Ayer, al estar expuesto al sol desde las seis de la mañana a las seis de la tarde, me cocí y recocí fuertemente. Hoy, cuando el sol me dé de nuevo encima, no será nada agradable. Mis labios están ya agrietados y, sin embargo, aún estoy en la frescura-de la noche. Me escuecen mucho, como también los ojos. Los antebrazos y las manos, igual. Si puedo, no -dejaré los brazos al descubierto. Falta saber si podré soportar la marinera. Lo que me escuece también terriblemente es la entrepierna y el ano. Eso no es debido al sol, sino al agua salada y al frotamiento con los sacos.
De todas formas, muchacho, quemado o no quemado, la cuestión es que te fugas, y estar donde estás bien vale soportar muchas cosas y más aún. Las perspectivas de llegar vivo a Tierra Grande son positivas en un ochenta por ciento, y eso ya es algo, ¿sí o no? Incluso si llego literalmente escaldado y con medio cuerpo en carne viva, no, es un precio caro por semejante viaje y semejante resultado. No has visto un solo tiburón. ¿Están todos de vacaciones? No negarás que tu suerte es bien rara. Esta vez, ya verás, es la buena. De todas tus fugas, demasiado bien cronometradas, demasiado bien preparadas, al final, la del éxito será la más idiota. Dos sacos de cocos y luego, a donde te empujen el viento y el mar. A Tierra Grande. Confiesa que no hace falta salir de SaintCyr para saber que todo lo que flota es rechazado hacia la costa.
Si el viento y el oleaje se mantienen durante el día con la misma fuerza que esta noche, seguro que por la tarde tocamos tierra.
El monstruo de los trópicos surge detrás de mí. Tiene el aspecto de estar decidido a asar el mundo, hoy, pues pone en juego todos sus fuegos. Aparta la claridad lunar de golpe, y ni siquiera espera haber salido del todo de su cama para imponerse como amo y señor indiscutido de los trópicos. Ya el viento, en poquísimo tiempo, se ha hecho casi tibio. Dentro de una hora hará calor. Una primera sensación de bienestar se desprende de todo mi cuerpo. Estos primeros rayos apenas me han rozado, cuando un calor dulce recorre mi ser desde la cintura hasta la cabeza. Me quito la toalla, que me había puesto a manera de albornoz, y expongo mis mejillas a los rayos como lo haría si se tratara de un fuego de leña. Este monstruo, antes de calcinarme, primero quiere hacerme sentir cómo él es la vida antes de ser la muerte.
Mi sangre circula fluida por mis venas, e incluso mis muslos mojados sienten la circulación de esta sangre vivificada.
Veo la selva muy nítidamente. La cima de los árboles, por supuesto. Tengo la impresión de que no está lejos. Esperaré a que el sol ascienda un poco más para ponerme de pie sobre mis sacos y ver si puedo divisar a Sylvain.
En menos de una hora, el sol está ya alto. Sí, hará calor, ¡maldita sea! Mi ojo izquierdo está medio cerrado y pegado. Tomo agua en el hueco de la mano y me lo froto. Pica. Me quito la marinera. Me quedaré con el torso desnudo unos instantes, antes de que el sol apriete demasiado.
. Una ola más fuerte que las otras me agarra por debajo y me levanta muy alto. En el momento en que se hincha, antes de volver a descender, veo a mi compañero medio segundo. Está sentado, con el torso desnudo, en su balsa. No me ha visto. Está a menos de doscientos metros de mí, ligeramente adelante, a la izquierda. El viento continúa siendo fuerte, así que decido, para aproximarme a Sylvain, puesto que está delante de mí, casi en la misma línea, pasarme la marinera sólo por los brazos y mantenerlos en alto, sujetando el bajo con la boca. Esta especie de vela seguramente me empujará más de prisa que a él.
Durante casi media hora, mantengo la vela. Pero la marinera me hace daño en los dientes, y las fuerzas que hay que emplear para resistir el viento me extenúan demasiado. Cuando abandono mi idea, tengo, empero, la sensación de haber avanzado más rápidamente que dejándome llevar por las olas.
¡Hurra! Acabo de ver al grande. Está a menos de cien metros. Pero, ¿qué hace? No parece inquietarse por saber dónde estoy. Cuando otra ola me levanta lo bastante, lo veo una, dos tres veces. He notado con claridad que tenía puesta la mano derecha ante los ojos, o sea, que escruta el mar. ¡Mira atrás, estúpido! Ha debido mirar, seguro, pero no te ha visto.
Me pongo en pie y silbo. Cuando asciendo desde el fondo de la ola, veo a Sylvain enfrente, de cara a mí. Levanta la marinera al aire. Nos hemos dicho buenos días lo menos veinte veces antes de volvernos a sentar. Cada vez que estamos en la cúspide de una ola nos saludamos, y, por suerte, él asciende al mismo tiempo que yo. En las dos últimas olas, tiendo el brazo hacia la selva, que ya se puede distinguir con detalle. Estamos a menos de diez kilómetros de ella. Acabo de perder el equilibrio, y he caído sentado en mí balsa. De haber visto a mi compañero y la selva tan cerca, un gozo inmenso se apodera de mí, una emoción tal, que lloro como un crío. En las lágrimas que me limpian los ojos purulentos, veo mil cristalitos de todos los colores y, estúpidamente pienso que parecen vidrieras de una iglesia. Dios está contigo, Papi. En medio de los elementos monstruosos de la naturaleza, el viento, la inmensidad del mar, la profundidad de las olas, el imponente techo verde de la selva, se siente uno infinita mente pequeño, comparado con todo cuanto le rodea y, tal vez sin proponérselo, se encuentra a Dios, se le toca con el dedo. De la misma manera que lo palpé por la noche, en los millares de horas que he pasado en los lúgubres calabozos donde fui enterrado en vida, sin un rayo de luz, lo toco hoy en este sol que se levanta para devorar lo que no es bastante fuerte para resistirlo; toco de veras a Dios, lo siento a mi alrededor, en mí. Incluso me su surra en el oído: “Sufres y sufrirás más aún, pero esta vez he decidido estar contigo. Serás libre y vencerás, te lo prometo.”
No haber tenido jamás instrucción religiosa; no saber el a be c de la religión cristiana; ser ignorante hasta el punto de ignorar quién es el padre de Jesús y si su madre era de veras la Virgen María, y su padre, un carpintero o un camellero; toda esa ignorancia no impide encontrar a Dios cuando se le busca de verdad, y se le llega a identificar con el viento, el mar, el sol, la selva, las estrellas; hasta con los peces que ha debido de sembrar profusamente para que el hombre se alimente.
El sol ha ascendido con rapidez. Deben de ser casi las diez de la mañana. Estoy completamente seco de la cintura a la cabeza. He empapado mi toalla y me la he colocado a manera de albornoz en la cabeza. Acabo de ponerme la marinera, pues los hombros, la espalda y los brazos me queman atrozmente. Incluso las piernas, que, sin embargo, muy a menudo son bañadas por el agua, están rojas como cangrejos.
Como la costa está más cerca, la atracción es más fuerte y las olas se dirigen casi perpendicularmente hacia ella. Veo los detalles de la selva, lo que me hace suponer que sólo esta mañana, en cuatro o cinco horas, nos hemos aproximado sobremanera. Gracias a mi primera fuga, sé apreciar las distancias. Cuando se ven las cosas con detalle, se está a menos de cinco kilómetros, y yo veo las diferencias de grosor entre los troncos de árboles, incluso, desde la cresta de una ola más alta, distingo con mucha nitidez un gran mastodonte echado de través, bañando su follaje en el mar.
¡Toma! ¡Delfines y pájaros! ¡Con tal de que los delfines no se diviertan empujando mi balsa! He oído contar que tienen la costumbre de empujar hacia la costa todo lo que flota o a los hombres, y que, por supuesto, los ahogan con sus golpes de hocico, aunque con la mejor intención, que es la de ayudarlos. No, van y vienen; tres o cuatro hasta han venido a husmear, a ver de qué se trata, pero se marchan sin tan siquiera rozar mi balsa ¡Uf!
A mediodía, el sol está vertical sobre mi cabeza. Sin duda alguna, tiene la intención de cocerme a fuego lento, el maldito. Mis ojos supuran sin parar, y la piel de mis labios y de mi nariz se ha agrietado. Las olas son más cortas y se precipitan rabiosamente con un ruido ensordecedor hacia la costa.