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– ¿Nada? -En el rostro de Imogen brilló una chispa de asombro-. ¿Quieres decir que no me recuerda… quiero decir, que no nos recuerda?

– No se acordaba ni siquiera de sí mismo -dijo Hester muy seria-. No sabía su nombre ni cuál era su profesión, y no reconoció su cara cuando la vio en el espejo.

– ¡Qué cosa tan extraña… y tan terrible! No siempre me siento demasiado satisfecha de mi persona… pero, ¡pensar que podría olvidarme de quién soy! No puedo imaginar que uno se quede sin su pasado: que todo lo que ha hecho y las razones que puede tener para amar u odiar hayan caído en el olvido.

– ¿Por qué fuiste a verlo, Imogen?

– ¿Cómo? No sé a qué te refieres.

– Sabes muy bien a qué me refiero. Aquella vez que encontramos a Monk en la iglesia de St. Marylebone te acercaste a hablar con él. Tú lo conocías. Yo entonces supuse que también él te conocía a ti, pero no era así. Él no se acordaba de nadie.

Imogen apartó la vista y, con grandes miramientos, tomó otro bocadillo.

– Supongo que de esto Charles no sabe nada -prosiguió Hester.

– ¿Me estás amenazando? -preguntó Imogen, mirándola abiertamente con sus enormes ojos.

– No, naturalmente que no. -Hester se sentía contrariada por su propia torpeza y también con Imogen por semejante ocurrencia-. No sabía que pudieran existir motivos para amenazarte. Precisamente quería decirte que, a no ser que sea inevitable, no pienso decirle nada. ¿Tiene que ver con Joscelin Grey?

A Imogen se le atragantó el bocadillo y tuvo que echar el cuerpo hacia delante para no ahogarse.

– No -dijo cuando recuperó el aliento-, no tiene nada que ver con él. Ahora, viéndolo en perspectiva me doy cuenta de que quizá fuera una tontería, pero en aquel momento esperaba sinceramente…

– ¿Qué esperabas? ¡Por clamor de Dios! ¿Quieres explicarte de una vez?

Muy lentamente, con grandes dosis de ayuda, represión y consuelo por parte de Hester, Imogen le contó con todo detalle exactamente qué había hecho, qué le había dicho a Monk y por qué.

Cuatro horas más tarde, bajo el oro de un sol de última hora de la tarde, Hester estaba en el parque junto a la Serpentina, observando los círculos concéntricos que se formaban en el agua. Junto a ella pasó un niño con su batita azul llevando un barco de juguete bajo el brazo y dándole la mano a la niñera. Ésta llevaba un sencillo uniforme de algodón, un gorrito de encaje almidonado en la cabeza y caminaba erguida como los soldados en los desfiles. El músico de una banda, que estaba de descanso, la miró con admiración.

Al otro lado de la hierba y del arbolado, pasaron a caballo por Rotten Row dos damas distinguidas; sus monturas relucían, los arneses tintineaban y los cascos de los caballos se hincaban en la tierra con un ruido sordo. A lo largo de Knightsbridge y en dirección a Piccadilly matraqueaban carruajes que parecían moverse en otro mundo, eran como juguetes que se desplazasen a distancia.

Alcanzó a oír los pasos de Monk antes de verle acercarse. Se volvió cuando ya casi estaba a su lado. Se detuvo a un paso de distancia y sus ojos se encontraron. Habría sido ridículo demorarse en cortesías.

Monk no demostraba sentir temor alguno; su mirada era tranquila y resuelta, pero Hester sabía qué pozo hueco y cuántas incógnitas se escondían tras aquella mirada. Hester fue la primera en hablar.

– Imogen se entrevistó con usted después de la muerte de mi padre con la vana esperanza de que usted pudiera descubrir alguna prueba que demostrase que no se trataba de suicidio. La familia estaba hundida. Primero la muerte de George en la guerra, después la de papá por disparo de arma de fuego que, gracias a la amabilidad de la policía, pudo pasar por un accidente, pese a que era del dominio público que se había suicidado. Había perdido una gran cantidad de dinero. Lo que pretendía Imogen era salvar algo del naufragio… tanto para Charles como para mi madre.

Se calló un momento tratando de conservar la compostura, pero era evidente que sentía un dolor muy profundo.

Monk permaneció totalmente inmóvil, sin intervenir, lo que Hester le agradeció. Al parecer, había entendido que debía decirlo todo de una tirada, o de lo contrario no podría decirlo nunca.

Soltó un lento suspiro y continuó.

– Para mamá ya era demasiado tarde, porque todo su mundo se había venido abajo. Se había muerto su hijo pequeño, le había caído encima la desgracia económica y, después, el suicidio de su marido… no sólo la pérdida, sino también la vergüenza del hecho en sí. Mamá murió diez días más tarde… murió de pena…

Nuevamente se vio obligada a callar durante varios minutos. Monk no dijo nada, pero extendió la mano y apretó con fuerza y decisión la de Hester. La presión de sus dedos fue como el salvavidas que lleva hasta la orilla.

A lo lejos, un perro correteaba por la hierba y un niño pequeño empujaba un aro.

– Imogen fue a verlo a usted sin que Charles lo supiera… porque él no lo habría aprobado. Ésta es la razón de que ella ya no volviera a hablarle a usted del asunto… y por supuesto ignoraba que usted hubiese perdido la memoria. Dice que usted la interrogó sobre todo lo que había ocurrido con anterioridad a la muerte de papá y, en los encuentros siguientes, también le preguntó acerca de Joscelin Grey. Ya le contaré lo que ella me dijo… -Por el Row pasaron a medio galope un par de jinetes inmaculadamente vestidos. Monk seguía cogiéndole la mano.

»Mi familia conoció a Joscelin Grey en marzo. En casa nadie había oído hablar de él y se presentó de forma completamente inesperada. Vino de noche. Usted no llegó a conocerlo, pero era un hombre simpatiquísimo… incluso yo lo recuerdo pese a que su paso por el hospital de Shkodér fue muy breve. Solía confraternizar con los heridos y a menudo les escribía cartas a aquellos que estaban demasiado enfermos como para poder hacerlo ellos mismos. Tenía la sonrisa y la risa fáciles, siempre un chiste a punto. Contribuyó mucho a levantar la moral de la gente. Por supuesto que su herida no era muy importante, tampoco sufrió el cólera ni disentería.

Se pusieron a caminar lentamente para no llamar demasiado la atención. Caminaban muy juntos.

Hester se esforzó en trasladarse con el pensamiento a aquella época, a sus olores, a la intimidad con el dolor, al cansancio constante y a la piedad. Se imaginó a Joscelin Grey tal como lo había visto la última vez, renqueando escaleras abajo con un cabo a su lado, bajando al puerto para embarcar hacia Inglaterra.

– Era un poco más alto que la media -dijo en voz alta-, delgado, los cabellos rubios. Le quedó una ligera cojera… supongo que, de haber vivido, la habría tenido siempre. Al presentarse en casa, dio su nombre, dijo que era el hermano más pequeño de lord Shelburne, que había participado en la guerra de Crimea y que había sido declarado inválido. Les contó su historia, les habló del tiempo que había pasado en Shkodér y les dijo que su tardanza en visitarles se debía a su herida.

Al mirar a Monk, Hester leyó la pregunta antes de que él la formulara.

– Dijo que había conocido a George… antes de la batalla del Alma, en la que George perdió la vida. Por supuesto que mi familia lo recibió con los brazos abiertos por su amistad con George, pero también porque les gustó. Mamá todavía estaba muy apesadumbrada. Ya se sabe que cuando un muchacho va a la guerra tiene muchas posibilidades de morir, pero saberlo no prepara para enfrentar los sentimientos que se desencadenan cuando el hecho fatal ocurre. Para papá supuso una gran pérdida, según Imogen me contó, pero para mi madre fue el final de algo sumamente precioso. George era el hijo pequeño y ella siempre le había tenido un cariño especial. Era… -Se esforzó en rememorar la infancia, un jardín cerrado con un sol propio-. Se parecía mucho a mi padre… la misma sonrisa, el mismo cabello aunque más oscuro, como el de mi madre. Le gustaban los animales y era un excelente jinete. Supongo que sería lógico que se alistara en la caballería. Como era normal, la primera vez que estuvo en casa no le hicieron muchas preguntas sobre George. Habría sido una descortesía, una falta de consideración a su amistad, pero lo invitaron a volver cuando quisiera o tuviera tiempo disponible…

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