– Es lo justo. No he hecho nada para desmerecerla.
Y con esta frase nos vamos de la oficina.
La gran puerta de la Reclusión se abre para darnos paso. Escoltados por un solo vigilante, bajamos despacio el camino que va al campamento. Desde lo alto, se domina el mar brillante de reflejos plateados y de espuma. La isla de Royale, enfrente, llena de verdor y de tejados rojos. La del Diablo, austera y salvaje. Pido permiso al vigilante para sentarme unos minutos. Me lo concede. Nos sentamos, uno a la derecha y otro a la izquierda de Clousiot, y nos cogemos de las manos, sin siquiera darnos cuenta. Este contacto nos produce una extraña emoción y, sin decir nada, nos abrazamos. El vigilante dice:
– Venga, muchachos. Hay que bajar.
Y despacio, muy despacio, bajamos hasta el campamento, en el que yo y Maturette entramos de frente, cogidos todavía de la mano, seguidos de los dos camilleros que llevan a nuestro amigo agonizante.
La vida en Royale
Apenas entramos en el patio del campamento, nos rodea la benévola atención de todos los presidiarios. Encuentro a Pierroo el Loco, Jean Sartrou, Colondini, Chissilia. Hemos de ir a 1 enfermería los tres, nos dice el vigilante. Y, escoltados por una veintena de hombres, cruzamos el patio para entrar en la enfermería. En unos minutos, Maturette y yo tenemos delante una docena de paquetes de cigarrillos y de tabaco, café con leche muy caliente, chocolate hecho con cacao puro. Todo el mundo quiere darnos algo. A Clousiot, el enfermero le pone una inyección de aceite alcanforado y otra de adrenalina para el corazón. Un negro muy flaco dice:
– Enfermero, dale mis vitaminas, las necesita más que yo.
– Es en verdad conmovedora esa prueba de solidaridad.
– ¿Quieres parné? Antes de que vayas a Royale, tengo tiempo de hacer una colecta.
– No, muchas gracias, ya tengo. Pero, ¿cómo sabes que a Royale?
– Nos lo ha dicho el contable. Los tres. Creo, incluso que iréis al hospital.
El enfermero es un bandido corso del maquis. Se llama Essari Posteriormente, habría de conocerlo mucho, ya contaré su historia completa, es interesante de veras. Las dos horas en la enfermería han pasado muy de prisa. Hemos comido y bebido bien Saciados y contentos, nos vamos hacia Royale. Clousiot ha mantenido casi todo el rato los ojos cerrados, salvo cuando me acercaba a él y le ponía la mano sobre la frente. Entonces, abría los ojos, velados ya, y me decía:
– Papi, somos amigos de verdad.
– Más que eso, somos hermanos -le respondía.
Todavía con un solo vigilante, bajamos. En medio, la camilla de Clousiot y, a ambos lados, Maturette y yo, En la puerta del campo, todos los presidiarios nos dicen adiós y nos desean buena suerte. Les damos las gracias, pese a sus protestas. Pierrot el Loco me ha pasado al cuello un macuto lleno de tabaco, cigarrillos, chocolate y botes de leche “Nestlé”. Maturette también ha recibido uno. No sabe quién se lo ha dado. Tan sólo el enfermero Fernández y un vigilante nos acompañan al muelle. Nos entrega una ficha para el hospital de Royale a cada uno. Comprendo que son los presidiarios enfermeros Essarí y Fernández quienes, sin consultar al galeno, nos hospitalizan. Ya está ahí la lancha. Seis remeros, dos vigilantes a popa armados de mosquetones y otro al timón. Uno de los remeros es Chapar, el del caso de la Bolsa de Marsella. Bueno, en marcha. Los remos se hunden en el mar y, mientras boga, Chapar me dice:
– ¿Qué tal, Papi? ¿Recibiste siempre el coco?
– No, los últimos cuatro meses, no.
– Ya sé, hubo un percance. El hombre se portó bien. Sólo me conocía a mí, pero no se chivó.
– ¿Qué ha sido de él?
– Murió.
– No es posible. ¿De qué?
– Al parecer, según un enfermero, le reventaron el hígado de tuna patada.
Desembarcamos en el muelle de Royale, la más importante de las tres islas. En el reloj de la panadería, son las tres. Este sol de la tarde es verdaderamente fuerte, me deslumbra y me calienta demasiado. Un vigilante pide dos camilleros. Dos presidiarios, forzudos ellos, impecablemente vestidos de blanco, cada cual con una muñequera de cuero negro, levantan como una pluma a Clousiot. Maturette y yo seguimos a éste. Un vigilante, con unos papeles en la mano, camina detrás de nosotros.
El camino, de más de cuatro metros de anchura, está hecho de cantos rodados. La subida es dura. Afortunadamente, los dos camilleros se paran de vez en cuando y esperan que les alcancemos. Entonces, me siento en el brazo de la camilla, junto a la cabeza de Clousiot, y le paso suavemente la mano por la frente y la cabeza. Cada vez que lo hago, me sonríe, abre los ojos y dice:
– ¡Mi, amigo Papi!
Maturette le coge la mano.
– ¿Eres tú, pequeño? -murmura Clousiot.
Parece inefablemente feliz de sentirnos a su lado. Durante un alto, cerca de la llegada, encontramos un grupo que va al trabajo. Casi todos son presidiarios de mi convoy. Todos, al pasar, nos dicen una palabra amable. Al llegar arriba, frente a un edificio cuadrado y blanco, vemos, sentadas a la sombra, a las más altas autoridades de las Islas. Nos acercamos al comandante Barrot, apodado Coco seco, y a otros jefes del penal. Sin levantarse y sin ceremonias, el comandante nos dice:
– Así, pues, ¿no ha sido demasiado dura la Reclusión? Y ese de la camilla, ¿quién es?
– Es Clousiot.
Le mira y, luego dice:
– Llevadles al hospital. Cuando salgan, haced el favor de avisarme para que me sean presentados antes de ingresar en el campamento.
En el hospital, en una gran sala muy bien iluminada, nos acomodan en camas muy limpias, con sábanas y almohadas. El primer enfermero que veo es Chatal, el enfermero de la sala de alta vigilancia de Saint-Laurent-du-Maroni. Se ocupa en seguida de Clousiot y da orden a un vigilante de llamar al doctor. Este llega sobre las cinco. Tras un examen largo y minucioso, le veo mover la cabeza, con expresión descontenta. Extiende su receta y luego se dirige hacia mí.
– No somos buenos amigos, Papillon y yo -le dice a Chatal.
– Me extraña, pues es un buen chico, doctor.
– Quizá, pero es reacio.
– ¿Por qué motivo?
– Por una visita que le hice en la Reclusión.
– Doctor -le digo-, ¿llama usted una visita a eso de auscultarme a través de una ventanilla?
– Está prescrito por la Administración que no se abra la puerta de un condenado.
– De acuerdo, doctor, pero en bien de usted espero que sólo colabore en la Administración y que no forme parte de ella.
– De eso hablaremos en otra ocasión. Voy a tratar de reanimarles, tanto a su amigo como a usted. En cuanto al otro, temo que sea demasiado tarde.
Chatal me cuenta que el doctor, sospechoso de preparar una evasión, fue internado en las Islas. Me informa también de que Jésus, aquel que me engañó en mi fuga, ha sido asesinado por un leproso. No sabe el nombre del leproso y me pregunto si no será uno de los que tan generosamente nos ayudaron.
La vida de los presidiarios en las islas de la Salvación es completamente distinta de lo que pueda imaginarse. La mayor parte de los hombres son muy peligrosos, por varias razones. Principalmente, porque todo el mundo come bien, pues se trafica con todo: alcohol, cigarrillos, café, chocolate, azúcar, carne, legumbres frescas, pescado, langostinos, cocos, etc. Así es que todos gozan de perfecta salud, en un clima muy sano. Sólo los condenados temporales tienen la esperanza de ser liberados, pero los condenados a perpetuidad -¡perdido por perdido!- son peligrosos sin excepción. Todo el mundo está comprometido en el tráfico cotidiano, presidiarios y vigilantes. Es una mezcolanza fácil de comprender. Mujeres de vigilantes buscan jóvenes presidiarios para las faenas caseras (y, muy a menudo, los toman por amantes). Los llaman “mozos de familia”. Algunos son jardineros, otros cocineros. Esta categoría de deportados es la que sirve de enlace entre el campamento y las casas de los guardianes. Los “mozos de familia” no son mal vistos por los demás presidiarios, pues gracias a ellos puede traficarse con todo. Pero no son considerados como puros. Ningún hombre del auténtico hampa acepta rebajarse a desempeñar esas tareas. Ni ser llavero, ni trabajar en el comedor de los vigilantes. Por el contrario, pagan muy caro los empleos que no tienen ninguna relación con los guardianes: poceros, barrenderos, conductores de búfalos, enfermeros, jardineros del penal, carniceros, panaderos, barqueros, carteros, guardas del faro. Todos estos empleos son desempeñados por los verdaderos duros. Un verdadero duro nunca trabaja en las faenas de mantenimiento de muros de contención, carreteras, escaleras, plantación de cocos; es decir, en las faenas a pleno sol o bajo la vigilancia de los guardianes. Se trabaja de siete a doce y de dos a seis. Esto da una idea del ambiente de esa mezcla de gentes tan diferentes que viven en común, presos y guardianes, verdadera aldea donde todo se comenta, todo se enjuicia, donde todo el mundo se ve vivir y se observa.