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Por otra parte, habría querido asegurarse de que no había rastro alguno de sus tratos, siquiera fuera por evitarse inconvenientes.

– ¿Por qué esperó tanto tiempo? -le preguntó Monk; su voz volvía a ser inexpresiva, sin signo alguno de acoso-. ¿Por qué no mandó a por el pagaré enseguida?

Wigtight supo en aquel momento que había ganado la partida. En su cara pálida y globulosa resplandecía la victoria, como el légamo en la piel de la rana al salir del pantano.

– Al principio había demasiados policías de verdad en la casa -respondió-. No paraban de entrar y salir. -Extendió las manos como para corroborar lo que decía.

A Monk le habría gustado llamarlo embustero pero no podía. Todavía no.

– No encontraba a nadie capaz de correr el riesgo -prosiguió Wigtight-. Como pagues demasiado a un hombre por hacer algo, enseguida empieza a preguntarse si allí no habrá más de lo que dices. Habría podido pensar que tenía miedo de algo. Al principio los suyos buscaban ladrones. Ahora la cosa ha cambiado, van ustedes detrás de negocios, dinero…

– ¿Cómo lo sabe? -Monk creía lo que le decía, no tenía otro remedio, pero quería cobrarse hasta la última onza de sufrimiento que pudiera causarle.

– Ya sabe, se dice… estuvo usted a ver a su sastre, al tratante de vinos, comprobó si pagaba sus facturas…

Monk recordó que había enviado a Evan a hacer aquellos trámites. Se habría dicho que aquel usurero tenía ojos y oídos en todas partes. Pero comprendió que no podía ser de otra manera: así encontraba a sus clientes, descubría sus flaquezas, sus puntos débiles. ¡Oh, Dios mío, cómo odiaba a aquel hombre y a toda su calaña!

– ¡Oh! -A su pesar su rostro reveló aquel error-. Tendré que ser más discreto en mis averiguaciones.

Wigtight sonrió fríamente.

– Yo que usted no me preocuparía. No tiene importancia.

Reconocía el éxito porque estaba acostumbrado a su sabor, como al del queso Stilton bien curado y al del oporto después de cenar.

Monk no tenía nada más que decir y no podía soportar por más tiempo ver a Wigtight tan satisfecho. Al salir pasó por delante del untuoso empleado que estaba en el despacho delantero. Estaba decidido a aprovechar la primera oportunidad que se le brindase para cargar algo a Josiah Wigtight, a ser posible algo que le reportase una larga temporada en la cárcel. Tal vez era el odio que le inspiraba la usura y todas las cancerosas angustias con que roía el corazón de la gente o quizá fuera odio a Wigtight en particular, por su gorda barriga y sus ojos glaciales, pero lo más probable era que todo se redujese a la amargura de la contrariedad de descubrir que no había sido el prestamista quien había matado a Joscelin Grey.

Todo lo cual lo llevó de nuevo a la otra salida de su investigación: los amigos de Joscelin Grey, la gente cuyos secretos pudo haber conocido. Así, volvió a Shelburne… y al triunfo de Runcorn.

Pero antes de emprender semejante camino para llegar a una de sus inevitables conclusiones -la detención de Shelburne y su propia defenestración después de la misma o el reconocimiento de que no podía demostrar nada y por tanto debía aceptar el fracaso; en cualquier caso Runcorn no salía perdedor- Monk probaría todos los demás, por insignificantes que fueran, empezando por Charles Latterly.

Hizo la visita a última hora de la tarde, ya que pensó que era un buen momento para encontrar a Imogen en casa, preguntando, eso sí, por Charles.

Lo recibieron con educación, pero nada más. La doncella estaba demasiado bien aleccionada como para dejar ver que su visita le causaba sorpresa. Tuvo que esperar unos minutos antes de que lo hicieran pasar a la salita, donde pudo percatarse una vez más de la discreta comodidad de la estancia.

Charles estaba de pie junto a una mesilla de la ventana mirador.

– Buenos días, señor… Monk -dijo con evidente frialdad-. ¿A qué debo esta nueva atención?

Monk sintió un peso en el estómago, como si todavía llevase pegado encima el olor de las barracas. Quizás era muy evidente qué clase de hombre era, dónde trabajaba, en qué se ocupaba, y siempre había sido así. Había estado demasiado absorto en sus propios sentimientos para prestar atención de los sentimientos de los demás.

– Sigo haciendo averiguaciones en torno al asesinato de Joscelin Grey -replicó con una cierta ampulosidad. Sabía que Imogen y Hester también estaban en la habitación pero no quería mirarlas. Hizo una ligera inclinación sin levantar los ojos y un gesto similar en dirección a ellas.

– Pues ya va siendo hora de que llegue a alguna conclusión, ¿no cree? -Charles levantó las cejas-. Nosotros lo lamentamos muchísimo, naturalmente, porque Grey era amigo nuestro, pero no hace falta que nos tenga al día de los progresos de sus pesquisas o de la ausencia de las mismas.

– Naturalmente -respondió Monk, cediendo a la acrimonia ante la ofensa, plenamente consciente de que él no pertenecía ni pertenecería nunca al mundo de aquel saloncito claro y gracioso con su mobiliario almohadillado y de castaño bruñido-, ni yo podría permitírmelo. Deseo hablar de nuevo con usted precisamente porque usted era amigo del comandante Grey. -Tragó saliva-. Como es natural, al principio consideramos la posibilidad de que hubiera sido víctima de un ladrón, después pensamos que podía tratarse de una cuestión de deudas, tal vez deudas de juego o algún préstamo de dinero. Ya hemos explorado todos estos caminos y volvemos a encontrarnos, lamentablemente, frente a lo que parece más probable…

– Creía que ya se lo había dicho antes, señor Monk. -La voz de Charles transparentaba aspereza-. ¡No queremos saber nada de este asunto! Y si quiere que le hable con franqueza, no quiero que ni mi esposa ni mi hermana se angustien escuchando lo que haya venido a decirnos. Quizá las mujeres de su… -buscó la palabra menos ofensiva- de su ambiente sean menos sensibles a este tipo de cosas. Para desgracia suya, deben de estar más acostumbradas a la violencia y a los aspectos sórdidos de la vida. Pero mi hermana y mi esposa son mujeres distinguidas para quienes estas cosas son completamente desconocidas. Tengo que pedirle que respete sus sentimientos, por favor.

Monk notó que se le habían subido los colores a la cara. Sintió un deseo casi doloroso de devolverle la grosería, pero la presencia de Imogen, a muy pocos pasos de distancia, lo desarmaba. Le importaba muy poco lo que pudiera pensar Hester; en realidad, habría disfrutado discutiendo con ella y, como el agua fresca en la cara, habría sido incluso estimulante.

– No es mi intención angustiar innecesariamente a nadie, señor. -Pronunció las palabras entre dientes, articuladas a la fuerza-. No he venido a informarle, sino a hacerle unas preguntas más. Lo único que intentaba era explicarle el motivo de dichas preguntas al objeto de que se sintiera más libre de contestarlas.

Charles parpadeó. Se apoyaba ligeramente en la repisa de la chimenea y envaró el cuerpo.

– No sé nada en absoluto del asunto y, como es natural, tampoco mi familia.

– De haber podido, no dude de que lo habríamos ayudado -añadió Imogen.

Monk tuvo la momentánea impresión de que Imogen estaba avergonzada ante aquellos manifiestos aires de superioridad que se daba Charles.

Hester se levantó, atravesó la habitación y se colocó frente a Monk.

– A nosotras todavía no nos ha hecho ninguna pregunta -indicó a Charles, cargada de razón-. ¿Cómo vamos a saber si podemos responderlas o no? No hablo en nombre de Imogen, por supuesto, pero yo no me siento ofendida en lo más mínimo porque me hagan preguntas. De hecho, si te consideras capacitado para enfrentar la idea de asesinato, a mí me ocurre lo mismo. Considero que tenemos este deber.

– Querida Hester, no sabes lo que dices. -El rostro de Charles se había endurecido y extendió la mano hacia su hermana, pero ésta lo evitó-. Este asunto puede comportar cosas muy desagradables de las que tú no tienes ninguna experiencia.

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