– Las lentejas contienen hierro; eso es muy bueno para la salud.
Si esto dura, podré andar de diez a doce horas por día, y entonces: por la noche, fatigado, me hallaré en estado de viajar a las estrellas. No, no desbarro; estoy con los pies en el suelo, bien en el suelo, y pienso en todos los casos de presidiarios que he conocido en las Islas. Cada cual tiene su historia, antes y mientras. Pienso también en las leyendas que se cuentan en las Islas. Una de ellas, que me prometo verificar si un día vuelvo a la isla, es la de la campana.
Como ya he dicho, los presidiarios no son enterrados, sino arrojados al mar entre San José y Royale, en un lugar infestado de tiburones. El muerto está envuelto en sacos de harina, con una cuerda atada a los pies, de la que pende una pesada piedra. Una caja rectangular, siempre la misma, está instalada horizontalmente en la proa de la embarcación. Llegados al sitio indicado, los seis remeros forzados levantan sus remos en posición horizontal a la altura de la borda. Un hombre inclina la caja y otro abre una especie de trampa. Entonces, el cuerpo se desliza al agua. Es seguro, de eso no cabe la menor duda, que los tiburones cortan inmediatamente la cuerda. El muerto nunca tiene tiempo de hundirse mucho. Remonta a la superficie, y los tiburones comienzan a disputarse ese manjar exquisito para ellos. Ver comerse a un hombre, según los que lo han visto, es muy impresionante pues, además, cuando los tiburones son muy numerosos, llegan a levantar el lienzo con su contenido fuera del agua y, arrancando los sacos de harina, agarran grandes pedazos del cadáver.
Esto sucede exactamente como lo he descrito, pero hay una cosa que no he podido comprobar. Todos los condenados, sin excepción, dicen que lo que atrae a los tiburones a ese lugar es el sonido de la campana que se tañe en la capilla cuando ha muerto alguien. Al parecer, si uno está en el extremo de la escollera de Royale a las seis de la tarde, hay días en que no se ve ni un tiburón. Cuando suena la campana en la iglesia, en menos que canta un gallo, el lugar se llena de tiburones que esperan el muerto, pues nada más justifica que acudan allí a esa hora precisa. Deseemos que yo no sirva de plato del día a los tiburones de Royale en semejantes condiciones. Que me devoren vivo en una fuga, tanto me da; al menos, habrá sido mientras iba en busca de mi libertad. Pero después de una muerte por enfermedad en una celda, no, eso no debe suceder.
Comiendo según mi apetito gracias a la organización montada por mis amigos, me hallo en perfecto estado de salud. Camino desde las siete de la mañana hasta las seis de la tarde sin parar Por otra parte, la escudilla de la noche, llena de legumbres secas, alubias, lentejas, guisantes o arroz con tocino, la despacho pronto. Me la como siempre toda sin esforzarme. Caminar me hace bien; la fatiga que me procura es sana y he llegado a desdoblarme mientras camino. Ayer, por ejemplo, he pasado toda la jornada en los prados de una aldehuela del Ardéche que se llama Favras. Cuando mamá murió, iba allí a menudo a pasar algunas semanas a casa de mi tía, la hermana de mi madre, que era maestra en aquel pueblo. Pues bien; ayer yo estaba virtualmente en los bosques de castaños, recogiendo setas, y luego oía a mi amiguito, el zagal, gritar al perro pastor las órdenes que éste ejecutaba a la perfección, para devolver una oveja perdida o para castigar a una cabra demasiado corredora. Más aún, incluso el frescor de la fuente ferruginosa acudía a mi boca, y degustaba el cosquilleo de las minúsculas burbujas que se me subían a la nariz. Esta percepción tan auténtica de momentos pasados hace más de quince años, esta facultad de revivirlos de verdad con tanta intensidad, no puede realizarse más que en la celda, lejos de todo ruido, en el silencio más absoluto.
Veo, incluso, el color amarillo del vestido de tata Outine. Oigo el murmullo del viento en los castaños, el ruido seco que produce una castaña cuando cae sobre la tierra seca, y apagado cuando la recibe un manto de hojas. Un enorme jabalí ha salido de las altas retamas y me ha causado tanto miedo, que he echado a correr, perdiendo, en mi trastorno, una gran parte de las setas que había recogido. Sí, he pasado (mientras caminaba toda la jornada en Fravas, con la tata y mi amiguito, el zagal de la Asistencia Pública, Julien. En estos recuerdos revividos, tan tiernos, tan claros, tan nítidos, nadie puede impedirme que me sumerja, que busque en ellos la paz que tanto necesita mi alma mortecina.
Para la sociedad, estoy en uno de los múltiples calabozos de la “comedora de hombres”. En realidad, les he robado una jornada entera, que he pasado en Favras, en los prados, en los castañares; incluso he bebido agua mineral en la fuente llamada du Pécher.
He aquí que han pasado los primeros seis meses. Me he prometido contar de seis en seis meses' así que he mantenido mi promesa. Sólo que, esta mañana, he reducido los dieciséis a quince… Ya no quedan más que quince veces seis meses.
Puntualicemos. No ha habido ningún incidente personal en estos seis meses. Siempre la misma comida, pero siempre, también, una ración muy decente y gracias a la cual mi salud no tiene por qué sufrir. A mi alrededor, muchos suicidas y locos furiosos a los que, por suerte, no tardan en llevarse. Es deprimente oír gritar, lamentarse o gemir durante horas y días enteros. He encontrado un truco bastante bueno, pero malo para los oídos. Corto un pedazo de jabón y me lo meto en los oídos para no escuchar esos gritos horripilantes. Por desgracia, el jabón me hace daño y se derrite al cabo de uno o dos días.
Por vez primera desde que estoy en presidio, he descendido a pedirle algo a un guardián. En efecto, un vigilante que reparte la sopa es de Montélimar, un pueblo cercano al mío. Lo conocí en Royale, y le he pedido que me traiga una bola de cera para ayudarme a soportar los clamores de los locos antes de que se los lleven. Al día siguiente, me ha traído una bola de cera del tamaño de una nuez. Es increíble el alivio que significa no oír ya a esos desdichados.
Estoy muy familiarizado con los grandes ciempiés. En seis meses, sólo me han picado una vez. Resisto muy bien cuando me despierto y siento que uno de ellos se pasea por mi cuerpo desnudo. Uno se acostumbra a todo, y, en este caso, se trata de una cuestión de autocontrol, pues los cosquilleos que producen esas patas y esas antenas son muy desagradables. Pero si no lo agarras bien, te pica. Es mejor esperar a que se baje él solo y, luego, eso sí, buscarlo y aplastarlo. Sobre mi banco de cemento siempre hay dos o tres pedacitos de pan del día. Por fuerza, el olor del pan lo atrae y lo obliga a acudir. Entonces voy y lo mato.
Debo echar de mí una idea fija que me persigue. ¿Por qué no maté a Bébert Celier el día mismo que tuvimos dudas acerca de su nefasto papel? Luego, llego a la conclusión de que el fin justifica los medios. El fin era conseguir la fuga. Había tenido la suerte de terminar una balsa bien hecha y de esconderla en un lugar seguro. Partir era cuestión de días. Puesto que sabía el peligro que representaba Celier en la penúltima pieza que, por milagro, llegó a buen puerto, hubiera tenido que liquidarlo sin más. ¿Y si me hubiera equivocado y las apariencias fueran falsas? Hubiera matado a un inocente. ¡Qué horror! Pero es lógico que te plantees un problema de conciencia, tú, un condenado a perpetuidad; o, peor aún, un condenado a ocho años de reclusión incluidos en una pena a perpetuidad.
¿Que crees ser, desperdicio, tratado como una inmundicia de la sociedad? Quisiera saber si los doce enchufados del jurado que te condenaron se han interrogado una sola vez para saber si, evidentemente, en conciencia, habían hecho bien condenándote con tanta severidad. Y si el fiscal, para quien aún no he decidido con qué voy a arrancarle la lengua, también se ha preguntado si no fue demasiado duro en su requisitoria. Incluso mis abogados no se acuerdan de mí, seguro. Deben de hablar, en términos generales, de ese “desgraciado caso de Papillon” allá por 1932: “Pues verán, mis queridos colegas, ese día no estaba yo muy en forma y, por añadidura, el fiscal Pradel tenía uno de sus mejores días. Resolvió el caso en favor de la acusación de una manera magistral. Es, en verdad, un adversario de gran clase.”