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– Mándeme aviso y nos encontraremos en Hyde Park, en el extremo de Piccadilly en Serpentine. A nadie le llamará la atención ver a dos personas paseando por esa zona.

– Muy bien, señor Monk. Haré lo que pueda.

– Gracias.

Monk se levantó y se despidió mientras ella se quedaba observando su figura, algo envarada y tan peculiar, bajar la escalera y salir a la calle. Habría podido reconocerlo en cualquier parte sólo por su manera de andar. Tenía una agilidad de movimientos no muy diferente de la que es propia de los soldados acostumbrados a la autodisciplina que imponen las largas marchas, pese a que en su porte no había nada de militar.

Así que lo hubo perdido de vista, se sentó. Tenía frío y sentía una cierta desazón, sabiendo que le era imposible no hacer lo que Monk le había pedido y exactamente tal como se lo había pedido. Mejor que ella fuera la primera en saber la verdad que tener que esperar a que la descubrieran otros.

Pasó una tarde de soledad y tristeza y cenó sola en su habitación. Hasta que supiera la verdad a través de Imogen, no podía correr el riesgo de permanecer mucho tiempo con Charles, sentada a la mesa con él, por ejemplo. Tenía miedo de que sus pensamientos la traicionasen y acabasen hiriéndolos a ambos. Cuando era niña se tenía por muy sutil y capaz de todo tipo de disimulos. Tendría unos veinte años cuando se refirió a ello con toda seriedad en el curso de una comida. Era la única ocasión en que recordaba haber visto a toda su familia al completo prorrumpir en sonoras carcajadas. El primero en reír había sido George, con el rostro contraído por las muecas de una incontenible hilaridad y manifestando lo que pensaba a grito pelado. ¡Vaya idea peregrina la suya! ¡Pero si era la persona más transparente del mundo en todo lo que fueran emociones! Cuando estaba contenta arrastraba a toda la casa en un remolino de alegría; cuando se sentía desgraciada, caía sobre toda la familia un velo de fúnebre tristeza.

Habría sido inútil, y doloroso además, tratar de engañar a Charles.

Hasta el día siguiente por la tarde no tuvo la oportunidad de hablar a solas un buen rato con Imogen. Imogen había estado fuera de casa toda la mañana y había entrado como una tromba, con la falda ondeando con su agitación; tras dejar en el banco al pie de la escalera una cesta llena de ropa, se quitó apresuradamente el sombrero.

– De veras que no sé en qué piensa la esposa del vicario -dijo enfadada-. Juraría a veces que esta mujer se figura que todos los males del mundo pueden curarse con una homilía sobre el buen comportamiento bordada a mano, con unas cuantas prendas de ropa interior limpia y con una jarra de caldo casero. Y la señorita Wentworth es la persona menos capacitada que hay sobre la tierra para ayudar a una madre con una recua de hijos sin nadie que le eche una mano.

– ¿Te refieres a la señora Addison? -preguntó Hester inmediatamente.

– ¡Pobre mujer, está que no sabe cómo salir adelante! -explicó Imogen-. Siete hijos y ella más delgada que un palillo. No me extraña que esté agotada. Come menos que un pajarillo… tiene que dar toda la comida que tiene en casa a aquellas bocas famélicas que no se cansan nunca de pedir. ¿Quieres decirme en qué puede ayudarles la señorita Wentworth? Si le dan soponcios a cada momento… Me paso la mitad del tiempo levantándola del suelo.

– También a mí me darían soponcios si llevara un corsé de ballenas tan prieto como ella -dijo Hester con ironía-. Su doncella debe de tener que atárselo apuntalándose con un pie en la cama. ¡Pobre infeliz! Encuentro lógico que su madre quiera sacársela de encima y casarla con Sydney Abernathy. No sólo es un hombre que tiene mucho dinero sino también debilidad por los espectros. Así se siente más amo y señor.

– Miraré si encuentro alguna homilía sobre la vanidad adecuada para ella. -Imogen ignoró la cesta y entró en el saloncito, donde se dejó caer en una de las enormes butacas-. Tengo calor y estoy cansada. ¿Puedes decirle a Martha que me traiga una limonada? ¿Llegas a la cuerda?

Era una pregunta ociosa, ya que Hester estaba de pie. Con aire ausente tiró de la cuerda.

– No se trata de vanidad -dijo refiriéndose todavía a la señorita Wentworth-, sino de supervivencia. ¿Qué quieres que haga, la pobre, si no se casa? Tanto su madre como sus hermanas la han convencido de que la única alternativa es la vergüenza, la pobreza y una vejez solitaria y lastimosa.

– Esto me recuerda una cosa -dijo Imogen sacándose las botas pisando los talones de una y otra-. ¿Has sabido algo del hospital de lady Callandra? Me refiero al que quieres administrar.

– No pico tan alto, a lo único que aspiro es a ayudar -la corrigió Hester.

– ¡No me vengas con bobadas! -dijo Imogen extendiendo los pies y arrellanándose un poco más en la butaca-. Lo que tú quieres es mandar a todo el personal. -Entró la doncella y se quedó esperando respetuosamente.

»Una limonada, por favor, Martha -le pidió Imogen-. Estoy muerta de calor. El tiempo está loco. Un día llueve que parece que haya que preparar el arca porque viene el diluvio y al día siguiente hace un calor que no se puede ni respirar.

– Sí, señora. ¿Quiere que le prepare unos bocadillos de pepino?

– ¡Oh, sí, me encantaría! Gracias.

– Sí, señora.

La doncella salió con mucho revuelo de faldas.

Hester llenó con una conversación trivial los escasos minutos en los que la criada estuvo ausente. Siempre le había sido fácil hablar con Imogen y la amistad que había entre las dos era más parecida a la que se da entre hermanas que a la de dos mujeres que sólo están emparentadas por el matrimonio de una y cuyos estilos de vida son completamente diferentes. En cuanto Martha hubo traído los bocadillos y la limonada y se quedaron a solas, Hester se centró en el asunto que tanto la apremiaba.

– Imogen, ayer vino otra vez aquel policía, Monk…

La mano de Imogen, que iba a coger el bocadillo, se quedó en el aire, pero la miró con curiosidad y con aire ligeramente divertido. Ni sombra de prevención. Pero Imogen, a diferencia de Hester, sabía ocultar perfectamente sus sentimientos si se lo proponía.

– ¿Monk? ¿Y qué quería esta vez?

– ¿Por qué sonríes?

– Te sonrío a ti, cariño. Sé cuánto este hombre te saca de quicio y, por otra parte, sé que te gusta un poco. De hecho, no sois tan diferentes en algunos aspectos: intolerancia frente a la estupidez, ira ante la injusticia y los dos perfectamente preparados para ser todo lo antipáticos que imaginarse pueda.

– No nos parecemos en nada -dijo Hester con impaciencia- y no veo que sea asunto para risas.

Hester sintió un molesto calor que le arrebolaba las mejillas. Aunque sólo fuera para variar, le habría gustado tomarse con mayor naturalidad de vez en cuando los asuntos de la feminidad que a Imogen se le daban de forma tan natural como respirar. No despertaba en los hombres aquella urgencia por protegerla que despertaba Imogen. Daban por sentado que era perfectamente capaz de cuidarse sola, un cumplido, éste, del que ya empezaba a cansarse.

Imogen dio cuenta del bocadillo, una cosa minúscula que no excedía los cinco centímetros cuadrados.

– Bueno, ¿me vas a decir a qué vino o no?

– Claro que te lo voy a decir. -Hester también cogió un bocadillo y se lo comió, era muy delicado y el pepino estaba crujiente y fresco-. Hace unas semanas Monk tuvo un accidente muy serio, más o menos en la época en que mataron a Joscelin Grey.

– ¡Cuánto lo siento! ¿Está enfermo? Parecía encontrarse muy bien la última vez.

– Supongo que está físicamente recuperado -le respondió Hester y, al ver la repentina gravedad y preocupación que se reflejaban en la cara de Imogen, también ella se sintió conmovida-, pero sufrió un golpe muy fuerte en la cabeza y no recuerda nada anterior al momento en que recobró el sentido en un hospital de Londres.

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