Fue entonces cuando del bosque salieron todos los hombres y mujeres que allí se habían escondido desde que la revuelta había comenzado, desde el primer oumi desaparecido. Y uno de ellos dijo:
– Ahora es necesario reconstruirlo todo. Y una mujer dijo:
– No teníamos otro remedio, puesto que las cosas éramos nosotros. No volverán los hombres a ser puestos en el lugar de las cosas.
CENTAURO
El caballo se detuvo. Los cascos sin herraduras se afirmaron en las piedras redondas y resbaladizas que cubrían el fondo casi seco del río. El hombre apartó con las manos, cautelosamente, las ramas espinosas que le tapaban la visión hacia el lado de la planicie. Amanecía ya. A lo lejos, donde las tierras subían, primero en suave pendiente, como creía recordar, sí eran allí iguales al paso por donde había descendido muy al norte, después abruptamente cortadas por un espinazo basáltico que se convertía en muralla vertical, había unas casas a aquella distancia bajísimas, rastreras, y unas luces que parecían estrellas. Sobre la montaña, que cerraba todo el horizonte por aquel lado, se veía una línea luminosa, como si una pincelada sutil hubiese recorrido las cimas y, húmeda, poco a poco se derramase por la vertiente. Por allí saldría el sol. El hombre soltó las ramas con un movimiento descuidado y se arañó: soltó un ronquido inarticulado y se llevó el dedo a la boca para chupar la sangre. El caballo reculó golpeando las patas, barrió con la cola las hierbas altas que absorbían los restos de la humedad aún conservada en la orilla del río por el abrigo que las ramas pendientes formaban una cortina negra a aquella hora. El río estaba reducido al hilo de agua que corría en la parte más honda del lecho, entre piedras, de trecho en trecho formando charcos donde sobrevivían ansiosos peces. Había en el aire una humedad que anunciaba lluvia, tempestad, seguramente no ese día, sino al siguiente, o pasados tres soles, o en la próxima luna. Muy lentamente el cielo aclaraba. Era hora de buscar un escondrijo, para descansar y dormir.
El caballo tenía sed. Se aproximó a la corriente de agua que estaba detenida bajo la plancha de la noche y, cuando las patas delanteras sintieron la frescura líquida, se echó en el suelo, de lado. El hombre, con el hombro apoyado en la arena áspera, bebió largamente, aunque no tuviese sed. Por encima del hombre y del caballo, la parte aún oscura del cielo rodaba despacio, arrastrando detrás de sí una luz pálida, apenas por el momento amarillenta, primero y, si no se conoce, engañador anuncio del carmín y del rojo que después explotarían por encima de la montaña, como en tantas otras montañas de tan diferentes lugares había visto ocurrir o en lo llano de las planicies. El caballo y el hombre se levantaron. Enfrente estaba la espesa barrera de los árboles, con defensas de zarzas entre los troncos. En lo alto de las ramas ya piaban los pájaros. El caballo atravesó el lecho del río con un trote inseguro y quiso entrar por la fuerza en lo enmarañado vegetal, pero el hombre prefería un paso más fácil. Con el tiempo, y había tenido mucho mucho tiempo para eso, había aprendido las maneras de moderar la impaciencia animal, algunas veces oponiéndose a ella con una violencia que explotaba y continuaba toda en su cerebro, o quizá en un punto cualquiera del cuerpo donde entrechocaban las órdenes que del mismo cerebro partían y los instintos oscuros alimentados tal vez entre los flancos, donde la piel era negra; otras veces cedía, desatento, a pensar en otras cosas, cosas que sí eran de este mundo físico en el que estaba, pero no de este tiempo. El cansancio había convertido al caballo en nervioso: la piel se estremecía como si quisiese sacudir un tábano frenético y sediento de sangre, y los movimientos de las patas se multiplicaban innecesarios y aún más fatigosos. Habría sido una imprudencia intentar abrir camino a través de lo entrelazado de las zarzas. Había demasiadas cicatrices en el pelo blanco del caballo. Una de ellas, muy antigua, trazaba en la grupa un rastro largo, oblicuo. Cuando el sol golpeaba fuerte, a plomo, o cuando, al contrario, el frío sacudía y erizaba el pelo, era como si allí, faja sensible y desprotegida, se asentase incandescente el filo de una espada. A pesar de saber muy bien que no iba a encontrar nada, a no ser una cicatriz mayor que las otras, el hombre, en esas ocasiones, torcía el tronco y miraba hacia atrás, como hacia el fin del mundo.
A corta distancia, hacia la desembocadura, la orilla del río se recogía hacia el interior del campo: había sin duda allí una albufera, o sería un afluente, igual de seco o aún más. El fondo era lodoso, tenía pocas piedras. Alrededor de esta especie de bolsa, al final simple brazo del río que se henchía y desaguaba con él, había árboles altos, negros, bajo la oscuridad que sólo lentamente se iba levantando de la tierra. Si la cortina de los troncos y de las ramas caídas fuese suficientemente densa, podría pasar allí el día, bien escondido, hasta que fuese otra vez de noche y pudiese continuar su camino. Apartó con las manos las hojas frescas e, impelido por la fuerza de los jarretes, venció el ribazo en la oscuridad casi total que las copas abundantes de los árboles defendían en aquel lugar. Inmediatamente a continuación el terreno volvía a descender hacia una zanja que, más adelante, probablemente, atravesaría el campo al descubierto. Había encontrado un buen escondrijo para descansar y dormir. Entre el río y la montaña había campos de cultivo, tierras roturadas, pero aquella zanja, profunda y estrecha, no mostraba señales de ser lugar de paso. Dio algunos pasos más, ahora en completo silencio. Los pájaros, asustados, observaban. Miró hacia arriba: vio iluminadas las puntas altas de las ramas. La luz rasante que venía de la montaña rozaba ahora la alta franja vegetal. Los pájaros habían empezado a gorjear otra vez. La luz descendía poco a poco, polvo verdoso que se convertía en rosado y blanco, neblina sutil e inestable del amanecer. Los troncos negrísimos de los árboles, contra la luz, parecían tener apenas dos dimensiones, como si hubiesen sido recortados de lo que quedaba de la noche y pegados sobre la transparencia luminosa que se sumergía en la zanja. El suelo estaba cubierto de espadañas. Un buen sitio para pasar el día durmiendo, un refugio tranquilo.
Vencido por una fatiga de siglos y milenios, el caballo se arrodilló. Encontrar posición para dormir que conviniese a ambos era siempre una operación difícil. En general el caballo se echaba de lado y el hombre reposaba también así. Pero mientras el caballo se podía quedar una noche entera en esa posición, sin moverse, el hombre, para no mortificar el hombro y todo el mismo lado del tronco, tenía que vencer la resistencia del gran cuerpo inerte y adormecido para hacerlo volverse hacia el lado opuesto: era siempre un sueño difícil. En cuanto a dormir de pie, el caballo podía, pero el hombre no. Y cuando el escondite era demasiado estrecho, el moverse se volvía imposible y la exigencia se convertía en ansiedad. No era un cuerpo cómodo. El hombre nunca podía echarse de bruces sobre la tierra, cruzar los brazos bajo la mandíbula y quedarse así viendo las hormigas o los granos de tierra, o contemplando la blancura de un tallo tierno saliendo del negro humus. Y siempre para ver el cielo había tenido que torcer el cuello, salvo cuando el caballo se empinaba en las patas traseras y el rostro del hombre, en lo alto, podía inclinarse un poco más hacia atrás: entonces sí, veía mejor la gran campana nocturna de las estrellas, el prado horizontal y tumultuoso de las nubes, o la campana azul y el sol, como único vestigio de la forja original.
El caballo se durmió en seguida. Con las patas metidas entre las espadañas, las crines de la cola extendidas por el suelo, respiraba profundamente, con un ritmo acompasado. El hombre, medio inclinado, con el hombro derecho apoyado en la pared de la zanja, arrancó algunas ramas bajas y se cubrió con ellas. Moviéndose soportaba bien el frío y el calor, aunque no tan bien como el caballo. Pero cuando estaba quieto y dormía, se enfriaba rápidamente. Ahora, por lo menos mientras el sol no calentase la atmósfera, se sentiría bien bajo el abrigo del follaje. En la posición en la que estaba podía ver que los árboles no se cerraban completamente arriba: una franja irregular, ya matinal y azul, se prolongaba hacia delante y, de vez en cuando, atravesándola de una parte a otra, o siguiéndola en la misma dirección por instantes, volaban velozmente los pájaros. Los ojos del hombre se cerraron despacio. El olor de la savia de las ramas arrancadas lo mareaba un poco. Echó por encima del rostro una rama más llena de hojas y se durmió. Nunca soñaba como sueña un hombre. Tampoco soñaba nunca como soñaría un caballo. En las horas en las que estaban despiertos, las ocasiones de paz o de simple conciliación no eran muchas. Pero el sueño de uno y el sueño del otro formaban el sueño del centauro.