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Entonces, asisto a un curioso espectáculo. Brutus y Danton se tocan los cuernos sin empujarse; no hacen más que frotarse mutuamente sus inmensos cuernos. Parece que se hablan y, sin embargo, no mugen; sólo resoplan. Luego, la búfala asciende lentamente por la costa, seguida por los dos machos que, de vez en cuando, se detienen y comienzan a frotarse y entrelazar los cuernos. Cuando se entretienen demasiado, Marguerite gime lánguidamente y prosigue avanzando hacia el llano. Los dos mastodontes, siempre en las mismas, la siguen. Después de tres paradas en las que se repite la misma ceremonia, llegamos al llano. Esta parte en la que desembocamos está delante del faro y forma una plaza desnuda de trescientos metros de largo, más o menos. En un extremo, el campamento de los presidiarios; a la derecha y a la izquierda, los edificios de los dos hospitales: deportados y militares.

Danton y Brutus siguen a la joven búfala a veinte pasos. Marguerite, por su parte, va tranquilamente al centro de la plaza y se detiene. Los dos enemigos llegan a su altura. Ella, de vez en cuando, lanza su mugido de lamento, largo y positivamente sexual. Los dos machos se tocan de nuevo los cuernos, pero esta vez tengo la impresión de que se hablan en serio, pues con su resoplido se mezclan sonidos que deben significar algo.

Después de esta conversación, uno parte hacia la derecha, lentamente, y el otro hacia la izquierda. Van a situarse en los extremos de la plaza. Hay, pues, trescientos metros entre ellos. Margueríte, siempre en el centro, espera. He comprendido: es un duelo con todas las de la ley, aceptado por ambas partes, con la joven búfala como trofeo. Esta está de acuerdo, por supuesto, y también orgullosa de que dos galanes se batan por ella.

A un bramido de Marguerite, se lanzan uno hacia el otro. En la trayectoria que cada uno puede recorrer, unos ciento cincuenta metros, inútil es decir que sus dos mil kilos se multiplican por la velocidad que van adquiriendo. El choque de esas dos cabezas es tan formidable, que ambos quedan nockout más de diez minutos. Los dos han doblado las patas. El primero en recuperarse, Brutus, esta vez va al galope a tomar posición.

La batalla ha durado dos horas. Unos guardianes querían matar a Brutus, pero yo me he opuesto y, en un momento dado en un choque, Danton se ha partido el cuerno que se había astillado contra el tonel. Huye, perseguido por Brutus. La batalla persecución ha durado hasta el día siguiente. Por allí donde han pasado, jardines, cementerio, lavandería, todo ha quedado destruido.

Sólo después de haberse batido durante toda la noche, a la mañana siguiente, hacia las siete, Brutus ha podido acorralar a Danton contra la pared de la carnicería, que está en la orilla del mar, y allí le ha metido un cuerno entero en el vientre. A fin de rematarlo bien, Brutus ha girado sobre sí mismo dos veces para que el cuerno barrene en el vientre de Danton que, en medio de un río de sangre y de tripas, está derribado, vencido de muerte.

Esta batalla colosal ha debilitado tanto a Brutus, que ha sido preciso que yo le libere su cuerno para que pueda reincorporarse. Tambaleándose, se aleja, por el camino que bordea el mar, y allí, Marguerite se ha puesto a caminar junto a el, levantando el grueso cuello que sustenta una cabeza sin cuernos.

No he asistido a su noche de bodas, pues el guardián responsable de los búfalos me acusó de haber desatado a Brutus y perdí mi destino de boyero.

He pedido hablar con el comandante acerca de Brutus.

– Papillon, ¿qué ha pasado? Brutus debe ser sacrificado; es demasiado peligroso. Ya ha matado a tres hermosos ejemplares.

– Precisamente he venido a pedirle que salve a Brutus. El guardián encargado de los búfalos no comprende nada. Permítame que le cuente por qué Brutus ha actuado en legítima defensa.

El comandante sonríe.

– Escucho…

– …Así, pues, comprenda usted, mi comandante, que mi búfalo fue el agredido -concluí yo, después de haber contado todos los detalles-. De no soltar a Brutus, Danton lo hubiese matado enganchado al pértigo, y, por lo tanto, sin posibilidades de defenderse, uncido al yugo y atado a la carreta como estaba.

– Es verdad dice el comandante.

Entonces, se presenta el encargado de los búfalos.

– Buenos días, comandante. Lo busco a usted, Papillon, porque esta mañana ha salido a la isla como si fuera al trabajo y, sin embargo, no tenía nada que hacer.

– He salido, Monsieur Angosti, para ver si podía detener aquella batalla; pero, por desgracia, estaban demasiado furiosos.

– Sí, es posible, pero ahora ya no tendrá usted que conducir al búfalo, ya se lo he dicho. Por otra parte, el domingo por la mañana pensamos matarlo y obtener de él carne para los reclusos.

– Usted no hará eso.

– No será usted quien me lo impida.

– No, pero sí el comandante. Y si no basta, el doctor Germain Guibert, a quien le pediré que intervenga para salvar a Brutus.

– ¿Por qué se mezcla usted en esto?

– Porque me afecta. Al búfalo lo conduzco yo; es mi compañero.

– ¿Su compañero? ¿Un búfalo? ¿Me toma usted el pelo?

– Escuche, Monsieur Angosti, ¿quiere usted dejarme hablar un momento?

– Déjele que haga la defensa de su búfalo -dice el comandante.

– Bien, hable.

– ¿Cree usted, Monsieur Angosti, que las bestias hablan entre sí?

– ¿Por qué no, si se comunican?

– Entonces, Brutus y Danton, de común acuerdo, se han batido en duelo.

Y, de nuevo, lo explico todo, de cabo a rabo.

– ¡Cristacho! -exclama el corso-. Es usted un tipo raro, Papillon. Arrégleselas con Brutus, pero si mata a otro, no lo salvará nadie, ni siquiera el comandante. Le pongo de nuevo como boyero. Arrégleselas para que Brutus trabaje.

Dos días después, con la carreta reparada por los obreros del taller, Brutus, acompañado por su legítima Marguerite, reanudaba los acarreos cotidianos de agua de mar. Y yo, cuando llegábamos al llano donde descansaba con la carreta bien calzada con piedras, le decía:

– ¿Dónde está Danton, Brutus?

Y aquel mastodonte, de un solo tirón, ponía en marcha la carreta y, con paso alegre, como el vencedor, terminaba el trayecto de una tirada.

Revuelta en San José

Las Islas son en extremo peligrosas a causa de esta falsa libertad de que se goza. Sufro al ver a todo el mundo asentado cómodamente para vivir sin historia. Unos esperan el fin de su condena y otros, simplemente, se revuelcan en sus vicios.

Esta noche, estoy tendido en mi hamaca. Al fondo de la sala se ha organizado una timba infernal, hasta el punto de que mis dos amigos, Carbonieri y Grandet, se han visto obligados a ponerse de acuerdo para dirigir el juego. Uno solo no habría bastado. Yo trato de evocar mis recuerdos del pretérito. Se me resisten. Parece como si los juicios no hubiesen existido jamás. Debo esforzarme en esclarecer las imágenes brumosas de aquella jornada fatal, y no alcanzo a ver con nitidez a ningún personaje. Tan sólo el fiscal se presenta en toda su cruel realidad. ¡Maldita sea! Creía haberte ganado definitivamente cuando me vi en Trinidad, en casa de los Bowen. ¿Qué maleficio me echaste, so cerdo, para que seis fugas no hayan conseguido darme la libertad? La primera vez, cuando recibiste noticia de ello, ¿pudiste dormir tranquilo? Quisiera saber si tuviste miedo o sólo rabia al saber que tu presa se te había escapado, en el camino de la podredumbre a la que la habías arrojado, cuarenta y tres días después. Yo había roto la jaula. ¿Qué fatalidad me ha perseguido para volver a presidio al cabo de once meses? ¿Acaso me ha castigado Dios por haber despreciado la vida primitiva pero tan hermosa que hubiera podido continuar viviendo tanto tiempo como hubiera querido?

Lali y Zoraima, mis dos amores, aquella tribu sin gendarmes, sin otra ley que la mayor comprensión entre los seres que la constituyen… Sí; estoy aquí por mi culpa, pero sólo debo pensar en una cosa: evadirme, evadirme o morir. Sí, cuando supiste que habían vuelto a capturarme para devolverme a presidio, recuperaste tu sonrisa de vencedor del juicio y pensaste: “Todo está bien así, con él de nuevo en el camino de la podredumbre donde yo lo había puesto.” Te equivocas. Mi alma, mi espíritu jamás pertenecerán a ese camino degradante. Tan sólo tienes mi cuerpo; tus vigilantes, tu sistema penitenciario comprueban por dos veces todos los días que no me he ido y, con eso, os basta. A las seis de la mañana:

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