Con el correr del tiempo, el muro del cementerio se volvió irreconocible: en vez de la lisa uniformidad inicial prolongada por cuarenta kilómetros, pasó a verse un denticulado irregular, variable también en la intensidad y en la altura, según el lado del muro. Nadie tiene ya memoria de cuándo fue considerado conveniente mandar colocar finalmente los portones del cementerio. El funcionario que había tenido la idea de ahorrar el gasto, había pasado muerto al lado de dentro y ya no podría defender su, en tiempos, buena tesis, insostenible ahora, como él mismo habría tenido la liberalidad de reconocer: habían empezado a circular historias de almas del otro mundo, de fantasmas y apariciones…, ¿qué hacer sino instalar los portones?
Cuatro grandes ciudades se interpusieron así entre el reino y el cementerio, cada una vuelta a su punto cardinal, cuatro ciudades inesperadas que habían empezado por llamarse Cementerio Norte, Cementerio Sur, Cementerio Oriente, Cementerio Occidente, pero que después fueron más benignamente bautizadas y denominadas, por orden, Uno, Dos, Tres y Cuatro, visto que habían sido vanas todas las tentativas para atribuirles nombres más poéticos o conmemorativos. Estas cuatro ciudades eran cuatro barreras, cuatro murallas vivas con las que el cementerio se rodeaba y con ellas se protegía. El cementerio representaba cien kilómetros cuadrados de casi silencio y soledad, cercados por el hormiguero exterior de los vivos, por gritos, bocinas, risas, palabras sueltas, ruidos de motores, por el interminable susurro de las células. Llegar al cementerio era ya una aventura. En el interior de las ciudades, con el paso de los años, nadie habría conseguido reconstituir el trazado rectilíneo de las antiguas carreteras. Decir por dónde habían pasado era fácil: habría bastado ponerse en la dirección del portón principal de cada lado. Pero, exceptuando algunos trozos mayores de pavimento reconocible, lo restante se perdía en la confusión de las fincas y de las calles primero improvisadas y después sobrepuestas al primer trazado. Sólo en campo abierto la carretera era aún la carretera de los muertos.
Y lo ahora inevitable aconteció, quedando apenas por saberse, en definitiva, quién empezó y cuándo. Una investigación sumaria, hecha más tarde, verificó casos en la propia periferia exterior de la Ciudad Dos, la más pobre de todas, orientada al sur, como ya ha sido dicho: cuerpos enterrados en pequeños patios familiares, debajo de flores vivas que se renovaban todas las primaveras. Por esa misma época, como aquellas grandes invenciones que en varios cerebros irrumpen simultáneamente porque llegó el momento de su maduración, en lugares poco poblados del reino, ciertas personas decidieron, por muchas, diferentes y a veces opuestas razones, enterrar sus muertos allí al lado, en el interior de grutas, al lado de senderos en los bosques o en la ladera abrigada de los montes. La fiscalización andaba por entonces mucho menos activa y abundaban los funcionarios que consentían en dejarse sobornar. El servicio general de estadística informó, de acuerdo con los registros oficiales, que estaba verificándose una acentuada baja de la mortalidad, lo cual, lógicamente, empezó a ponerse en la cuenta de la política sanitaria del gobierno, bajo la suprema autoridad del rey. Las cuatro ciudades del cementerio sintieron las consecuencias del menor flujo de muertos. Ciertos negocios sufrieron perjuicios, hubo no pocas quiebras, algunas fraudulentas, y cuando por fin se reconoció que la real política de salud, por excelente que fuese, no iba camino de conceder la inmortalidad, fue promulgado un decreto ferocísimo para reconducir a la población a la obediencia. No sirvió de mucho: tras una breve llamarada de animación, las ciudades se estancaron y decayeron. Despacio, muy despacio, el reino empezó a poblarse de nuevo de muertos. El gran cementerio central, en fin, recibía apenas cadáveres de las cuatro ciudades circundantes, cada vez más abandonadas, más silenciosas. A esto, sin embargo, el rey ya no asistió.
Era muy viejo el rey. Un día, cuando estaba en la terraza más alta del palacio, vio, incluso teniendo ya cansados los ojos, la punta aguda de un ciprés que asomaba por encima de cuatro muros blancos, pudiendo ser tal vez de un patio, y quizá lo fuese, y no de muerte la señal del árbol. Pero hay cosas que se adivinan sin dificultad, sobre todo cuando se llega a ser muy viejo. El rey reunió en su cabeza las noticias y los rumores, lo que le decían y lo que le ocultaban, y entendió que había llegado la hora de comprender. Con un guardia detrás de él, como determinaba el protocolo, bajó al parque del palacio. Arrastrando su manto real, siguió despacio por una avenida que iba a dar al corazón cerrado del bosque. Allí se echó en un claro, sobre las hojas secas, y estando echado miró al guardia que se había arrodillado y dijo antes de morir: «Aquí.»
COSAS
La puerta, alta y pesada, al cerrarse, raspó el dorso de la mano derecha del funcionario y dejó un arañazo profundo, rojo, casi sin sangrar. La piel había quedado desgarrada, no por igual, levantada en algunos puntos desde luego dolorosos, porque el saliente o aspereza agresor, naturalmente, no había mantenido una presión continua y el arrastre de contacto que haría del arañazo herida abierta, con los labios separados y un correr rápido y extendido de sangre. Antes de entrar en el pequeño gabinete donde cumpliría su turno, que empezaría dentro de diez minutos y que se prolongaría durante cinco horas seguidas, el funcionario se dirigió al servicio médico (sm) para un tratamiento rápido: en sus funciones tenía que atender al público, y una lesión de tan feo aspecto no debía ser exhibida. Mientras desinfectaba la herida el enfermero, informado de las circunstancias del accidente, dijo que era el tercer caso ese día. Causado por la misma puerta.
– Supongo que van a quitarla -añadió.
Con un pincel pasó sobre el arañazo un líquido incoloro que secó rápidamente, tomando el color de la piel. Y no sólo el color, la textura opaca que no dejaba adivinar lo que había sucedido. Sólo mirando de muy cerca se podría distinguir la sobreposición. A la vista no había señal de herida.
– Mañana ya puede retirar la película. Doce horas son suficientes.
El enfermero se mostraba preocupado.
– ¿Sabe lo que pasa con el sofá? -preguntó-. El grande, el de la sala de espera.
– No. Acabo de llegar, para el turno de la tarde.
– Ha sido preciso traerlo aquí. Está en la sala de al lado.
– ¿Por qué?
– La razón exacta no la sabemos. El médico lo observó inmediatamente, pero no dio un diagnóstico. Ni necesitaba hacerlo. Un ciudadano usuario fue a quejarse de que el sofá calentaba demasiado. Y tenía razón. Yo mismo lo verifiqué.
– Algún defecto de fabricación.
– Sí. Probablemente. La temperatura está demasiado alta. En otras circunstancias, y fue también lo que el médico dijo, sería un caso de fiebre.
– Bien. No es novedad. Hace dos años supe de un caso igual. Un amigo mío tuvo que devolver a la fábrica un abrigo casi nuevo. Era imposible soportarlo puesto.
– ¿Y qué pasó después?
– Después, nada. La fábrica le entregó otro a cambio. No volvió a haber razón de queja.
Miró el reloj: todavía diez minutos. ¿Sería posible? Estaba dispuesto a jurar que en el momento en que se había arañado faltaban precisamente los mismos diez minutos. O había fallado esta vez su hábito de consultar el reloj al entrar en el edificio.
– ¿Puedo ver el sofá?
El enfermero abrió una puerta translúcida:
– Está ahí.
El sofá era grande, de cuatro cuerpos, ya con señales de uso, pero en buen estado general.
– ¿Quiere probar? -preguntó el enfermero.
El funcionario se sentó.
– ¿Qué le parece?
– Es muy desagradable, en verdad. ¿Vale la pena el tratamiento?