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Al pasar por la puerta del cementerio, encontramos a un celador árabe. El vigilante le dice:

– Gracias, Mohamed, por el servicio que me has prestado. Pasa por mi casa mañana por la mañana y te daré lo que te he prometido.

– Gracias dice el chivo-. Iré sin falta, pero, jefe, Bébert Celier también tiene que pagarme, ¿verdad?

– Arréglate con él dice el guardián.

Entonces pregunto:

– ¿Ha sido Bébert Celier quien ha dado el chivatazo, jefe?

– Yo no soy quien os lo ha dicho.

– Da lo mismo. Bueno es saberlo.

Apuntándonos siempre con el mosquetón, el guardián ordena:

– Mohamed, regístralos.

El árabe me saca el cuchillo que tenía en el cinturón, y también el de Matthieu.

Le digo:

– Mohamed, eres astuto. ¿Cómo nos has descubierto?

– Trepaba a lo alto de un cocotero cada día para ver dónde habíais escondido la balsa.

– ¿Quién te dijo que hicieras eso?

– Primero, Bébert Celier; después, el vigilante Bruet.

– En marcha -dice el guardián-. Aquí ya se ha hablado demasiado. Podéis bajar ya las manos y caminar más de prisa.

Los cuatrocientos metros que debíamos recorrer para llegar a la comandancia me parecieron el camino más largo de mí vida. Me sentía anonadado. Tanta lucha para, al final, dejarse cazar como verdaderos estúpidos. ¡Oh, Dios, qué cruel eres conmigo! Nuestra llegada a la comandancia fue un hermoso escándalo, pues, en nuestro camino, encontrábamos más vigilantes que se añadían al que continuaba apuntándonos con su mosquetón. Al llegar, teníamos detrás a siete u ocho guardianes.

El comandante, advertido por el árabe, quien había corrido delante de nosotros, está en el quicio de la puerta del edificio de la Administración, así como Dega y cinco jefes de vigilantes.

– ¿Qué sucede, Monsieur Bruet? -Preguntó el comandante.

– Sucede que he sorprendido en flagrante delito a estos dos hombres cuando escondían una balsa que, según creo, está terminada.

– ¿Qué tiene usted que decir, Papillon?

– Nada. Hablaré en la instrucción. en el calabozo.

Se me encierra en un calabozo que, por su ventana cegada, da hacia el lado de la entrada de la comandancia. El calabozo está oscuro pero oigo a la gente que habla en la calle, frente al edificio.

Los acontecimientos discurren con rapidez. A las tres, se nos saca y se nos esposa.

En la sala, una especie de Tribunal: comandante, comandante segundo jefe, jefe de vigilantes. Un guardián actúa de escribano., Sentado aparte a una mesita, Dega, con un lápiz en la mano; seguramente, debe tomar al vuelo las declaraciones.

– Charriére y Carbonieri, escuchen el informe que Monsieur Brúet ha redactado contra ustedes: “Yo, Brúet, Auguste, jefe de vigilantes, director del taller de las Islas de la Salvación, acuso de robo y apropiación indebida de material del Estado a los dos presidiarios Charriére y Carbonieri. Acuso de complicidad al carpintero Bourset. Asimismo, creo poder demostrar la responsabilidad como cómplices de Naric y Quenier. A esto he de añadir que he sorprendido en flagrante delito a Charriére y Carbonieri mientras violaban la tumba de Madame Privat, que les servía de escondite para disimular su balsa.”

– ¿Qué tiene usted que decir? -pregunta el comandante.

– En primer lugar, que Carbonieri no tiene nada que ver con el asunto. La balsa está calculada para transportar a un solo hombre: yo. Tan sólo lo he obligado a ayudarme a apartar el entramado de debajo de la tumba, operación que no podía hacer yo solo. Así, pues, Carbonieri no es culpable de robo y apropiación indebida de material del Estado, ni de complicidad de evasión, puesto que la evasión no se ha consumado. Bourset es un pobre diablo que ha actuado bajo amenaza de muerte. En cuanto a Naric y Quenier, apenas si los conozco. Afirmo que nada tienen que ver con el asunto.

– No es eso lo que dice mi informador -dice el guardián.

– Ese Beert Celier que le ha informado puede muy bien servirse de ese asunto para vengarse de alguien comprometiéndolo falsamente. ¿Quién puede confiar en lo que diga un soplón? -En resumen -dice el comandante: está usted acusado oficialmente de robo y apropiación indebida de material del Estado, de profanación de sepultura y de tentativa de evasión. Haga el favor de firmar el acta.

– No firmaré a menos que se añada a mi declaración lo referente a Carbonieri, Bourset y los cuñados Naric y Quenier.

– Acepto. Redacte el documento.

Firmo. No puedo expresar claramente todo lo que pasa por mí tras este fracaso en el último momento. En el calabozo estoy como loco; apenas como y no ando, pero fumo, fumo sin parar un cigarrillo tras otro. Por suerte, estoy bien provisto de tabaco gracias a Dega. Todos los días, doy un paseo de una hora por la mañana al sol, en el patio de las celdas disciplinarias.

Esta mañana, el comandante ha acudido a hablar conmigo. Cosa curiosa, él, que hubiera sufrido el perjuicio más grave si la evasión hubiera tenido éxito, es quien menos encolerizado está conmigo.

Me comunica sonriendo que su mujer le ha dicho que era normal que un hombre, si no está podrido, trate de evadirse. Con mucha habilidad, trata de que le confirme la complicidad de Carbonieri. Tengo la impresión de haberlo convencido explicándole que le era prácticamente imposible a Carbonieri rehusar ayudarme unos instantes a retirar el entramado.

Bourset ha mostrado la nota amenazadora y el plano trazado por mí. En lo que a él concierne, el comandante está convencido por completo de que todo ha sucedido así. Le pregunto cuánto puede costarme, en su opinión, la acusación de robo de material.

Me dice:

– No más de dieciocho meses.

En una palabra, poco a poco asciendo la pendiente de la sima en la que me he sumido. He recibido una nota de Chatal, el enfermero. Me advierte de que Bevert Celier está en una sala aparte, en el_ hospital, a punto para ser trasladado, con un diagnóstico raro: absceso en el hígado. Debe de ser una combina tramada entre la Administración y el doctor para ponerlo al abrigo de represalias.

jamás se registra el calabozo ni mi persona. Me aprovecho de esta circunstancia para conseguir que me manden un cuchillo. Les digo a Naric y Quenier que soliciten una confrontación entre el vigilante del taller, Bébert Celier, el carpintero y yo, con la petición al comandante de que, después de esa confrontación,

decida lo que considere justo: prevención, castigo disciplinario i o puesta en libertad en el campamento.

En el paseo de hoy, Naric me ha dicho que el comandante ha aceptado mi propuesta. La confrontación tendrá lugar mañana a las diez. A esta audiencia asistirá un jefe de vigilantes que actuará como instructor. Tengo toda la noche para tratar de entrar en razón, pues mi intención es matar a Bébert Celier. No lo consigo. No, sería demasiado injusto que ese hombre fuera trasladado por lo que ha hecho y luego, desde Tierra Grande, se fugara, como recompensa por haber impedido otra fuga. Sí, pero, tú puedes ser condenado a muerte, porque se te puede imputar premeditación. No me importa. Mi decisión está tomada, tan desesperado estoy. Cuatro meses de esperanza, de gozo, de temor de ser sorprendido, de ingenio, para terminar, cuando ya estaba a punto de conseguirlo, tan lamentablemente por culpa de la lengua de un soplón. Pase lo que pase ¡mañana intentaré matar a Celier!

El único medio de no ser condenado a muerte es hacer que` él saque su cuchillo. Para eso, es preciso que yo le haga ver ostensiblemente que tengo el mío abierto. Entonces, de seguro que sacará el suyo. Convendría poder hacer eso un poco antes o inmediatamente después de la confrontación. No puedo matarlo durante ella, pues corro el riesgo de que un vigilante me dispare un tiro de revólver. Cuento con la negligencia crónica de los guardianes.

Durante toda la noche, lucho contra esta idea. No puedo vencerla. Verdaderamente, en la vida hay cosas imperdonables. Sé que no está bien tomarse la justicia por su propia mano, pero eso es para gentes de otra clase social. ¿Cómo admitir que se pueda, dejar de pensar en castigar inexorablemente a un individuo tan abyecto? Yo no le había hecho ningún daño a esta rata de alcantarilla; ni siquiera me conoce. Sin embargo, me ha condenado a x años de reclusión sin tener nada que reprocharme. Él ha tratado de enterrarme para poder revivir. ¡No, no y no! Es imposible que le permita aprovecharse de su chivatazo. Imposible. Me siento perdido. Perdido por perdido, que también lo esté él, y más aún que yo. ¿Y si te condenan a muerte? Sería estúpido morir por culpa de una persona tan deleznable. Al fin,~, me prometo una sola cosa: si no saca su cuchillo, no le mataré.

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