– No me quieras mal.
Después, despacio, la dejó en el suelo. Pero la mujer no huyó. Le salieron de la boca palabras que el hombre fue capaz de entender:
– Eres un centauro. Existes.
Le puso las dos manos sobre el pecho. Las patas del caballo temblaban. Entonces la mujer se echó y dijo:
– Cúbreme.
El hombre la veía desde arriba, abierta en cruz. Avanzó lentamente. Durante un momento la sombra del caballo cubrió a la mujer. Nada más. Entonces el centauro se apartó hacia un lado y se lanzó al galope, mientras el hombre gritaba, cerrando los puños en dirección al cielo y a la luna. Cuando los perseguidores se aproximaron finalmente a la mujer, ella no se movió. Y cuando se la llevaron, envuelta en una manta, los hombres que la transportaban la oyeron llorar.
Aquella noche todo el país supo de la existencia del centauro. Lo que primero se había creído que era una historia inventada del otro lado de la frontera con intención de burlarse, tenía ahora testigos fehacientes, entre los cuales una mujer que temblaba y lloraba. Mientras el centauro atravesaba esta otra montaña, salía gente de las aldeas y de las ciudades, con redes y cuerdas, también con armas de fuego, pero sólo para asustar. Es necesario cogerle vivo, se decía. El ejército también se puso en movimiento. Se esperaba el nacimiento del día para que los helicópteros levantasen vuelo y recorriesen toda la región. El centauro buscaba los caminos más escondidos, pero oyó muchas veces ladrar perros y llegó, incluso, bajo la luz de la luna que ya se debilitaba, a ver grupos de hombres que batían los montes.
Toda la noche el centauro caminó, siempre hacia el sur. Y cuando el sol nació estaba en lo alto de una montaña desde la que vio el mar. Muy a lo lejos, mar apenas, ninguna isla, y el sonido de una brisa que olía a pinares, no el golpear de las olas, no el perfume angustioso de la sal. El mundo parecía un desierto suspendido de la palabra pobladora.
No era un desierto. Se oyó de repente un tiro. Y entonces, en un arco de círculo amplio, salieron hombres de detrás de las piedras, con grandes gritos, pero sin poder disfrazar el miedo, y avanzaron con redes y cuerdas y lazos y varas. El caballo se levantó hacia el espacio, agitó las patas de delante y se volvió, frenético, hacia los adversarios. El hombre quiso retroceder. Lucharon ambos, atrás, adelante. Y en el borde de un precipicio las patas se escurrieron, se agitaron ansiosas buscando apoyo, y los brazos del hombre, pero el gran cuerpo resbaló, cayó en el vacío. Veinte metros abajo una lámina de piedra, inclinada en el ángulo necesario, pulida durante millares de años de frío y de calor, de sol y de lluvia, de viento y nieve desbastándola, cortó, degolló el cuerpo del centauro en aquel preciso lugar en el que el tronco del hombre se convertía en tronco de caballo. La caída acabó allí. El hombre quedó echado, por fin, de espaldas, mirando el cielo. Mar que se convertía en profundo por encima de sus ojos, mar con pequeñas nubes detenidas que eran islas, vida inmortal. El hombre giró la cabeza hacia un lado y hacia el otro: otra vez mar sin fin, cielo interminable. Entonces miró su cuerpo. La sangre corría. Mitad de un hombre. Un hombre. Y vio a los dioses que se aproximaban. Era tiempo de morir.
DESQUITE
El muchacho venía del río. Descalzo, con los pantalones arremangados por encima de las rodillas, las piernas sucias de lodo. Vestía una camisa roja, abierta en el pecho, donde los primeros vellos de la pubertad empezaban a ennegrecer. Tenía el pelo oscuro, mojado por el sudor que le escurría por el cuello delgado. Se inclinaba un poco hacia delante, bajo el peso de los largos remos, de los que pendían hilos verdes de limos aún goteantes. El barco quedó balanceándose en el agua turbia y, allí cerca, como si lo espiasen, afloraron de repente los ojos globulosos de una rana. El muchacho la miró, y ella le miró. Después la rana hizo un movimiento brusco y desapareció. Un minuto más y la superficie del río quedó lisa y tranquila, y brillante como los ojos del muchacho. La respiración del limo desprendía lentas y muelles burbujas de gas que la corriente arrastraba. En el calor espeso de la tarde los chopos altos vibraban silenciosamente y, de golpe, flor rápida que naciese del aire, un ave azul pasó rasando el agua. El muchacho levantó la cabeza. Desde el otro lado del río una muchacha le miraba, inmóvil. El muchacho levantó la mano libre y todo su cuerpo dibujó el gesto de una palabra que no se oyó. El río fluía, lento.
El muchacho subió la ladera, sin mirar atrás. La hierba se acababa allí mismo. Hacia arriba, hacia allá, el sol calcinaba los terrones de los barbechos y los olivares cenicientos. Metálica, durísima, una cigarra roía el silencio. En la distancia la atmósfera temblaba.
La casa era baja, achaparrada, bruñida de cal, con una franja de ocre violento. Un lienzo de pared ciega, sin ventanas, una puerta en la que se abría un postigo. En el interior el suelo de barro refrescaba los pies. El muchacho apoyó los remos, se limpió el sudor con el antebrazo. Se quedó quieto, escuchando los golpes del corazón, el pausado brotar del sudor que se renovaba en la piel. Estuvo así unos minutos, sin conciencia de los rumores que venían de la parte de detrás de la casa y que se transformaron, de súbito, en gañidos lancinantes y gratuitos: la protesta de un cerdo atado. Cuando, por fin, empezó a moverse, el grito del animal, esta vez herido e insultado, le golpeó en los oídos. Y en seguida oyó otros gritos, agudos, rabiosos, una súplica desesperada, una llamada que no espera socorro.
Corrió hacia el patio, pero no pasó del umbral de la puerta,. Dos hombres y una mujer sujetaban al cerdo. Otro hombre, con un cuchillo ensangrentado, le abría un tajo vertical en el escroto. En la paja brillaba ya un óvalo achatado, rojo. El cerdo temblaba entero, lanzaba gritos entre las quijadas que apretaba una cuerda. La herida se alargó, el testículo apareció, lechoso y rayado de sangre, los dedos del hombre se introdujeron en la abertura, tiraron, retorcieron, arrancaron. La mujer tenía el rostro pálido y crispado. Desataron al cerdo, le liberaron el hocico y uno de los hombres se agachó y cogió las dos piezas, gruesas y suaves. El animal dio una vuelta, perplejo, y se quedó con la cabeza baja, respirando con dificultad. Entonces el hombre se los tiró. El cerdo los mordió, masticó ansioso, tragó. La mujer dijo algunas palabras y los hombres se encogieron de hombros. Uno de ellos se rió. Fue en ese momento cuando vieron al muchacho en el umbral de la puerta. Se quedaron todos callados y, como si fuese la única cosa que pudiesen hacer en aquel momento, se pusieron a mirar al animal, que se había echado en la paja, suspirando, con el hocico sucio de su propia sangre.
El muchacho volvió al interior. Llenó un puchero y bebió, dejando que el agua le corriese por las comisuras de la boca, por el cuello, hasta el vello del pecho que se volvió más oscuro. Mientras bebía miraba fuera las dos manchas rojas sobre la paja. Después, con un movimiento de cansancio, volvió a salir de la casa, atravesó el olivar otra vez bajo el bochorno del sol. El polvo le quemaba los pies y él, sin darse cuenta, los encogía para huir del contacto escaldante. La misma cigarra rechinaba en tono más sordo. Después la ladera, la hierba con su olor a savia caliente, la frescura atontadora debajo de las ramas, el lodo que se insinúa entre los dedos de los pies e irrumpe por arriba.
El muchacho se quedó quieto, mirando el río. Sobre un afloramiento de limo, una rana, parda como la primera, con los ojos redondos bajo las arcadas salientes, parecía estar esperando. La piel blanca del buche palpitaba. La boca cerrada formaba un pliegue de escarnio. Pasó un tiempo y ni la rana ni el muchacho se movían. Entonces él, desviando con dificultad los ojos, como para huir de un maleficio, vio al otro lado del río, entre las ramas bajas de los salgueros, aparecer una vez más a la muchacha. Y nuevamente, silencioso e inesperado, pasó sobre el agua el relámpago azul.