– ¡Enorme! -murmuraron los estudiantes.
El entusiasmo de Mr. Foster era contagioso.
Después se puso más técnico; habló de una coordinación endocrino anormal que era la causa de que los hombres crecieran tan lentamente, y sostuvo que esta anormalidad se debía a una mutación germinal. ¿Cabía destruir los efectos de esta mutación germinal? ¿Cabía devolver al individuo Epsilon, mediante una técnica adecuada, a la normalidad de los perros y de las vacas? Este era el problema.
Pilkinton, en Mombasa, había producido individuos sexualmente maduros a los cuatro años y completamente crecidos a los seis y medio. Un triunfo científico.
Pero socialmente inútil. Los hombres y las mujeres de seis años eran demasiado estúpidos, incluso para realizar el trabajo de un Epsilon.
Y el método era de los del tipo todo o nada; o no se lograba modificación alguna, o tal modificación era en todos los sentidos. Todavía estaban luchando por encontrar el compromiso ideal entre adultos de veinte años y adultos de seis. Y hasta entonces sin éxito.
Su ronda a través de la luz crepuscular escarlata les había llevado a las proximidades del metro 170 del Estante 9. A partir de aquel punto, el Estante 9 estaba cerrado, y los frascos realizaban el resto de su viaje en el interior de una especie de túnel, interrumpido de vez en cuando por unas aberturas de dos o tres metros de anchura.
– Condicionamiento con respecto al calor -explicó Mr. Foster.
Túneles calientes alternaban con túneles fríos. El frío se aliaba a la incomodidad en la forma de íntensos rayos X. En el momento de su decantación, los embriones sentían horror por el frío. Estaban predestinados a emigrar a los trópicos, a ser mineros, tejedores de seda al acetato o metalúrgicos. Más adelante, enseñarían a sus mentes a apoyar el criterio de su cuerpo.
– Nosotros los condicionamos de modo que tiendan hacia el calor -concluyo Mr. Foster-. Y nuestros colegas de arriba les enseñarán a amarlo.
– Y éste -intervino el director sentenciosamente-, éste es el secreto de la felicidad y la virtud: amar lo que uno tiene que hacer. Todo condicionamiento tiende a esto: a lograr que la gente ame su inevitable destino social.
En un boquete entre dos túneles, una enfermera introducía una jeringa larga y fina en el contenido gelatinoso de un frasco que pasaba. Los estudiantes y sus guías permanecieron observándola unos momentos.
– Muy bien, Lenina -dijo Mr. Foster cuando, al fin, la joven retiró la jeringa y se incorporó.
La muchacha se volvió, sobresaltada. A pesar del lapsus y de los ojos de púrpura, se advertía que era excepcionalmente hermosa.
Su sonrisa, roja también, voló hacia él, en una hilera de rojos dientes.
– Encantadora, encantadora -murmuró el director.
Y, dándole una o dos palmaditas, recibió en correspondencia una sonrisa deferente, a él destinada.
– ¿Qué les da? -preguntó Mr. Foster, procurando adoptar un tono estrictamente profesional. -Lo de siempre: el tifus y la enfermedad del sueño.
– Los trabajadores del trópico empiezan a ser inoculados en el metro 150 -explicó Mr. Foster a los estudiantes-. Los embriones todavía tienen agallas. Inmunizamos al pez contra las enfermedades del hombre futuro. -Luego, volviéndose a Lenina, añadió-: A las cinco menos diez, en el tejado, esta tarde, como de costumbre.
– Encantadora -dijo el director una vez más.
Y, con otra palmadita, se alejó en pos de los otros.
En el estante número 10, hileras de la próxima generación de obreros químicos eran sometidos a un tratamiento para acostumbrarlos a tolerar el plomo, la sosa cáustica, el asfalto, la clorina… El primero de una hornada de doscientos cincuenta mecánicos de cohetes aéreos en embrión pasaba en aquel momento por el metro mil cien del estante 3. Un mecanismo especial mantenía sus envases en constante rotación.
– Para mejorar su sentido del equilibrio -explicó Mr. Foster-. Efectuar reparaciones en el exterior de un cohete en el aire es una tarea complicada. Cuando están de pie, reducimos la circulación hasta casi matarlos, y doblamos el flujo del sucedáneo de la sangre cuando están cabeza abajo. Así aprenden a asociar esta posición con el bienestar; de hecho, sólo son felices de verdad cuando están así. Y ahora -prosiguió Mr. Foster-, me gustaría enseñarles algún condicionamiento interesante para intelectuales Alfa-Más. Tenemos un nutrido grupo de ellos en el estante número S. Es el nivel de la Primera Galería -gritó a dos muchachos que habían empezado a bajar a la planta-. Están por los alrededores del metro 900 -explicó-. No se puede efectuar ningún condicionamiento intelectual eficaz hasta que el feto ha perdido la cola.
Pero el director había consultado su reloj.
– Las tres menos diez -dijo-. Me temo que no habrá tiempo para los embriones intelectuales. Debemos subir a las Guarderías antes de que los niños despierten de la siesta de la tarde.
Mr. Foster pareció decepcionado.
– Al menos, una mirada a la Sala de Decantación -imploró.
– Bueno, está bien. -El director sonrió con indulgencia-. Pero sólo una ojeada.
CAPITULO Il
Mr. Foster se quedó en la Sala de Decantación. El D.I.C. y sus alumnos entraron en el ascensor más próximo, que los condujo a la quinta planta.
Guardería infantil. Sala de Condicionamiento Neo-Pavloviano, anunciaba el rótulo de la entrada.
El director abrió una puerta. Entraron en una vasta estancia vacía, muy brillante y soleada, porque toda la pared orientada hacia el Sur era un cristal de parte a parte. Media docena de enfermeras, con pantalones y chaqueta de uniforme, de viscosilla blanca, los cabellos asépticamente ocultos bajo cofias blancas, se hallaban atareadas disponiendo jarrones con rosas en una larga hilera, en el suelo. Grandes jarrones llenos de flores. Millares de pétalos, suaves y sedosos como las mejillas de innumerables querubes, pero de querubes, bajo aquella luz brillante, no exclusivamente rosados y arios, sino también luminosamente chinos y también mejicanos y hasta apopléticos a fuerza de soplar en celestiales trompetas, o pálidos como la muerte, pálidos con la blancura póstuma del mármol.
Cuando el D.I.C. entró, las enfermeras se cuadraron rígidamente.
– Coloquen los libros -ordenó el director.
En silencio, las enfermeras obedecieron la orden. Entre los jarrones de rosas, los libros fueron debidamente dispuestos: una hilera de libros infantiles se abrieron invitadoramente mostrando alguna imagen alegremente coloreada de animales, peces o pájaros.
– Y ahora traigan a los niños.
Las enfermeras se apresuraron a salir de la sala y volvieron al cabo de uno o dos minutos; cada una de ellas empujaba una especie de carrito de té muy alto, con cuatro estantes de tela metálica, en cada uno de los cuales había un crío de ocho meses. Todos eran exactamente iguales (un grupo Bokanovsky, evidentemente) y todos vestían de color caqui, porque pertenecían a la casta Delta.
– Pónganlos en el suelo.
Los carritos fueron descargados.
– Y ahora sitúenlos de modo que puedan ver las flores v los libros.
Los chiquillos inmediatamente guardaron silencio, y empezaron a arrastrarse hacia aquellas masas de colores vivos, aquellas formas alegres y brillantes que aparecían en las páginas blancas. Cuando ya se acercaban, el sol palideció un momento, eclipsándose tras una nube. Las rosas llamearon, como a impulsos de una pasión interior; un nuevo y profundo significado pareció brotar de las brillantes páginas de los libros. De las filas de críos que gateaban llegaron pequeños chillidos de excitación, gorjeos y ronroneos de placer.
El director se frotó las manos.
– ¡Estupendo! -exclamó-. Ni hecho a propósito.
Los más rápidos ya habían alcanzado su meta. Sus manecitas se tendían, inseguras, palpaban, agarraban, deshojaban las rosas transfiguradas, arrugaban las páginas iluminadas de los libros. El director esperó verles a todos alegremente atareados. Entonces dijo: