El cuerpo todavía está aquí, y estará todo el tiempo que queramos. Aquí, en la cabeza, en este sitio en el que el pelo aparece despeinado, es donde fue el golpe. A simple vista, no tiene importancia. Una ligerísima equimosis, como de uña impaciente, que la raíz del pelo casi esconde; no parece que por aquí pueda entrar la muerte. En verdad, ya está ahí dentro. ¿Qué es esto? ¿Nos iremos a apiadar del enemigo vencido? ¿Es la muerte una disculpa, un perdón, una esponja, una lejía para lavar crímenes? El viejo acaba de abrir los ojos y no consigue reconocernos, lo cual sólo a él asombra, pero a nosotros no, porque no nos conoce. Le tiembla la barbilla, quiere hablar, se inquieta por cómo hemos llegado hasta ahí, nos cree autores del atentado. No dirá nada. Por la comisura de la boca entreabierta le corre hacia la barbilla un hilo de saliva. ¿Qué haría la hermana Lucía en este caso, qué haría si estuviese aquí, de rodillas, envuelta en su triple olor a moho, faldas e incienso? ¿Enjugaría reverente la saliva o, más reverente aún, se inclinaría del todo hacia delante, prosternada, y con la lengua recogería la santa secreción, la reliquia, para guardarla en una ampolla? No lo dirá la historia sagrada, no lo dirá, sabemos, la profana, ni Eva doméstica reparará, corazón afligido, en la injuria que el viejo practica babeando sobre el viejo.
Ya se oyen pasos en el corredor, pero tenemos todavía tiempo. La equimosis se ha vuelto más oscura y el pelo parece erizado sobre ella. Una pasada cariñosa de peine podría componerlo todo en esta superficie que vemos. Pero sería inútil. Sobre otra superficie, la de la corteza, se acumula la sangre derramada por los vasos que el golpe seccionó en aquel punto preciso de la caída. Es el hematoma. Es ahí donde en este momento se encuentra el Anobium, preparado para el segundo turno. Buck Jones ha limpiado el revólver y mete nuevas balas en el tambor. Ahí vienen a buscar al viejo. Ese rascar de uñas, ese llanto, es de las hienas, no hay nadie que no lo sepa. Vamos hasta la ventana. ¿Qué me dice de este mes de septiembre? Hace mucho tiempo que no teníamos un tiempo así.
EMBARGO
Se despertó con la sensación aguda de un sueño degollado y vio delante de sí la superficie cenicienta y helada del cristal, el ojo encuadrado de la madrugada que entraba, lívido, cortado en cruz y escurriendo una transpiración condensada. Pensó que su mujer se había olvidado de correr las cortinas al acostarse y se enfadó: si no consiguiese volver a dormirse ya, acabaría por tener un día fastidiado. Le faltó sin embargo el ánimo para levantarse, para cubrir la ventana: prefirió cubrirse la cara con la sábana y volverse hacia la mujer que dormía, refugiarse en su calor y en el olor de su pelo suelto. Estuvo todavía unos minutos esperando, inquieto, temiendo el insomnio matinal. Pero después le vino la idea del capullo tibio que era la cama y la presencia laberíntica del cuerpo al que se aproximaba y, casi deslizándose en un círculo lento de imágenes sensuales, volvió a caer en el sueño. El ojo ceniciento del cristal se fue azulando poco a poco, mirando fijamente las dos cabezas posadas en la almohada, como restos olvidados de una mudanza a otra casa o a otro mundo. Cuando el despertador sonó, pasadas dos horas, la habitación estaba clara.
Dijo a su mujer que no se levantase, que aprovechase un poco más de la mañana, y se escurrió hacia el aire frío, hacia la humedad indefinible de las paredes, de los picaportes de las puertas, de las toallas del cuarto de baño. Fumó el primer cigarrillo mientras se afeitaba y el segundo con el café, que entretanto se había enfriado. Tosió como todas las mañanas. Después se vistió a oscuras, sin encender la luz de la habitación. No quería despertar a su mujer. Un olor fresco a agua de colonia avivó la penumbra, y eso hizo que la mujer suspirase de placer cuando el marido se inclinó sobre la cama para besarle los ojos cerrados. Y susurró que no volvería a comer a casa.
Cerró la puerta y bajó rápidamente la escalera. La finca parecía más silenciosa que de costumbre. Tal vez por la niebla, pensó. Se había dado cuenta de que la niebla era como una campana que ahogaba los sonidos y los transformaba, disolviéndolos, haciendo de ellos lo que hacía con las imágenes. Habría niebla. En el último tramo de la escalera ya podría ver la calle y saber si había acertado. Al final había una luz aún grisácea, pero dura y brillante, de cuarzo. En el bordillo de la acera, una gran rata muerta. Y mientras encendía el tercer cigarrillo, detenido en la puerta, pasó un chico embozado, con gorra, que escupió por encima del animal, como le habían enseñado y siempre veía hacer.
El automóvil estaba cinco casas más abajo. Una gran suerte haber podido dejarlo allí. Había adquirido la superstición de que el peligro de que lo robasen sería tanto mayor cuanto más lejos lo hubiese dejado por la noche. Sin haberlo dicho nunca en voz alta, estaba convencido de que no volvería a ver el coche si lo dejase en cualquier extremo de la ciudad. Allí, tan cerca, tenía confianza. El automóvil aparecía cubierto de gotitas, los cristales cubiertos de humedad. Si no hiciera tanto frío, podría decirse que transpiraba como un cuerpo vivo. Miró los neumáticos según su costumbre, verificó de paso que la antena no estuviese partida y abrió la puerta. El interior del coche estaba helado. Con los cristales empañados era una caverna translúcida hundida bajo un diluvio de agua. Pensó que habría sido mejor dejar el coche en un sitio desde el cual pudiese hacerlo deslizarse para arrancar más fácilmente. Encendió el coche y en el mismo instante el motor roncó fuerte, con una sacudida profunda e impaciente. Sonrió, satisfecho de gusto. El día empezaba bien.
Calle arriba el automóvil arrancó, rozando el asfalto como un animal de cascos, triturando la basura esparcida. El cuentakilómetros dio un salto repentino a noventa, velocidad de suicidio en la calle estrecha y bordeada de coches aparcados. ¿Qué sería? Retiró el pie del acelerador, inquieto. Casi diría que le habían cambiado el motor por otro mucho más potente. Pisó con cuidado el acelerador y dominó el coche. Nada de importancia. A veces no se controla bien el balanceo del pie. Basta que el tacón del zapato no asiente en el lugar habitual para que se altere el movimiento y la presión. Es fácil.
Distraído con el incidente, aún no había mirado el contador de la gasolina. ¿La habrían robado durante la noche, como no sería la primera vez? No. El puntero indicaba precisamente medio depósito. Paró en un semáforo rojo, sintiendo el coche vibrante y tenso en sus manos. Curioso. Nunca había reparado en esta especie de palpitación animal que recorría en olas las láminas de la carrocería y le hacía estremecer el vientre. Con la luz verde el automóvil pareció serpentear, estirarse como un fluido para sobrepasar a los que estaban delante. Curioso. Pero, en verdad, siempre se había considerado mucho mejor conductor que los demás. Cuestión de buena disposición esta agilidad de reflejos de hoy, quizá excepcional. Medio depósito. Si encontrase una gasolinera funcionando, aprovecharía. Por seguridad, con todas las vueltas que tenía que dar ese día antes de ir a la oficina, mejor de más que de menos. Este estúpido embargo. El pánico, las horas de espera, en colas de decenas y decenas de coches. Se dice que la industria va a sufrir las consecuencias. Medio depósito. Otros andan a esta hora con mucho menos, pero si fuese posible llenarlo… El coche tomó una curva balanceándose y, con el mismo movimiento, se lanzó por una subida empinada sin esfuerzo. Allí cerca había un surtidor poco conocido, tal vez tuviese suerte. Como un perdiguero que acude al olor, el coche se insinuó entre el tráfico, dobló dos esquinas y fue a ocupar un lugar en la cola que esperaba. Buena idea.
Miró el reloj. Debían de estar por delante unos veinte coches. No era ninguna exageración. Pero pensó que lo mejor sería ir primero a la oficina y dejar las vueltas para la tarde, ya lleno el depósito, sin preocupaciones. Bajó el cristal para llamar a un vendedor de periódicos que pasaba. El tiempo había enfriado mucho. Pero allí, dentro del automóvil, con el periódico abierto sobre el volante, fumando mientras esperaba, hacía un calor agradable, como el de las sábanas. Hizo que se movieran los músculos de la espalda, con una torsión de gato voluptuoso, al acordarse de su mujer aún enroscada en la cama a aquella hora y se recostó mejor en el asiento. El periódico no prometía nada bueno. El embargo se mantenía. Una navidad oscura y fría, decía uno de los titulares. Pero él aún disponía de medio depósito y no tardaría en tenerlo lleno. El automóvil de delante avanzó un poco. Bien.