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– Buen Dios, perdóname si no sé rezar, pero mira en mí y leerás que no tengo palabras suficientes para expresarte mi reconocimiento por haberme traído hasta aquí. La lucha ha sido dura, subir el calvario que me han impuesto los hombres no ha sido muy fácil, y bien es verdad que si he podido superar todos los obstáculos y continuar viviendo con buena salud hasta ese día bendito, es porque Tú tenías puesta tu mano sobre mí para ayudarme. ¿Qué podría hacer para demostrar que te estoy sinceramente agradecido por tus bondades?

– Renunciar a tu venganza.

¿He oído o he creído oír esa frase? No lo sé, pero ha venido tan brutalmente a abofetearme en plena mejilla, que casi admitiría haberla oído de veras.

– ¡Oh, no, eso no! No me pidas eso. Esa gente me ha hecho sufrir demasiado. ¿Cómo quieres que perdone a los policías equívocos y al falso testigo de Polein? ¿Renunciar a arrancarle la lengua al inhumano fiscal? Eso no es posible. Me pides demasiado. ¡No, no y no! Lamento contrariarte, pero a ningún precio dejaré de consumar mi venganza.

Salgo, temo ceder, no quiero abdicar. Doy algunos pasos por mi huerto. Toto apareja unas matas de alubias trepadoras para que se enrollen alrededor de las cañas. Los tres se acercan a mí: Toto, el parisiense lleno de esperanza de los bajos fondos de la rue de Lappe, Antartaglia, el carterista nacido en Córcega, pero que despojó durante muchos años a los parisienses de sus portamonedas, y Deplanque, el dijonés que asesinó a un rufián como él. Me miran y sus rostros están llenos de gozo por verme libre al fin. Sin duda, pronto les tocará el turno a ellos.

– ¿No te has traído del pueblo una botella de vino o de ron para festejar tu partida?

– Perdonadme, pero estaba tan emocionado que ni siquiera he pensado en ello. Excusadme este olvido.

– ¿Qué dices? exclama Toto-. No hay nada que perdonar, voy a hacer un buen café para todos.

– Estás contento, Papi, porque al fin eres definitivamente libre después de tantos años de lucha. Nos sentimos felices por ti.

– Pronto os tocará el turno a vosotros, ya veréis.

– Seguro-dice Toto -. El capitán me ha dicho que cada quince días saldrá libre uno de nosotros. ¿Qué vas a hacer, una vez en libertad?

He dudado uno o dos segundos, pero, audazmente, pese al temor de parecer un poco ridículo ante este relegado y los dos duros, respondo:

– ¿Qué voy a hacer? Pues bien, no es complicado: me pondré a trabajar y seré siempre honrado. En este país que ha confiado en mí, me daría vergüenza cometer un delito.

En lugar de una respuesta irónica, me quedo sorprendido cuando los tres al mismo tiempo, confiesan:

– Yo también he decidido vivir decentemente. Tienes razón, Papillon, será duro, pero vale la pena, y estos venezolanos- merecen que se les respete.

No doy crédito a mis oídos. ¿Toto, el granuja de los bajos fondos de la Bastilla, tiene semejantes ideas? ¡Es desconcertante! ¿Antartaglia, que durante toda su larga vida ha vivido revolviendo en los bolsillos ajenos, reacciona así? Es maravilloso. ¿Y es posible que Deplanque, chulo profesional, no tenga entre sus proyectos la idea de encontrar a una mujer para explotarla? Aún es más sorprendente. Todos nos echamos a reír al mismo tiempo.

– ¡Ah! ¡Esta sí es buena! Si mañana vuelves a Montmartre, a la place Blanche, y cuentas esto, nadie va a creerte.

Los hombres de nuestro ambiente, sí. Lo comprenderían, macho. Los que no querrían admitirlo serían los cabritos. La gran mayoría de los franceses no admiten que un hombre, con el pasado que nosotros tenemos, pueda convertirse en una persona decente en todos los sentidos. Esta es la diferencia entre el pueblo venezolano y el nuestro. Os he contado la tesis de aquel tipo de Irapa, un pobre pescador, cuando le explicaba al prefecto que un hombre nunca está perdido, que es preciso darle una oportunidad para que, ayudándole, se convierta en un hombre honrado. Esos pescadores casi analfabetos del golfo de Paria, en un rincón del mundo, perdidos en ese inmenso estuario del Orinoco, tienen una filosofía humanista de la que carecen muchos de nuestros compatriotas. Demasiados progresos mecánicos, una vida agitada, una sociedad que sólo tiene un ideal: nuevas invenciones mecánicas, una vida cada vez más fácil y mejor. Saborear los descubrimientos de la ciencia, como se lame un helado, engendra la sed de una comodidad mayor y la lucha constante para llegar a ella. Todo eso mata el alma, la conmiseración, la comprensión, la nobleza. No hay tiempo para ocuparse de los demás, y mucho menos de los reincidentes. E incluso las autoridades de ese rincón de selva son distintas de las nuestras, porque también son responsables de la tranquilidad pública. Pese a todo, corren el riesgo de tener graves preocupaciones, pero deben pensar que vale la pena arriesgarse un poco para salvar a un hombre. Y eso… eso es magnífico.

Tengo un hermoso traje azul marino que me ha regalado mi alumno, el hoy coronel. Se fue a la escuela de oficiales hace un mes, después de haber ingresado entre los tres primeros de la oposición. Me siento feliz de haber contribuido un poco a su éxito mediante las lecciones que le di. Antes de irse, me regaló unas ropas casi nuevas que me sientan muy bien. Saldré vestido correctamente gracias a él, a Francisco Bolagno, cabo de la guardia nacional, casado y padre de familia.

Este oficial superior, actualmente coronel de la guardia nacional, me ha honrado durante veintiséis años con su amistad, tan noble como indefectible. Representa, en verdad, la rectitud, la nobleza y los sentimientos más elevados que pueda poseer un hombre. jamás, a pesar de su elevada posición, en la jerarquía militar, ha cesado de testimoniarme su fiel amistad, ni de ayudarme para lo que fuese. Le debo mucho al coronel Francisco Bolagno Utrera.

Sí, haré lo imposible para ser y seguir siendo honrado. El único inconveniente es que nunca he trabajado y no sé hacer nada. Tendré que dedicarme a lo que sea para ganarme la vida. Eso no me será fácil, pero lo conseguiré, estoy seguro. Mañana seré un hombre como los demás. Has perdido la partida, fiscal: he salido definitivamente del camino de la podredumbre.

Doy vueltas y más vueltas en mi hamaca, con el nerviosismo de la última noche de mi odisea de prisionero. Me levanto, atravieso mi huerto que tan bien he cuidado durante estos meses pasados. La luna ilumina como en pleno día. El agua del río fluye en silencio hacia la desembocadura. No hay cantos de aves, duermen. El cielo está lleno de estrellas, pero la luna brilla tanto, que es preciso volverle la espalda para distinguir las estrellas. Frente a mí, la selva, abierta tan sólo por el calvero donde se ha edificado la aldea de El Dorado. Esta paz profunda de la Naturaleza me serena. Mi agitación se calma poco a poco, y la serenidad del momento me da la tranquilidad que necesito.

Llego a imaginar muy bien el lugar donde, mañana, desembarcaré de la barcaza para poner pie en la tierra de Simón Bolívar, el hombre que liberó a este país de la dominación española y que legó a sus hijos los sentimientos de humanidad y comprensión que hacen que hoy, gracias a ellos, pueda yo comenzar a vivir de nuevo.

Tengo treinta y siete años; aún soy joven. Mi estado físico es perfecto. jamás he estado gravemente enfermo y mi equilibrio mental es, creo, completamente normal. El camino de la podredumbre no ha dejado marcas degradantes en mí. Sobre todo, creo, porque nunca le pertenecí verdaderamente.

No sólo tendré que encontrar la manera de ganarme la vida en las primeras semanas de mi libertad, sino que deberé cuidar también, y hacer vivir, al pobre Picolino. Es una grave responsabilidad que he contraído. Sin embargo, y pese a que va a ser una pesada carga, cumpliré la promesa que le hice al director y no dejaré a este desdichado hasta que haya podido ingresar en un hospital, en manos competentes.

¿Debo comunicar a mi papá que estoy libre? No sabe nada de mí desde hace años. ¿Saber dónde está? Las únicas noticias que ha tenido respecto a mí son las visitas de los gendarmes con ocasión de mis fugas. No, no debo darme prisa. No tengo derecho a poner en carne viva la llaga que quizá los años pasados hayan casi cicatrizado. Escribiré cuando esté bien, cuando haya adquirido una situacioncita estable, sin problemas, en la cual podré decir: “Padrecito, tu chico está libre, se ha convertido en un hombre bueno y honrado. Vive así y así. Ya no tienes por qué bajar la cabeza por él, y por eso te escribo diciéndote que continúo amándote y venerándote.”

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