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También ahora se sentó este hombre viejo que primero salió de una sala y atravesó otra, después siguió por un corredor que podría ser el pasillo de un cine, pero no lo es, es una dependencia de una casa, no diremos que suya, sino apenas la casa en la que vive, o está viviendo, toda ella por lo tanto no suya, sino su dependencia. La silla aún no ha caído. Condenada, es como un hombre extenuado, no obstante aun acá del grado supremo de la extenuación: consigue aguantar su propio peso. Viéndola de lejos no parece que el Anobium la haya transformado, él cowboy y minero, él en Arizona y en Jales, en una red laberíntica de galerías, como para perder en ella el juicio. La ve de lejos el viejo que se aproxima y cada vez más de cerca la ve, si es que la ve, que de tantos millares de veces que ahí se ha sentado no la ve ya, y ése es su error, siempre lo fue, no reparar en las sillas en las que se sienta por suponer que todas han de poder lo que sólo él puede. San Jorge, santo, vería allí al dragón, pero este viejo es un falso devoto que se mancomunó, de gorra, con los cardenales patriarcas, y todos juntos, él y ellos, in hoc signo vinces. No ve la silla, además ahora viene sonriendo con cándido contentamiento y se acerca a ella sin reparar, mientras esforzadamente el Anobium deshace en la última galería las últimas fibras y aprieta sobre las caderas el cinturón de las pistoleras. El viejo piensa que va a descansar digamos media hora, que tal vez dormite incluso un poco con esta buena temperatura de principios de otoño, que ciertamente no tendrá paciencia para leer los papeles que lleva en la mano. No nos impresionemos. No se trata de una película de terror; con caídas de este estilo se hicieron y se harán excelentes escenas cómicas, gags hilarantes, como los hizo Chaplin, todos los tenemos en la memoria, o Pat y Patachón, gana un caramelo quien se acuerde. Y no lo anticipemos, aunque sepamos que la silla se va a partir: pero todavía no, primero tiene que sentarse el hombre despacio, a nosotros, los viejos, nos marcan las leyes las trémulas rodillas, tiene que posar las manos o agarrar con fuerza los brazos o sujeciones de la silla, para no dejar caer bruscamente las nalgas arrugadas y los fondillos del pantalón en el asiento que le ha soportado todo, como resulta excusado especificar, que todos somos humanos y sabemos. Del lado de las tripas, aclárese, porque de este viejo hay muchas y también diversas razones, y éstas son antiguas, para dudar de su humanidad. Mientras tanto está sentado como un hombre.

Aún no se ha recostado. Su peso, gramo más, gramo menos, está igualmente distribuido en el asiento de la silla. Si no se moviese podría permanecer así, a salvo, hasta ponerse el sol, altura en la que el Anobium acostumbra recobrar fuerzas y roer con nuevo vigor. Pero se va a mover, se ha movido, se ha recostado en el respaldo, se ha inclinado incluso un casi nada hacia el lado frágil de la silla. Y ésta se parte. Se parte la pata de la silla, crujió primero, después la desgarró la acción del peso desequilibrado y, de repente, la luz del día entró deslumbrante en la galería de Buck Jones, iluminando el blanco. A causa de la conocida diferencia entre la velocidad de la luz y del sonido, entre la liebre y la tortuga, la detonación se oirá más tarde, sorda, ahogada, como un cuerpo que cae. Demos tiempo al tiempo. No está nadie más en la sala, o habitación, o galería, o terraza, o mientras el sonido de la caída no sea oído, somos nosotros los señores de este espectáculo, podemos incluso ejercitar el sadismo que, como de músico y de loco, tenemos felizmente un poco, de una forma, digamos así, pasiva, sólo como quien ve y no conoce o in limine rechaza obligaciones apenas humanitarias de socorrer. A este viejo no.

Va a caer hacia atrás. Ahí va. Aquí, exactamente delante de él, lugar escogido, podemos ver que tiene el rostro largo, la nariz aguileña y afilada como un gancho que fuese también navaja, y si no se diese el caso de haber abierto la boca en ese instante, tendríamos el derecho, aquel derecho que tiene cualquier testigo ocular, que por eso dice yo vi, de jurar que no tiene labios. Pero la abrió, la abre de susto y sorpresa de incomprensión, y así es posible distinguir, aunque con poca precisión, dos rebordes de carne o larvas pálidas que sólo por la diferencia de textura dérmica no se confunden con la otra palidez circundante. La papada se estremece sobre la laringe y demás cartílagos y todo el cuerpo acompaña la silla hacia atrás, y por el suelo ha rodado hacia un lado, no lejos, porque todos debemos asistir, la pata de la silla partida. Ha esparcido un polvo amarillo aglomerado, no mucho en verdad, pero lo suficiente para complacernos con todo esto en imaginar una ampolleta cuya arena estuviera constituida escatológicamente por las deyecciones del coleóptero: en donde se ve hasta qué punto sería absurdo meter aquí a Buck Jones y a su caballo Malacara, esto suponiendo que Buck cambió de caballo en la última posada y monta ahora el caballo de Fred. Dejemos sin embargo este polvo que no es ni siquiera azufre, y que bien ayudaría a la escena si lo fuese, ardiendo con esa llama azulada y soltando su apestoso ácido sulfuroso, oh rima. Sería una perfecta manera de aparecer el infierno como tal, mientras la silla del demonio se parte y cae para atrás arrastrando consigo a Satanás, Asmodeo y su legión.

El viejo ya no sujeta los brazos de la silla, las rodillas súbitamente no temblorosas obedecen ahora a otra ley, y los pies que siempre han calzado botas para que no se supiese que son bifurcados (nadie leyó a tiempo y con atención, todo está ahí, la dama de pata de cabra), los pies ya están en el aire. Asistiremos al gran ejercicio gimnástico, el salto mortal hacia atrás, mucho más espectacular éste, aunque sin público, que los otros vistos en estadios y jamores, desde lo alto de la tribuna, en la época en que las sillas aún eran sólidas y el Anobium una improbable hipótesis de trabajo. Y no hay nadie que fije este momento. Mi reino por una polaroid, gritó Ricardo III, y nadie le ayudó porque la pedía demasiado pronto. Lo poco que recibimos a cambio de ese mucho que es enseñar la fotografía de los hijos, la tarjeta de socio y la verdadera imagen de la caída. Ay estos pies en el aire, cada vez más lejos del suelo, ay aquella cabeza cada vez más cerca, ay Santa Comba, no santa de los afligidos, santa patrona de aquel que siempre los afligió. Las hijas del Mondego la muerte oscura todavía por ahora no lloran. Esta caída no es una caída cualquiera de Chaplin, no se puede repetir otra vez, es única y por eso excelente, como cuando estuvieron juntos los hechos de Adán y las gracias de Eva. Y por haber hablado de ella, Eva doméstica y servicial, gobernadora en proporción, benefactora de desempleados si sobrios, honestos y católicos, agujero del martirio, poder medrado y mierdado a la sombra de este Adán que cae sin manzana ni serpiente, ¿dónde estás? Demasiado tiempo te entretienes en la cocina, o al teléfono atendiendo a las hijas de María o a las esclavas del Sagrado Corazón o a las pupilas de Santa Zita, mucha agua desperdicias regando las begonias en los tiestos, mucho te distraes, abeja maestra, que no acudes, y, si acudieses, ¿a quién socorrerías? Es tarde. Los santos están de espaldas, silban, se fingen distraídos, porque saben muy bien que no hay milagros, que nunca los hubo, y cuando algo de extraordinario ha sucedido en el mundo, su suerte fue estar presentes y aprovecharla. Ni San José, que en su época fue carpintero, y mejor carpintero que santo, sería capaz de pegar aquella pata de silla a tiempo para evitar la caída, antes que este nuevo campeón de la gimnástica portuguesa de su salto mortal, y Eva doméstica y gobernanta aparta ahora los tres frasquitos de píldoras y gotas que el viejo tomará, una cada vez, antes, durante y después de la próxima comida.

El viejo ve el techo. Ve apenas, no tiene tiempo de mirar. Agita los brazos y las piernas como un galápago vuelto con la barriga al aire, e inmediatamente a continuación es mucho más un seminarista con botas masturbándose cuando va de vacaciones a casa de sus señores padres que andan en la era. Es sólo eso, y nada más. Suave tierra, y bruta, y simple, para pisar y después decir que todo son piedras, y que nacemos pobres y pobres felizmente moriremos, y por eso estamos en la gracia del Señor. Cae, viejo, cae. Repara que en este momento tienes los pies más altos que la cabeza. Antes de dar tu salto mortal, medalla olímpica, harás el pino como no fue capaz de hacerlo aquel muchacho en la playa, que intentaba y caía, sólo con un brazo porque el otro se lo había dejado en África. Cae. Sin embargo, no tengas prisa: aún hay mucho sol en el cielo. Podemos incluso, nosotros que asistimos, acercarnos a una ventana y mirar fuera, descansadamente, y desde aquí tener una gran visión de ciudades y aldeas, de ríos y planicies, de sierras y sembradíos, y decir al diablo tentador que precisamente es éste el mundo que queremos, pues no es malo que alguien desee lo que es suyo propio. Con los ojos deslumbrados volvemos hacia dentro y es como si no estuvieses: hemos traído demasiada luz al interior de la habitación y tenemos que esperar a que ésta se habitúe o vuelva afuera. Estás, en fin, más cerca del suelo. Y la pata sana y la pata desmochada de la silla han resbalado hacia el frente, todo el equilibrio se ha perdido. Se distinguen los prenuncios de la verdadera caída, el aire se deforma alrededor, los objetos se encogen de susto, van a ser agredidos, y todo el cuerpo es un retorcimiento crispado, una especie de gato reumático, por eso incapaz de dar en el aire la última vuelta que lo salvaría, con las cuatro patas en el suelo y un golpe suave, de bicho vivísimo. Se ve cuán mal estaba colocada esta silla, sobre lo malo que ya era, pero no sabido, tener el Anobium dentro de sí; peor, realmente, o tan mala es aquella arista, o pico, o canto de mueble que extiende su puño cerrado hacia un punto en el espacio, por el momento todavía libre, todavía aliviado e inocente, en el cual el arco del círculo hecho por la cabeza del viejo irá a interrumpirse y rebotar, cambiar por un instante de dirección y después volver a caer, hacia abajo, hacia el fondo, inexorablemente tirado por ese duende que está en el centro de la tierra con billones de cordelitos en la mano, para arriba y para abajo, haciendo abajo lo mismo que aquí encima hacen los hombres de las marionetas, hasta el último tirón más fuerte que nos retira de la escena. No habrá llegado para el viejo aún este momento, pero es evidente que cae para volver a caer otra y última vez. Y ahora ¿qué espacio hay, qué espacio resta entre la arista del mueble, el puño, la lanza en África, y el lado más frágil de la cabeza, el hueso predestinado? Podemos medirlo y nos quedaremos asombrados del poquísimo espacio que falta recorrer, repárese, no cabe un dedo, ni eso, mucho menos que eso, una uña, una cuchilla de afeitar, un pelo, un simple hilo de gusano de seda o de araña. Aún queda algún tiempo, pero el espacio va a acabarse. La araña ha expelido ahora mismo su último filamento, remata el capullo, la mosca ya está encerrada.

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