El despacho interior donde se encontraba Josiah Wigtight no tenía nada que ver con el burdo intento de discreta respetabilidad de la antesala. Aquí se respiraba una franca opulencia, todo estaba pensado para la comodidad, el hedonismo casi. Las enormes butacas estaban tapizadas de terciopelo y los cojines eran de una tela de calidad de colores vistosos. La mullida alfombra amortiguaba el ruido de los pasos y las lámparas de gas, siseando apenas desde sus apliques de pared, estaban arropadas de vidrio rosa que difundía esta tonalidad por toda la habitación, desdibujando los contornos y amortiguando los resplandores. Las cortinas eran gruesas y sus pliegues cerraban la entrada a la realidad de la luz natural. No se trataba de buen gusto ni de vulgaridad, sino de una de tantas maneras de saborear el placer. Con todo, al cabo de un rato el efecto resultaba francamente soporífero. Inmediatamente Monk sintió crecer su respeto por Wigtight: era inteligente.
– ¡Ah! -exclamó Wigtight con una profunda espiración. Era un hombre grueso, un gigantesco sapo que esperaba, hinchado, detrás de su escritorio; su ancha boca se abrió en una sonrisa que murió antes de llegar a sus ojos bulbosos-. ¡Ah! -repitió-. ¿Se trata de un asunto delicado, señor…?
– Sí, un poco -admitió Monk. Decidió no sentarse en la butaca mullida y oscura por miedo a que lo engullera como una ciénaga o enturbiara sus pensamientos. Pensó que, de sentarse en ella, se encontraría en desventaja e incapaz de moverse en caso necesario.
– ¡Siéntese, siéntese! -le dijo Wigtight con un gesto de la mano-. Hablemos del asunto y estoy seguro de que encontraremos una solución satisfactoria.
– Asilo espero. -Monk se sentó en el brazo de la butaca y, aunque no estaba cómodo, en aquella habitación prefería estar incómodo.
– ¿Se encuentra en una situación momentáneamente apurada? -comenzó a decir Wigtight-. ¿Quiere beneficiarse de una buena inversión? ¿Tiene buenas razones para esperar verse favorecido por un pariente que no está muy bien de salud?
– Gracias, trabajo, y el salario que gano me basta para cubrir mis necesidades.
– Pues es usted un hombre afortunado. -Lo dijo sin pizca de sinceridad y con voz inexpresiva, ya que estaba acostumbrado a oír todas las mentiras y excusas que el ingenio humano es capaz de urdir.
– ¡Más afortunado que Joscelin Grey! -dijo Monk a quemarropa.
El rostro de Wigtight cambió de expresión casi imperceptiblemente… fue como si hubiera pasado una sombra sobre él, nada más. De no haber estado esperando su reacción, a Monk le habría pasado desapercibida.
– ¿Jocelyn Grey? -repitió Wigtight. Monk vio en su rostro la indecisión del que duda entre fingir que nada sabe o admitir que sabía quién era por la notoriedad del caso. Optó por el camino equivocado-. No conozco a esta persona, señor mío.
– ¿No ha oído hablar de él? -Monk procuró no ejercer una presión excesiva. Odiaba a los prestamistas con un odio para el que no encontraba explicación. Su intención era hacer caer en la trampa a aquel gordo fofo, hacerlo víctima de sus propias palabras, cazarlo y contemplar cómo se debatía aquel cuerpo abotagado.
Pero Wigtight advirtió la celada.
– Oigo tantos nombres… -añadió de manera cautelosa.
– Mejor será entonces que consulte sus libros -le apuntó Monk- y así verá si figura en ellos, ya que le falla la memoria.
– Cuando una deuda queda saldada, la borro de los libros. -Los ojos grandes y desvaídos de Wigtight adoptaron un aire de impasibilidad-. Es por discreción, ¿sabe usted? A nadie le gusta que le recuerden sus momentos de penuria.
– Es usted muy considerado -dijo Monk, sarcástico-. ¿Y si consultase la lista de los que no han pagado?
– El señor Grey no figura en ella.
– O sea que pagó. -Monk sólo dejó traslucir un leve reflejo de la satisfacción que le producía el triunfo.
– Yo no he dicho que le hubiera prestado dinero.
– Entonces, si no le prestó nada, ¿por qué contrató a dos hombres para que entraran en su piso valiéndose de engaño y lo saquearan? Y ya que estaban allí, le robaron de paso la plata y algunos objetos de adorno. -Se dio el gustazo de ver que Wigtight se amilanaba-. Esto estuvo muy mal, señor Wigtight. Tengo que decirle que contrató a unos matones de pacotilla, si quiere que le hable con franqueza. Si hubieran sido más profesionales, no habrían buscado sacar este provecho adicional. Es peligroso, porque aumenta la pena… y se trata de objetos que son fáciles de localizar.
– ¡Usted es policía! -De pronto Wigtight había comprendido y pronunció las palabras como quien instila veneno.
– Exactamente.
– Yo no contrato ladrones. -Ahora Wigtight se defendía con evasivas, intentaba ganar tiempo para pensar y Monk lo sabía.
– No, usted contrató cobradores, pero resultó que además eran ladrones -le soltó Monk de inmediato-. En esto la ley no establece diferencias.
– Por supuesto que contrato a cobradores -admitió Wigtight-, no voy a ir yo por ahí cobrando de puerta en puerta.
– ¿A cuántos les manda cobradores que se fingen policías y se presentan con documentos falsificados dos meses después de que ha asesinado a los clientes?
Del rostro de Wigtight desapareció hasta el más leve vestigio de color y se quedó gris como la piel del pescado. Monk pensó por un momento que iba a darle un síncope, aunque no por esto se inmutó.
Wigtight se quedó durante algunos instantes sin poder hablar; entretanto, Monk seguía esperando.
– ¡Asesinado! -La palabra, cuando la articuló por fin, sonó a hueco-. Juro sobre la tumba de mi madre que no tengo nada que ver con este asunto. ¿Por qué iba a hacerlo? ¿Por qué? Es una idea totalmente descabellada. ¡Usted está loco!
– Porque es usted un usurero -dijo Monk con aspereza, notando que en su interior se abría un profundo pozo de ira e incontenible desprecio- y los usureros no dejan nunca que la gente deje de pagar una sola deuda, intereses incluidos. -Inclinó el cuerpo hacia delante, amenazando con su gesto a Wigtight, que se había quedado inmóvil en la silla-. Hace usted un mal negocio si les deja hacerlo -dijo hablando casi entre dientes-. Y otros podrían sentirse animados a hacer lo mismo. ¿Qué sería de usted si todos se negasen a pagarle? Hay que arrancarles hasta el último céntimo para satisfacer sus intereses. Más vale pájaro en mano que toda la maldita bandada revoloteando por ahí gorda y feliz, ¿verdad?
– ¡Yo no lo maté! -Wigtight estaba aterrado, no sólo por los hechos que le imputaba, sino por el odio que veía en Monk.
Monk sabía cuándo una persona perdía los papeles y disfrutaba viéndole pasar tanto miedo.
– No, envió a otro para que se encargara de hacerlo… lo que viene a ser lo mismo -continuó Monk.
– ¡No! ¡Habría sido una estupidez! -La voz de Wigtight iba subiendo de tono, en ella se apreciaba una nueva nota más aguda: era el pánico y sonaba a gloria a los oídos de Monk-. De acuerdo -Wigtight levantó las manos gordas y blandas-, los envié al piso para que lo registraran y comprobaran si Grey guardaba alguna nota en la que constase que me había pedido dinero prestado. Sabía que lo habían asesinado y pensé que a lo mejor había conservado el pagaré cancelado. No quería verme mezclado en nada que hiciera referencia a Grey. Esto es todo. ¡Lo juro! -El sudor le empapaba ahora la cara, que relucía a la luz de la lámpara de gas-. Me devolvió el dinero. ¡Virgen Santa, si al fin y al cabo no eran más que cincuenta libras! ¿Usted se figura que yo enviaría a alguien a que matara a un hombre que me debe cincuenta libras? Sería una locura, una insensatez. Me tendrían acogotado durante todo el resto de mi vida. Me chuparían la sangre… o me enviarían a la horca.
Monk lo observó con atención. Lenta y dolorosamente la verdad de la situación se abría en su interior. Wigtight era un parásito, pero no tenía un pelo de tonto. No habría pagado por una ayuda tan burda para asesinar a un hombre por deudas, por elevado que fuera su importe. De haber querido cometer un asesinato, habría sido más inteligente, más discreto. Un poco de violencia podía dar resultado, pero no esto y menos en casa del propio Grey.