– Le estoy aplicando inyecciones cada hora. Por el momento no noto diferencia. Y es el momento de otra inyección.
Preparó la jeringuilla, aspiró en su interior el contenido de una gran ampolla y clavó rápidamente la aguja en el sofá.
– ¿Y si no se pone bueno? -preguntó el funcionario.
– El médico dirá. Éste es el tratamiento específico. Cuando no resulta, caso perdido, vuelve a la fábrica.
– Bien. Voy a mi trabajo. Gracias.
En el pasillo vio otra vez la hora. Continuaban faltando diez minutos. ¿Estaría parado el reloj? Lo acercó al oído: el tic tac sonaba con nitidez, aunque un poco amortiguado, pero las manecillas no se movían. Comprendió que iba a llegar muy atrasado. Detestaba eso. Es cierto que el público no se vería perjudicado, ya que el compañero a quien tendría que sustituir no podía abandonar el gabinete mientras él no llegase. Antes de empujar la puerta, echó una nueva mirada al reloj: lo mismo. Al oírlo entrar, el compañero se levantó, dijo algunas palabras a las personas que aguardaban detrás de la ventanilla, del lado de fuera, y la cerró. Era el reglamento. La sustitución de los funcionarios se hacía con brevedad, pero siempre a puerta cerrada.
– Viene tarde.
– Creo que sí. Disculpe.
– Pasan quince minutos de la hora. Voy a tener que comunicarlo.
– Sin duda. Mi reloj se ha parado. Ha sido por su causa. Pero lo que es extraño es que continúa funcionando.
– ¿Continúa funcionando?
– ¿No lo cree? Véalo.
Miraron los dos el reloj.
– Realmente es extraño.
– Mire las manecillas. No se mueven. Pero se oye el tic tac.
– Sí, se oye. No comunicaré el retraso, pero me parece que debe informar a la superioridad de lo que sucede con su reloj.
– Evidentemente.
– Ha habido bastantes casos extraños en estas últimas semanas.
– El gobierno está atento y sin duda va a tomar medidas.
Alguien golpeó en la placa lechosa de la ventanilla. Los dos funcionarios firmaron el registro de salida y entrada.
– Cuidado con la puerta principal -avisó el que se quedaba.
– ¿Se ha arañado? Entonces ha sido el tercero hoy.
– ¿Y se ha enterado de la fiebre del sofá?
– Todos lo saben.
– Es extraño, ¿verdad?
– Sí, aunque no sea raro. Hasta el lunes.
– Buen fin de semana.
Abrió la ventanilla. Había apenas tres personas esperando. Pidió disculpas, como determinaba el reglamento, y recibió de la primera -un hombre alto, bien vestido, de media edad- la tarjeta de identificación. La introdujo en el verificador, analizó las señales luminosas que aparecieron y devolvió la tarjeta:
– Muy bien. ¿Qué desea? Por favor, sea breve.
Eran también frases que el reglamento estipulaba. El cliente respondió sin dudar:
– Seré breve. Deseo un piano.
– Actualmente no hay muchos pedidos de ese objeto. Dígame si es indispensable.
– ¿Hay dificultades excepcionales?
– Sólo las de materias primas. ¿Para cuándo lo quiere?
– Dentro de quince días.
– Casi sería más fácil darle la luna ahora mismo. Un piano exige material muy calificado, de alta calidad, o rareza, si prefiere que me exprese así.
– Ese piano es para un regalo de cumpleaños. ¿Entiende?
– Claro. Podría, sin embargo, haber venido a hacer su pedido antes.
– No me fue posible. Le recuerdo que soy un ciudadano usuario de las primeras prioridades.
Al mismo tiempo que decía estas palabras el usuario abrió la mano derecha, con la palma hacia arriba, mostrando una C verde tatuada en la piel. El funcionario miró la letra, después la pantalla que conservaba aún las señales verificadas y movió la cabeza afirmativamente:
– He tomado buena nota. Tendrá su piano dentro de quince días.
– Muchas gracias. ¿Quiere que lo pague todo o basta una señal?
– Basta una señal.
El usuario sacó la cartera del bolsillo y puso el dinero necesario encima del mostrador. Los billetes eran rectángulos de material fino y flexible, de color único pero con tonalidades diferentes, como diferentes eran también los pequeños rostros emblemáticos que los distinguían. El funcionario los contó. Cuando los reunía para guardarlos en la caja, uno de ellos se enrolló súbitamente y le apretó un dedo. El cliente dijo:
– Me pasó lo mismo hoy. La fábrica de moneda debería ser más rigurosa en la fabricación de sus billetes.
– ¿Ha presentado un escrito?
– Naturalmente, como era mi deber.
– Muy bien. Los servicios de inspección podrán confrontar las dos participaciones, la suya y la mía. Aquí tiene los documentos. El día señalado diríjase al servicio de entregas. Pero como su prioridad es C, creo que el piano le será llevado a casa.
– Así ha sucedido siempre con mis pedidos. Buenas tardes.
– Buenas tardes.
Cinco horas después, el funcionario estaba otra vez ante la puerta principal. Extendió la mano derecha hacia el picaporte, calculó bien la distancia y, con un movimiento rapidísimo, abrió la puerta y pasó al otro lado, a salvo. La puerta, con un sonido apagado que parecía un suspiro, obedeció al amortiguador y se cerró muy despacio. Era casi de noche. Trabajar en el segundo turno daba algunas satisfacciones: clientela superior, suministros de calidad, y la posibilidad de quedarse en la cama más tiempo por la mañana, aunque en invierno, con los días cortos, fuese un poco deprimente salir del interior bien iluminado al crepúsculo, demasiado temprano y también demasiado tarde. Pero ahora, a pesar de que el cielo estuviese anormalmente cubierto, hacía una buena temperatura de fines de verano y era agradable el pequeño paseo.
No vivía lejos. No daba siquiera tiempo a ver la ciudad transformarse para sus horas nocturnas. Algunas centenas de metros que recorría a pie, con lluvia o con sol, porque los conductores de taxi no estaban autorizados a hacer recorridos tan cortos y ningún itinerario de autobús tenía parada en su calle. Metió las manos en los bolsillos de la chaqueta y sintió la carta que se había olvidado de echar en el buzón cuando había salido de casa hacia el servicio de requerimientos especiales (sre) donde trabajaba. Mantuvo la carta sujeta, para no olvidarse otra vez, y bajó las escaleras del pasaje subterráneo por el cual llegaría al otro lado de la avenida. Detrás iban dos mujeres conversando:
– No te imaginas cómo se quedó mi marido esta mañana. Y yo, pero él notó primero lo que había sucedido.
– No es para menos, realmente.
– Nos quedamos los dos con la boca abierta, mirándonos uno al otro.
– ¿Pero durante la noche ninguno de vosotros oyó ruido?
– Nada. Ni él ni yo.
La voces se perdieron. Las mujeres habían torcido por un túnel que seguía en otra dirección. El funcionario murmuró: «¿De qué estarían hablando?» Y eso le hizo pensar en el modo como había transcurrido su día, en su mano derecha que sujetaba la carta dentro del bolsillo, en el arañazo profundo que la puerta le había hecho, en el sofá con fiebre, en el reloj que continuaba trabajando, pero con las manecillas paradas diez minutos antes de la hora de entrar a trabajar. Y el billete que se le había enrollado en el dedo. Siempre había habido incidentes de ese género, no muy graves, apenas incómodos, aunque en ciertos períodos con aburrida frecuencia… A pesar de los esfuerzos del gobierno (g) nunca había sido posible acabar con ellos y, verdaderamente, nadie esperaba que eso se consiguiese. Hubo épocas en las que el proceso de fabricación había alcanzado un grado tal de perfección que los defectos llegaron a volverse rarísimos, al punto que el gobierno (g) entendió que no era conveniente quitar a los ciudadanos usuarios (por lo menos a los de las prioridades A, B y C) el gusto cívico y el placer de la reclamación. La propia seguridad del régimen fabril lo aconsejaba. Fueron por eso dadas a las fábricas instrucciones para disminuir las normas de exigencia. A pesar de todo, no eran esas órdenes las responsables de una auténtica epidemia de mala calidad en la fabricación que se había producido hacía dos meses. Como funcionario del servicio de requerimientos especiales (sre), estaba en buena situación para saber que el gobierno había revocado hacía más de un mes las órdenes e impuesto patrones de calidad óptima. Sin resultado. De los casos que podía recordar, este de la puerta era ciertamente el más inquietante. No se trataba de un objeto cualquiera, de un simple utensilio, incluso un mueble, como el sofá de la entrada, sino de una pieza de grandes dimensiones. El sofá tampoco era pequeño. No obstante, se trataba de un mueble de interior, mientras que la puerta era ya parte del edificio, si no la más importante de él. En efecto, es la puerta la que transforma un espacio apenas limitado en un espacio cerrado. El gobierno (g) había acabado por nombrar una comisión encargada de estudiar los acontecimientos y proponer medidas. El mejor equipo de ordenadores había sido puesto a las órdenes de ese grupo de peritos, que incluía, además de especialistas en electrónica, a las mejores autoridades en los campos de la sociología, de la psicología y de la anatomía, indispensables en estos casos. El despacho que había creado la comisión fijaba el plazo de quince días para la presentación de informes y propuestas. Aún faltaban diez días y era evidente que la situación empeoraba.