Son las cinco de la mañana. El guardián de cabaña se aproxima a nosotros:
– Chicos,¿creéis que debo avisar al puesto de guardia? Acabo de descubrir dos fiambres en las letrinas.
Este hombre es un viejo presidiario de setenta años que nos quiere hacer creer, precisamente a nosotros, que desde las seis y media de la tarde, hora en que aquellos tipos fueron liquidados, no sabía nada. El recinto debe de estar lleno de sangre, así que, por fuerza, los hombres se han empapado los pies en el charco que hay en medio del pasillo.
Grandet responde con el mismo tono que el viejo:
– Cómo,¿hay dos difuntos en las letrinas? ¿Desde qué hora?
– ¡Vete a saber! dice el viejo-. Yo duermo desde las seis. Ahora, al ir a mear, he resbalado, rompiéndome la crisma en una charca viscosa. Al encender mi mechero, he visto que era sangre y, en las letrinas, he encontrado a los tipos.
– Llama, ya veremos qué pasa.
– ¡Vigilantes! ¡Vigilantes!
– ¿Por qué gritas tan fuerte, viejo gruñón? ¿Se ha pegado fuego en tu choza?
– No, jefe. Hay dos fiambres en los cagaderos.
– ¿Y qué quieres que le haga? ¿Que los resucite? Son las cinco y cuarto; a las seis, ya veremos. Impide que se acerque alguien a las letrinas.
– Lo que usted dice es imposible. A esta hora, próxima a levantarse, todo el mundo va a mear o a cagar.
– Tienes razón. Espera, voy a informar al jefe de guardia.
Vienen tres sabuesos, un jefe de vigilantes y dos vigilantes. Creemos que van a entrar, pero no, se quedan en la puerta enrejada.
– ¿Dices que hay dos muertos en las letrinas?
– Sí, jefe.
– ¿Desde qué hora?
– No lo sé; acabo de encontrarlos cuando he ido a mear.
– ¿Quiénes son?
– No lo sé.
– ¡Vaya! Pues yo te lo diré, viejo retorcido. Uno es el armenio. Ve a ver.
– En efecto, son el armenio y SansSouci.
– Bien; esperemos a la hora de pasar lista.
Y se van.
A las seis, suena la primera campana. Se abre la puerta. Los dos repartidores de café pasan de cama en cama; detrás de ellos, los repartidores de pan.
A las seis y media, la segunda campana. El día ha despuntado ya, y el coursier aparece lleno de pisadas de los que, esta noche han caminado sobre la sangre.
Llegan los dos comandantes. Es ya completamente de día. Les acompañan ocho vigilantes y el doctor.
– ¡Todo el mundo en cueros y firmes junto a la hamaca de cada cual! ¡Pero esto es una verdadera carnicería! ¡Hay sangre por todas partes!
El segundo comandante es el primero en entrar en las letrinas. Cuando sale, está blanco como un lienzo.
– Han sido literalmente degollados dice- y, por supuesto, nadie ha visto ni oído nada.
Silencio absoluto.
– Tú, viejo, eres el guardián de la cabaña. Estos hombres están secos. Doctor, ¿cuánto tiempo llevan muertos, aproximadamente?
– De ocho a diez horas -dice el galeno.
– ¿Y tú no los has descubierto hasta las cinco? ¿No has visto ni oído nada?
– No. Soy duro de oído, señor, y casi no veo, y, por añadidura, tengo setenta años, de los que he pasado cuarenta en presidio. Así que, compréndalo usted, duermo mucho. Me acuesto a las seis de la tarde, y sólo las ganas de mear me han despertado a las cinco. Ha sido una casualidad, porque por lo general, no me despierto hasta que suena la campana.
– Tienes razón, es una casualidad -dice irónicamente el comandante. Incluso nosotros, -todo el mundo ha dormido-tranquilo durante la noche, vigilantes y condenados. Camilleros, llévense a los dos cadáveres al anfiteatro. Quiero que les haga la a autopsia, doctor. Y vosotros, salid de uno en uno al patio, en cueros.
Todos pasamos ante los comandantes y el doctor. Se examina minuciosamente a los hombres. Nadie tiene heridas, pero muchos presentan salpicaduras de sangre. Explican que han resbalado al ir a las letrinas. Grandet, Galgani y yo somos examinados con más minuciosidad que los otros.
– Papillon, ¿dónde está tu sitio?
Registran mis pertenencias.
– ¿Y tu navaja?
– Mi navaja me la ha quitado a las siete de la tarde, en la puerta, el vigilante.
– Es verdad -dice éste-. Ha armado un gran escándalo diciendo si queríamos que lo asesinaran.
– Grandet, ¿es de usted este cuchillo?
– Pues claro. Si está en mi sitio, es que es mío.
El comandante examina escrupulosamente el cuchillo, limpio[como una moneda recién salida de la acuñación, sin una mancha.
El galeno regresa de las letrinas y dice:
– A esos hombres los han degollado con un puñal de doble filo. Han sido muertos de pie. Es como para no entender nada. Un presidiario no se deja degollar como un conejo, así, sin defenderse. Debería haber alguien herido.
– Usted mismo lo ve, doctor; nadie tiene siquiera un rasguño.
– ¿Eran peligrosos esos dos hombres?
– Excesivamente, doctor. El armenio debía ser, con toda seguridad, el asesino de Carbonieri, que fue muerto ayer en el lavadero a las nueve de la mañana.
– Asunto liquidado!-dice el comandante-. Sin embargo conserve el cuchillo de Grandet. Al trabajo todo el mundo, salvo los enfermos. Papillon, ¿consta usted actualmente como enfermo?
– Sí, comandante.
– No ha perdido usted el tiempo para vengar a su amigo. Yo no me chupo el dedo, ¿sabe? Por desgracia, no tengo pruebas y sé que no las encontraremos. Por última vez, ¿nadie tiene nada que declarar? Si uno de vosotros puede arrojar luz sobre este doble crimen, le doy mi palabra de que será trasladado, a Tierra Grande.
Silencio absoluto.
Toda la chabola del armenio se ha declarado enferma, En vista de ello, Grandet, Galgani, Jean Castellí y Louis Gravon también se han hecho rebajar, en el último momento. Quedamos cinco de mi chabola y cuatro de la del armenio, más el relojero, el guardián de cabaña, que gruñe sin cesar por el trabajo de limpieza que le espera, y dos o tres tipos más, entre ellos un alsaciano, el gran Sylvain.
Este hombre vive solo en los duros, y todo el mundo es amigo suyo. Autor de un acto poco común que lo ha mandado veinte años a los duros, es un hombre de acción muy respetado. El sólo atracó un vagón postal del rápido París-Bruselas, dio muerte a los dos guardianes y arrojó sobre el balastro los sacos postales que, recogidos por cómplices a lo largo de la vía, totalizaron una suma importante.
Sylvain, al ver las dos chabolas cuchichear cada una en su rincón, e ignorando que nos hemos comprometido a no actuar en seguida, se permite tomar la palabra:
– Espero que no vayáis a batiros en toda regla, al estilo de los tres mosqueteros.
– Hoy, no -dice Galgani-. Lo dejaremos para más tarde.
– ¿Por qué más tarde? No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy -dice Paulo-. Pero no veo la razón de que nos matemos mutuamente. ¡Qué dices tú, Papillon?
– Una sola pregunta: ¿Estabais al corriente de lo que iba a hacer el armenio?
– Te doy mi palabra de honor, Papi, de que no sabíamos nada, y, ¿quieres que te diga una cosa? De no haber muerto el armenio, no sé cómo hubiera encajado yo el golpe.
– Entonces, si es así, ¿por qué no concluir esta historia para siempre? dice Grandet.
– Nosotros estamos de acuerdo. Estrechémonos la mano y no hablemos más de este triste episodio.
– Conformes.
– Yo soy testigo -dice Sylvain_. Me complace que esto se haya terminado.
– No hablemos más.
Por la tarde, a las seis, suena la campana. Al escucharla, no puedo impedir evocar la escena de la víspera, y a mi amigo con medio cuerpo erguido, avanzando hacia la canoa. La imagen es tan impresionante, incluso veinticuatro horas después, que ni por un segundo deseo que el armenio y Sans-Souci sean literalmente llevados por la horda de tiburones.
Galgani no dice una palabra. Sabe lo que pasé con Carbonieri. Mira al vacío balanceando las piernas, que pende a derecha e izquierda de su hamaca. Grandet aún no ha entrado. Hace ya más de diez minutos que el tañido de las campanas se ha apagado, cuando Galgani, sin mirarme y siempre balanceando las piernas. dice a media voz: