Ahí viene Galgani, me lo traen, pues ni siquiera con sus enormes lentes puede ver bien. Parece que está mejor de salud. Se acerca y, sin decirme palabra, me estrecha la mano. Le digo:
– Me gustaría devolverte tu estuche. Ahora, te encuentras mejor, puedes llevarlo y guardarlo. Es una responsabilidad demasiado grande para mí durante el viaje, y, además, ¿quién sabe sí estaremos cerca el uno del otro y si nos veremos en el presidio? Así, pues, vale más que te lo quedes.
Galgani me mira con expresión entristecida.
– Anda, vente al retrete y te devolveré tu estuche.
– No, no lo quiero, quédate con él, te lo regalo, es tuyo.
– ¿Por qué dices eso?
– No quiero que me maten por el estuche. Prefiero vivir sin dinero que espicharla por culpa de él. Te lo doy, pues, al fin y al cabo, no hay razón de que arriesgues la vida por guardarme la pasta. En todo caso, si la arriesgas, que sea en tu provecho.
– Tienes miedo, Galgani. ¿Te han amenazado ya? ¿Sospechan que vas cargado?
– Sí, tres árabes acechan constantemente. Por eso nunca he venido a verte, para que no sospechen que estamos en contacto. Cada vez que voy al retrete, tanto si es de noche como de día, uno de los tres chivos viene a ponerse a mi lado. Ostensiblemente les he hecho ver, como quien no quiere la cosa, que no voy cargado, pero ni aun así dejan de vigilarme. Piensan que el estuche debe tenerlo otro, pero no saben quién, y van detrás de mí para ver cuándo me es devuelto.
Miro a Galgani y me percato de que está aterrado, verdaderamente acosado. Le pregunto:
– ¿En qué lado del patio suelen estar?
– Hacia la cocina y los lavaderos -me dice.
– Está bien, quédate aquí, ahora vuelvo. Es decir, no, vente conmigo.
Me dirijo con él donde están los chivos. He sacado el bisturí del gorro y lo sostengo con la hoja metida en la manga derecha y el mango empuñado. En efecto, al llegar adonde él me había dicho los veo. Son cuatro: tres árabes y un corso, un tal Girando. He comprendido en seguida: es el corso quien, dejado de lado por los hombres del hampa, ha soplado el caso a los chivos. Debe saber que Galgani es cuñado de Pascal Matra y que es imposible que no tenga estuche.
– ¿Qué tal, Mokrane?
– Bien, Papillon. Y tú, ¿qué tal?
– Cabreado, porque esto no va como debiera. Vengo a veros para deciros que Galgani es amigo mío. Si le pasa algo, el primero en diñarla serás tú, Girando; los otros vendrán luego. Tomadlo como queráis.
Mokrane se levanta. Es tan alto como yo, metro setenta y cinco aproximadamente, y fornido por igual. La provocación le ha afectado y hace ademán de comenzar la pelea cuando, rápidamente, saco el bisturí, flamante, y empuñándolo bien, le digo:
– Si te mueves, te mato como a un perro.
Desorientado al verme armado en un sitio donde le cachean a uno constantemente, impresionado por mi actitud y por la longitud del arma, dice:
– Me he puesto en pie para discutir, no para pelearme.
Sé que no es verdad, pero me conviene hacerle quedar bien delante de sus amigos. Le hago un quite elegante:
– Está bien. Puesto que te has levantado para discutir…
– No sabía que Galgani fuese amigo tuyo. Creí que era un cabrito, y debes comprender, Papillon, que como estamos sin blanca, tendremos que hacernos con parné si queremos darnos el piro.
– Está bien, es normal. Tienes derecho, Mokrane, de luchar por tu vida. Pero ahora que ya sabes que aquí es lugar sagrado, busca en otro sitio.
Él me tiende la mano, se la estrecho. ¡Uf! La jugada me ha salido bien, pues, en el fondo, si mataba a ese individuo, mañana me quedaba en tierra. Aunque un poco tarde, me he dado cuenta de que había cometido un error. Galgani se va conmigo. Le digo. “No hables a nadie de ese incidente. No quiero que el viejo Dega me meta una bronca.” Trato de convencer a Galgani de que se quede con el estuche, pero me dice: “Mañana, antes de la salida.” El día siguiente se ocultó tan bien, que embarqué hacia los duros con los dos estuches.
Por la noche en esta celda donde estamos once hombres aproximadamente, nadie habla. Es porque todos, más o menos' piensan que éste es el último día que pasan en tierras de Francia. Cada uno de nosotros está más o menos conmovido por la nostalgia de dejar Francia para siempre por una tierra desconocida en un régimen desconocido por destino.
Dega no habla. Está sentado junto a mí, cerca de la puerta enrejada que da al pasillo y donde sopla un poco más de aire que en los otros sitios. Me siento literalmente desorientado. Tenemos informaciones tan contradictorias sobre lo que nos espera, que no sé si debo estar contento, triste o desesperado.
Los hombres que me rodean en esta celda son todos gente del hampa. Sólo el pequeño corso nacido en el presidio no es verdaderamente del hampa. Todos esos hombres se encuentran en un estado amorfo. La gravedad e importancia del momento les ha vuelto casi mudos. El humo de los cigarrillos sale de esta celda como una nube atraída por el aire del pasillo, y si uno no quiere que los ojos le piquen, hay que sentarse por debajo de los nubarrones de humo. Nadie duerme, salvo André Baifiard, lo cual se justifica porque él había perdido la vida. Para él, todo lo demás no puede ser sino un paraíso inesperado.
La película de mi vida se proyecta rápidamente ante mis ojos: mi infancia al lado de la familia llena de cariño, de educación, de buenas maneras y de nobleza; las flores de los campos, el murmullo de los arroyos, el sabor de las nueces, los melocotones y las ciruelas que nuestro huerto nos daba copiosamente; el perfume de la mimosa que, cada primavera, florecía delante de nuestra puerta; la fachada de nuestra casa y el interior con las actitudes de los míos; todo eso desfila rápidamente ante mis ojos. Esta película sonora en la que oigo la voz de mi pobre madre que tanto me quiso, y, luego la de mi padre, siempre tierno y acariciador, y los ladridos de Clara, la perra de caza de papá, que me llama desde el jardín para juguetear; las chicas, los chicos de mi infancia, compañeros de juegos de los mejores momentos de mi vida; esta película que veo sin haber decidido verla, esa proyección de una linterna mágica encendida contra mi voluntad por mi subconsciente, llena de una dulce emoción esta noche de espera para el salto hacia la gran incógnita de lo por venir.
Es hora de puntualizar. Vamos a ver: Tengo veintiséis años, me siento muy bien, en mi vientre llevo cinco mil quinientos francos míos y veinticinco mil de Galgani- Dega, que está a mi lado, tiene diez mil- Creo que puedo contar con cuarenta mil francos, pues si Galgani no es capaz de defender esa suma aquí, menos lo será a bordo del barco y en la Guayana. Por lo demás, él lo sabe, por eso no ha venido a buscar su estuche. Por lo tanto, puedo contar con ese dinero, claro está que llevándome conmigo a Galgani; él debe aprovecharlo, pues suyo es y no mío. Lo emplearé para su bien, pero, al mismo tiempo, también me aprovecharé yo. Cuarenta mil francos es mucho dinero, así es que podré comprar fácilmente cómplices, presidiarios que estén cumpliendo pena, liberados y vigilantes.
La puntualización resulta positiva. Nada más llegar, debo fugarme en compañía de Dega y Galgani: sólo eso debe preocuparme. Palpo el bisturí, satisfecho de sentir el frío de su mango de acero. Tener un arma tan temible conmigo me da aplomo. Ya he probado su utilidad en el incidente de los árabes. Sobre las tres de la mañana, unos reclusos han alineado delante de la reja de la celda once sacos de marinero de lona gruesa, llenos a rebosar, cada uno con una gran etiqueta. Puedo ver una que cuelga dentro de la reja. Leo “C… Pierre, treinta años, metro setenta y tres, talla 42, calzado 41, número X… “ Ese Pierre C… es Pierrot el Loco, un bordelés condenado por homicidio en París a veinte años de trabajos forzados.
Es un buen chico, un hombre del hampa recto y correcto, le conozco bien. La ficha, sin embargo, me muestra lo minuciosa y bien organizada que es la Administración que dirige el presidio. Es mejor que en el cuartel, donde te hacen probar las prendas a bulto. Aquí, todo está registrado y cada uno recibirá prendas de su talla. Por un trozo de traje de faena que asoma del saco, veo que es blanco, con listas verticales rosas. Con ese traje no se debe pasar inadvertido.