– Sabes muy bien, Cuic, que tengo dinero y no preciso de él.
– Guarda el dinero o no trabajamos.
– Escucha: los franceses viven casi con cinco dólares. Nosotros vamos a tomar cinco dólares cada uno y a dar otros cinco a la casa para la manutención. Los demás, los apartamos para devolver a tus paisanos los doscientos dólares que te han prestado.
– Comprendido.
– Mañana quiero ir con vosotros.
– No, no, tú duerme. Si quieres, reúnete con nosotros a las siete ante la puerta del muelle.
– De acuerdo.
Todo el mundo es feliz. En primer lugar, nosotros, por saber que podemos ganarnos la vida y no ser una carga para nuestros amigos. Por lo demás, Guittou y los otros dos, pese a su buen corazón, debían de preguntarse cuánto tiempo íbamos a tardar en ganarnos la vida.
– Para festejar este extraordinario esfuerzo de tus amigos, Papillon, vamos a por dos litros de pastís.
Julot se va y regresa con alcohol blanco de caña de azúcar y los productos necesarios. Una hora después, bebemos el pastís como en Marsella. Con la ayuda del alcohol, las voces suben de tono y las risas por la alegría de vivir son más fuertes que de costumbre. Unos vecinos hindúes, tres hombres y dos muchachas, al oír que en casa de los franceses hay fiesta, vienen sin cumplidos para que los invitemos. Traen espetones de carne de pollo y de cerdo muy sazonados. Las dos muchachas son de una belleza poco frecuente. Todas vestidas de blanco, descalzas, con brazaletes de plata en el tobillo izquierdo. Guittou me dice:
– No te vayas a creer, son verdaderas muchachas. Y que no se te escape ninguna palabra demasiado atrevida porque lleven los pechos descubiertos bajo su velo transparente. Para ellas, es algo natural. Yo soy demasiado viejo. Pero Julot y Petit-Louis probaron al principio de estar aquí y fracasaron. Las muchachas estuvieron mucho tiempo sin venir.
Estas dos hindúes son de una belleza maravillosa. Un punto tatuado en mitad de la frente les da un aspecto extraño. Nos hablan cortésmente, y el poco inglés que sé me permite comprender que nos desean la bienvenida a Georgetown.
Esta noche, Guittou y yo hemos ido al centro de la ciudad. Parece como si fuera otra civilización, completamente distinta de aquella en la que vivimos. Esta ciudad bulle de gentes. Blancos, negros, hindúes, chinos, soldados y marinos de uniforme, y gran cantidad de marinos vestidos de civil. Numerosos bares, restaurantes, cabarets y boites iluminan las calles con sus luces que brillan como en pleno día.
Después de asistir por primera vez en mi vida a la proyección de una película en color y hablada, aún completamente anonadado por esta nueva experiencia, sigo a Guittou, que me lleva a un bar enorme. Más de veinte franceses ocupan un rincón de la sala. La bebida: cuba-libres.
Todos los hombres son evadidos, duros. Unos partieron después de haber sido liberados, pues habían terminado su condena y debían cumplir el “doblaje” en libertad. Muertos de hambre, sin trabajo, mal vistos por la población oficial y también por los civiles guayanos, prefirieron marcharse a un país donde creían que iban a vivir mejor. Pero, según me cuentan, es duro.
– Yo corto madera en la selva por dos dólares cincuenta al día, en casa de John Fernandes. Bajo cada mes a Georgetown a pasar ocho días. Estoy desesperado.
– ¿Y tú?
– Hago colecciones de mariposas. Voy a cazar a la selva, y cuando tengo una buena cantidad de mariposas diversas, las dispongo en una caja con tapa de cristal y vendo la colección.
Otros hacen de descargadores de muelle. Todos trabajan, pero ganan lo justo para vivir.
– Es duro, pero se es libre -dicen-. ¡Y es algo tan bueno la libertad!
Esta noche, viene a vernos un relegado, Faussard. Invita a todo el mundo. Estaba a bordo de un barco canadiense que, cargado de bauxita, fue torpedeado a la salida del río Demerara. Es survivor (superviviente) y ha recibido dinero por haber naufragado. Casi toda la tripulación se ahogó. El tuvo la suerte de poder embarcar en una chalupa de salvamento. Cuenta que el submarino alemán emergió y alguien les habló. Les preguntó cuántos barcos había en el puerto en espera de salir llenos de bauxita. Le contestaron que no lo sabían. El hombre que los interrogaba se echó a reír: “Ayer -dijo-, estuve en el cine tal de Georgetown. Mirad la mitad de mi entrada.” Y, abriendo su chaqueta, les dijo: “Este traje es de Georgetown.” Los incrédulos dicen que es mentira, pero Faussard insiste y, seguramente, es verdad. Desde el submarino se les dijo, incluso, el barco que los iba a recoger. En efecto, fueron salvados por el barco indicado.
Cada cual cuenta su historia. Estoy sentado con Guittou al lado de un viejo parisiense de las Halles. Petit-Louís, de la rue des Lombards, nos dice:
– Mi buen Papillon, yo había encontrado una combina para vivir sin dar golpe. Cuando aparecía en el periódico el nombre de un francés en la sección “muerto por el rey o la reina”, no lo sé a ciencia cierta, iba a casa de un marmolista y encargaba la foto de una lápida en la que había pintado el nombre del barco, la fecha en que había sido torpedeado y el nombre del francés. Luego, me presentaba en las ricas villas de los ingleses y les decía que debían contribuir a comprar una estela para el francés muerto por Inglaterra, a fin de que en el cementerio hubiera un recuerdo suyo. Eso duró hasta la semana pasada, en que un cochino, bretón que había sido dado por muerto en un torpedeamiento, apareció tan fresco vivito y coleando. Visitó a algunas buenas mujeres a las que yo, precisamente, había pedido cinco dólares a cada una para la tumba de este muerto, que pregonaba por todas partes que estaba bien vivo y que nunca en mi vida había comprado una tumba al marmolista. Será preciso encontrar otra cosa para vivir, pues, a mi edad, ya no puedo trabajar.
Ayudado por los cuba-libres, cada cual exteriorizaba en voz alta, convencido de que sólo nosotros entendemos el francés, las más inesperadas historias.
– Yo hago muñecas de balata -dice otro-, y puños de bicicleta. Por desgracia, cuando las niñas se olvidan las muñecas al sol en el jardín, se funden o se deforman. Y no quieras saber lo que pasa, cuando me olvido de que he hecho ventas en tal o cual calle. Desde hace un mes, de día no puedo pasar por más de medio Georgetown. Con las bicicletas ocurre lo mismo. Al que deja la suya al sol, cuando vuelve a por ella, se le quedan pegadas las manos a los puños de balata que le he vendido.
– Yo -dice otro- hago fustas de montar con cabeza de negra, también de balata. A los marinos les digo que soy un evadido de Mers-elKébir y que están obligados a comprarme algo, pues no es culpa suya si continúo viviendo. Ocho de cada diez caen en el lazo.
Esta “corte de los milagros” moderna me divierte y, al mismo tiempo, me demuestra que, en efecto, no es fácil ganarse el pan.
Un tipo enciende la radio del bar. Se oye un llamamiento de De Gaulle. Todo el mundo escucha esa voz francesa que, desde Londres, arenga a los franceses de las colonias y de ultramar La llamada de De Gaulle es patética, y nadie en absoluto abre la boca. De súbito, uno de los presidiarios, que ha bebido demasiados cuba-libres, se levanta y dice:
– ¡Mierda, compañeros! ¡No está mal. ¡De golpe, he aprendido inglés y comprendo todo lo que dice Churchill!
Todo el mundo estalla en risas, y nadie se toma la molestia de disuadirle de su error de borracho.
Sí, tengo que hacer los primeros intentos de ganarme la vida y, según veo por los demás, no va a ser fácil. No soy demasiado cuidadoso. De 1930 a 1942, he perdido por completo la responsabilidad y el saber hacer para conducirme como es debido. Un ser que ha estado preso tanto tiempo sin tener que ocuparse de comer, de un piso, de vestirse; un hombre a quien han manejado, traído y llevado, a quien han acostumbrado a no hacer nada por sí mismo y a ejecutar automáticamente las órdenes más diversas sin analizarlas; ese hombre que, en unas semanas, se encuentra de golpe en una gran ciudad, que tiene que volver a aprender a andar por las aceras sin tropezar con nadie, a atravesar una calle sin que lo atropellen, a encontrar natural que, si lo manda, le sirvan de beber o de comer; ese hombre debe volver a aprender a vivir. Por ejemplo, hay reacciones inesperadas. En medio de todos esos presidiarios, liberados, relegados o fugados, que mezclan en su francés palabras inglesas o españolas, escucho todo oídos sus historias, y he aquí que, de repente, en este rincón de un bar inglés, tengo necesidad de ir al retrete. Pues bien, casi no se puede creer, pero, durante un cuarto de segundo, he buscado al vigilante al que debía pedir autorización. Ha sido un sentimiento muy fugaz, pero también muy extraño, hasta que he tenido conciencia de la realidad. Papillon, ahora no tienes que pedir autorización a nadie si quieres mear o hacer otra cosa.