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El sábado pasado sucedió una cosa que me ha dado la clave de un misterio. En efecto, hace dos meses que vivimos juntos, y, muy a menudo, ella me entrega pequeñas cantidades de oro.

Son siempre trozos de joyas rotas: la mitad de un anillo de oro, un solo pendiente, un extremo de cadena, un cuarto o la mitad de una medalla o de una moneda. Como no tengo necesidad de ello para vivir, aunque ella me dice que lo venda, lo voy guardando en una caja. Tengo casi cuatrocientos gramos cuando le pregunto de dónde procede todo eso, me agarra, me abraza, se ríe, pero nunca me da ninguna explicación.

Así, pues, el sábado, hacia las diez de la mañana, mi pequeña hindú me pide que lleve a su padre en mi bicicleta no sé dónde.

– Mi papá -me dice- te indicará el camino. Yo me quedaré en casa cosiendo.

Intrigado, pienso que el viejo quiere hacer una visita bastante lejos, y, de buen grado, acepto llevarlo.

Con el viejo sentado en el portaequipajes delantero, sin hablar, pues sólo conoce el hindú, tomo las direcciones que él me indica con el brazo. Es lejos. Hace casi una hora que pedaleo. Llegamos a un barrio rico, a orillas del mar. Tan sólo hay hermosas villas. A una señal de mi “suegro”, me detengo y observo. Saca una piedra redonda y blanca de debajo de su túnica y se arrodilla en el primer peldaño de una casa. Mientras hace rodar la piedra por el escalón, cuenta. Pasan algunos minutos, y una mujer vestida de hindú sale de la villa, se le acerca y le entrega algo sin decir palabra.

De casa en casa, repite la escena hasta las cuatro de la tarde. La cosa es larga y yo no acabo de entenderla. En la última villa, se le acerca un hombre vestido de blanco. Le hace levantarse y, pasándole un brazo bajo el suyo, le conduce a su casa. Permanece allí más de un cuarto de hora y sale, siempre acompañado del señor, quien, antes de dejarlo, le besa la frente o, más bien, sus cabellos blancos. Regresamos a casa. Pedaleo cuanto puedo para llegar pronto, pues son más de las cuatro y media.

Antes de la noche, por suerte, estamos de regreso. Mi linda hindú, Indara, acompaña primero a su padre y, luego me salta al cuello y me cubre de besos mientras me arrastra hacia la ducha para que me bañe. Me espera ropa limpia y fresca y, una vez lavado, afeitado y mudado, me siento a la mesa. Ella misma me sirve, como de costumbre. Deseo interrogarla, pero ella va y viene, haciendo como que está ocupada, para eludir el mayor tiempo posible el momento de las preguntas. Ardo en curiosidad. Lo único que sé es que nunca hay que forzar a un hindú o a un chino a que diga algo. Se debe aguardar siempre un tiempo antes de interrogar. Entonces, hablan solos porque adivinan y saben que se espera de ellos una confidencia y, si te consideran digno de ella, te la hacen. Esto es, por supuesto, lo que ha sucedido con Indara.

Una vez que, acostados, hemos hecho el amor largo rato y ella, saciada, ha apoyado en el hueco de mi axila desnuda su mejilla aún ardiente, me habla sin mirarme.

Cariño, cuando mi papá va en busca de oro no hace ningún mal, al contrario. Invoca a los espíritus para que protejan la casa por la que hace rodar su piedra. Para darle las gracias, le dan un pedazo de oro. Es una costumbre muy antigua de nuestro país, de Java.

Eso me cuenta mi princesa. Pero, un día, una de sus amigas conversa conmigo en el mercado. Esta mañana, ni ella ni los chinos han llegado aún. Así que la linda muchacha, también de Java, me cuenta otra cosa.

– ¿Por qué trabajas, viviendo con la hija del hechicero? ¿No le da vergüenza hacerte levantar tan temprano hasta cuando llueve? Con el oro que gana su padre, podrías vivir sin trabajar. Ella no sabe amarte, pues no debería dejarte madrugar tanto.

– ¿Y qué hace su padre? Explícamelo, porque yo no sé nada.

– Su padre es un hechicero de Java. Si quiere, atrae la muerte sobre ti o tu familia. La única manera de escapar al sortilegio que te hace con su piedra mágica es darle el oro suficiente para que la haga rodar en sentido contrario del que invoca la muerte. Entonces, deshace todos los maleficios y por el contrario, invoca la salud y la vida para ti y todos los tuyos que vivan en la casa.

– Eso no es lo mismo que me ha contado Indara.

Me prometo estudiar la cuestión a fondo para ver quién de las dos tiene razón. Algunos días después, estaba yo con mi “suegro” de larga barba blanca al borde de un riachuelo que atraviesa Penitence River's y desemboca en el Demerara. La actitud de los pescadores hindúes me ilustró ampliamente. Cada uno de ellos le ofrecía un pescado y se apartaba de la orilla lo más de prisa posible. Comprendí. Ya no había necesidad de preguntarle nada a nadie más.

A mí, un suegro hechicero no me molesta para nada. No me habla más que en hindú y supone que lo comprendo un poco. Nunca llego a captar lo que quiere decir. Eso tiene su lado bueno, porque no podemos dejar de estar de acuerdo. Pese a todo, me ha encontrado trabajo: tatúo la frente de todas las muchachas de trece a quince años. Algunas veces, él mismo me descubre los senos de las muchachas y yo los tatúo con hojas o pétalos de flores de color verde, rosa o azul, dejando surgir el pezón como el pistilo de una flor. Las valientes, pues es muy doloroso, se hacen tatuar de amarillo canario la auréola y algunas, incluso, aunque más raramente, el pezón de amarillo.

Delante de la casa, ha colocado un letrero escrito en hindú en el que, al parecer, se anuncia: “Artista tatuador -Precio moderado- Trabajo garantizado.” Este trabajo está bien pagado y, así pues, tengo dos satisfacciones: admirar los hermosos pechos de las javanesas y ganar dinero.

Cuic ha encontrado cerca del puerto un restaurante en venta. Me trae muy orgulloso la noticia y me propone que lo compremos. El precio es aceptable: ochocientos dólares. Vendiendo el oro del hechicero, más nuestros ahorros, podemos comprar el restaurante. Voy a verlo. Está en una callejuela, pero muy cerca del puerto. Hierve de gente a todas horas. Una sala bastante grande embaldosada de blanco y negro, ocho mesas a la izquierda ocho a la derecha y, en medio, una mesa redonda donde puede exponerse los entremeses y la fruta. La cocina es grande, espaciosa, bien iluminada. Dos grandes hornos y dos fogones inmensos.

Restaurante y mariposas

Hemos cerrado el trato. La misma Indara se ha encargado de vender todo el oro que poseíamos. El papá, por otra parte, estaba sorprendido de que yo no hubiera tocado nunca los trozos de oro que entregaba a su hija para nosotros dos. Ha dicho:

– Os los he dado para que los disfrutarais. Son vuestros, no tenéis que preguntarme si podéis disponer de ellos. Haced con ellos lo que queráis.

No está tan mal mi “suegro hechicero”. Y ella es algo fuera de serie como amante, como mujer y como amiga. No corremos peligro de regañar, pues ella siempre responde sí a todo cuanto yo digo. Sólo refunfuña un poco cuando les tatúo las tetas a sus compatriotas.

Así pues, heme aquí dueño del restaurante “Victory”, en Water Street, en pleno centro del puerto de la ciudad de Georgetown. Cuic hace de cocinero y le gusta, pues es su oficio. El manco irá a la compra y guisará el Chow Mein, especie de spaghetti chino. Se hacen de la manera siguiente: la flor de la harina se mezcla y se amasa con varias yemas de huevo. Sin agua, esta masa se trabaja dura y largamente. Esta pasta es muy dura de amasar, hasta el punto de que la trabaja saltando encima de ella, con el muslo apoyado en un bastón muy pulimentado fijado en el centro de la mesa. Con una pierna a caballo del bastón y aguantándolo con su única mano, gira saltando con un pie alrededor de la mesa, amasando así la pasta que, trabajada con semejante fuerza, no tarda en convertirse en una masa ligera y deliciosa. Al final, un poco de manteca acaba de darle un gusto exquisito.

Este restaurante, que había quebrado, pronto alcanza gran nombradía. Ayudada por una hindú joven y muy bonita, llamada Daya, Indara sirve a los numerosos clientes que acuden a nuestra casa a saborear la cocina china. Todos los presos fugados vienen. Los que tienen dinero pagan, y los otros comen gratuitamente.

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