibraciones y respuestas, todo aquel complejo encadenamiento: olor a sexo desnudo y húmedo, tenso. Saliva. Calidez. Suavidad. Presión. Paz. Causas y efectos que se convertían en nuevas causas, secuencias idénticas de apariencia interminable. Y cuando ella tenía vértigos de lucidez, como si fuera a caerse desde algún lugar donde yacía o flotaba abandonada, y creyendo despertar correspondía de algún modo, acelerando el ritmo, o llevándolo allí adonde sabía -creía saber- que todo hombre desea ser llevado, él movía un poco la cabeza, negando, y se acentuaba la sonrisa serena en sus ojos, y pronunciaba en voz baja palabras inaudibles, y una vez hasta alzó un dedo para amonestarla dulcemente, espera, susurró, quieta, ni parpadees; y tras retroceder e inmovilizarse un instante, rígidos los músculos de la cara, concentrado para recobrar el control -lo sentía entre los muslos, bien duro y mojado de ella-, de repente se hundió de nuevo, suave, todavía más lento y más hondo, hasta bien adentro. Y Teresa ahogó un gemido y todo volvió a comenzar otra vez mientras el sol en las rendijas de la persiana la deslumbraba con ráfagas de luz breves y tibias como cuchilladas. Y así, entrecortado el aliento, mirándolo desorbitada tan de cerca que parecía tener su rostro y sus labios y sus ojos también dentro de sí, prisionera entre aquel cuerpo y las sábanas revueltas y húmedas a su espalda, lo apretó más intensamente con los brazos y las manos y las piernas y la boca mientras pensaba de pronto: Dios mío, Virgencita, santa madre de Cristo, no estamos usando condón.

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